LAS VEINTE PUNTADAS

sANTIAGO vÁSQUEZ,
Escritor ahuachapaneco

La inquieta madrugada, asomó su risa nerviosa sobre el solitario cerro de aquella inmensa extensión de historias, historias ocultas en el tiempo, pintando todo aquel ambiente con aroma a copinol, ramitos de siempreviva y a flor de cementerio.
Los caminos amanecieron chorreando soledad.
Sobre los aleros de los ranchos caían gotitas de luminosidad de una que otra estrella, resistiendo a la oscuridad a diluirse y desaparecer por la amenaza del claror del día.
El sombrero de los campesinos se untaba de melancolía, iba amaneciendo poco a poco.
Un gallo chorombo saltó sobre la Dorotea, haciéndola saltar de la cama.
¡Gallo bayuncoooo!
¡Animal baboso!
Se dijo a sí misma, restregándose los dedos sobre sus achinados ojos para sacudirlos de aquella terrible modorra causada por el profundo sueño que le agobiaba todavía.
En la talanquera del patio, un chucho ladraba junto a su sombra y con insistencia se ajotaba sobre don Isidro, quien esperaba a su vecino de toda la vida.
-Nandooooooyyy…
-oyyyy Chindooooooo….
-¿Ya estás listo vos?
-Si, esperame, dame un tiempito, solo el corvo me falta.
Es que no encuentro la vaina primooooo.
El fuerte norteyo de la madrugada levantaba la falda de los cerros y tras las colinas se esfumaba entre las hojas de pacún.
-Alistá al cipote Dorotea, que no lo podemos dejar solo-le dijo a su mujer.
Aquella montaña era testigo mudo de las carencias y falta de servicios básicos para aquellas familias olvidadas por todos aquellos que siempre les visitaban con grandes promesas en tiempo de elecciones para abandonarlos después a su propia suerte.
-Apurate que no aguanto- murmuraba el hombre entre fuertes fruncidas de frente.
La Dorotea le puso los pantalones de tirantes y una camisa que le hacía enseñar el ombligo a su hijo y se marcharon rumbo al hospital de la ciudad.
Don Isidro los acompañó a ruegos de aquella mujer que en su desesperación no atinaba ni tan siquiera donde se encontraba.
En el camino, la herida le sangraba abundantemente a Nando, quien no podía disimular aquel terrible dolor.
-Me voy a sentar un rato mujer, ya no aguanto…
Decía entre quejido y quejido y lamentos y por momentos gritos despavoridos.
Aquel hombre acostumbrado a enfrentar con valentía los más duros rigores de aquel lugar, ahora se sentía impotente.
Y es que el accidente que había sufrido era terriblemente pavoroso.
Por colocar el lazo de una hamaca en un gancho del horcón central del rancho, una gallina que tenía su nido en un canasto sobre un tabanco, voló repentinamente, destrabando un hacha que estaba colocada sobre una repisa de vara de bambú, cayéndole de filo a Nando, causándole una herida muy profunda en la cabeza.
Los pájaros volaban de sus nidales, rompiendo el vacío con sus afilados picos, más que pájaros, parecían barquitos de papel, nadando sobre la carpa del viento.
-Mama, mama.
-¿Qué querés hombre?
Que jodes vos.
-Es que me duele la pata, y la punta del dedo gordo- decía el cipote quien a su paso hacía trastrabillar al viento dejando atrás pedazos de nostalgia.
Al filo de las seis de la mañana, llegaron a la puerta del Hospital «La Santa piedad» donde se encontraba un personaje muy peculiar y quien era el enfermero principal y que tenía a su cargo las curaciones de los pacientes, su nombre era Higinio Cornelio Cifuentes.
Su figura esquelética era tan notoria que cualquiera podía decir que se trataba de una estampa de un santo guardado en un antiguo camarín, sus ochenta años le habían encorvado su existencia y le hacían suspirar lentamente, sin perder por supuesto la alegría que experimentaba, el sentirse importante, poniendo sus buenos oficios para aliviar a los pacientes que le buscaban.
En su pequeña sala de aquel nosocomio, mantenía los utensilios de enfermería, los cuales consistían en un rollo de cáñamo blanco, unas tenazas de electricista, cuatro enormes cuchillos de carnicero, dos alicates, dos botellas llenas de alcohol, un cuchumbo plástico con agua y unas mantas para secar y cubrir las heridas de los pacientes.
Afuera, en el pasillo principal de aquella sala de curaciones, se escuchaban los gritos y lamentos de los hombres, sometidos a la tortuosa curación de aquel octogenario, acostumbrado a remendar toda clase de heridas y hacer llegar huesos a su puesto gracias a la habilidad de la fuerza bruta que aplicaba.
Hombres, mujeres, niños y ancianos, salían despavoridos y desesperados de la sala de curación, después de haber sentido la mano de don Higinio, preguntándose, dónde quedaba la salida de aquel hospital.
Elegantes enfermeras se pasean por los corredores , ya sea llevando desafortunados en sillas de ruedas o cargando azafates con medicamentos.
Doctores que corren de un lugar a otro, prestos a ayudar en cualquier emergencia.
Sentado en la fila de al lado, se encuentra Nando, esperando su turno.
-Nando Ventura Padillaaaaaaaa.
Nando Ventura Padillaaaaaaa
A la tercera llamada, el paciente se levantó del brazo de su mujer y se dirigió a la silla de madera donde don Higinio los esperaba.
-Vamos a ver…
¿Qué le pasó?
¡Santo poder del sacratísimo, virtuoso, sacrosanto y bendito corazón de nuestro padre misericordioso.
¿Quién le dio semejante pijazo maishtro?
Las miradas de los enfermos se entrecruzaban como negándose a que los atendieran en esa particular sala de curación de don Higinio.
El humilde campesino, le explicó como había sucedido aquel inesperado accidente.
-Alístese mi amigo y póngase los pantalones porque voy a tenerle que zampar unas veinte puntadas con doble cordel y le voy hacer llegar el pellejo a como dé lugar, puede gritar, pujar, gemir, no hay problema, aquí han llorado hasta los más machos del pueblo.
Aquellos pobres pacientes nunca llegaron a conocer que era ni tan siquiera una mínima gotita de anestesia.
Don Higinio, tomó una botella de alcohol, se la llevó a la boca y con una maestría que le habían dado los años, la roció en la profunda herida, herida abierta y sangrante, profunda, como la profunda y misteriosa búsqueda de la eternidad.
-Hayyyyyyyyyyy,,, hayyyyyyyyyyy….
Jummmmmmmm….. ummmmm…. ufffffff…..
Los lamentos llegaban hasta lo más recóndito de las entrañas del delirio.
Seguidamente tomó entre sus manos una tenaza y un alicate, cerrando la herida. Los alaridos de Nando eran para desesperar a cualquiera.
Con una aguja capotera, comenzó a coser exactamente con las veinte puntadas que había vaticinado, inmediatamente, colocó un pedazo de manta color gris, envolviéndole toda la cabeza.
-Ya estuvo, no fue fácil, puede levantarse- dijo, llevándose una mano a la frente para secarse el sudor que le brotaba.
El herido no se movía, al ver tal situación, llamó de inmediato a su mujer y a Isidro.
En medio de aquella incertidumbre, lo que había pasado era que el paciente se había desmayado, debido al profundo dolor que causaban las curaciones de este único y especial enfermero del pueblo.
-No hay de que afligirse muchá, así les pasa a todos, después vuelven en sí.
Mañana me lo traen nuevamente para limpiarle la herida y curarlo nuevamente.
-Pase el siguiente- decía, mientras se paseaba por el pasillo con las tenazas en la mano.
Por fin, el enfermo despertó.
¿Dónde estoy? Preguntó intempestivamente.
-Ya pasó, ya estuvo la curación.
El largo y polvoriento camino esperaba por su regreso.
El sol comenzaba a pavimentar el trayecto con el manto de su calor.
-Mama…. Mamaaaaaa…..
Me duele el dedo gordo.
-Apurate hombre, que jodés, el sol le hace daño a tu tata.
No mirás que ya está alto.
Al día siguiente, cuando todo parecía que había pasado, algo estaba por acontecer.
-Nandoooooo, te toca curación con don Higinio.
Levantate y nos vamos, hay que aprovechar el frescor de la madrugada.
A las palabras de su mujer, el hombre comenzó a temblar y una inquietante sensación de desesperación le envolvió todo su ser.
Era una tembladera inusual, de esas que llegan cuando menos se esperan.
-Hoy no voy a ir, ya me siento aliviado-dijo con su voz entrecortada.
-Es cierto, bien dicho, hoy no vas a ir porque don Higinio ha venido a curarte hasta el rancho.
Los pacunes caían como chirolitas de tiempo.
El temblor de aquel hombre arreciaba.
Las sombras de los guarumos se rendían, mientras Nando le decía a su mujer:
-decile que ya estoy mejor- pero a él nadie lo engañaba, tomó nuevamente sus tenazas, roció con alcohol la herida con sendos escupitajos y murmuró:
¡Nacos!
Los gritos de Nando se fugaban por todos los rincones de la montaña.
El rancho lloraba junto a su dueño.
El chucho miraba con mucha tristeza los ojos de su amo.
-Son veinte puntadas con doble cordel y después a tapar la herida, como ayer quedaron mal las puntadas, tendré que repetirlas.
En el rincón del rancho, una gallina buscaba donde poner sus huevos.
El dolor invadía el ambiente en medio del aroma de copinol, ramitos de siempreviva y las flores de cementerio.
Eran veinte puntadas y un reguero de lamentos por toda la cordillera de la desesperación.
-Mirá cipote, que te cure el dedo gordo don Higinio.
¡Cipoteeee!
¡Cipoteeeeee!
¿Qué diablos te hiciste?
El cipote estaba encaramado en el miedo del dolor.

 

 

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