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El largo beso del criollo (1)

René Martínez Pineda *

En las lóbregas, paradójicas y fascinantes postrimerías de 1811, las carretas de alquiler deambulaban sin parar cargadas con oxidados fardos de añil y manojos de mestizos encomendados que, a pesar de vivir en la Ilustración, no sabían lo que ocurría bajo las roídas naguas de los reyes de España; no sabían de dónde a dónde se extendía la Nueva España, ni por qué era “nueva”; no sabían que vivían bajo la potestad de un Reino sin rey: el de Guatemala. La amada patria de los sin patria -por carecer de patrimonio- era un cadalso infranqueable del que no se quería salir por temor a lo ignorado; por creer que no había mejor sociedad que la Colonia, así como hoy algunos creen que no hay nada mejor que el capitalismo, a pesar de que, bajo su dominio, mil millones de personas viven con un dólar diario.

La provincia de San Salvador era un diminuto hormiguero de criollos y poquiteros plagada de conspiraciones sin conspiradores y de secretos de dominio público. Mal vestidas y con las marcas indelebles de la viruela hispánica que aclaraba quién era quién, las personas salían a las calles (empujadas por la arenga de los criollos eruditos que se tiñeron de azul la sangre con añil) como a un continente recién descubierto, sin saber que lo habían descubierto; los rumores sobre la acefalia imperial y la existencia de un grupo de diablos sediciosos circulaban por todos lados, y los pasquines servían para amenazar con la castración pública a los funcionarios peninsulares que, sólo unos años antes, habían dicho que “los criollos y ladinos no son hijos de dios, son hijos de puta”. Más sinceridad no se les podía pedir a estos tipos.

Todo eso ocurría durante la primera insurrección en el Reino de Guatemala (el primer grito de una libertad de expresión que sería privilegio de la nueva élite), la que no pasó de ser una revuelta con vida propia en cuerpo ajeno, o sea una singularidad sociológica que, una década después, tuvo un inesperado fruto. Los que para ocultar la clase social eran llamados criollos y mestizos lo supieron después y con sorpresa si consideramos que, al principio, las revueltas eran por reinstalar, por la señal de la santa cruz, al Rey de España: la independencia de Centro América fue más bien concedida que obtenida a sangre y fuego en la cuota tradicional; la independencia no fue un proceso nacional –per se- y un resultado de la toma de conciencia colectiva de los pobladores mientras compartían, con sus iguales y con los curas: tamales, pupusas o un gallo pinto, sino que fue un proceso histórico surgido por objetivos económicos e ideológicos, más tarde políticos, en el que no participaron las masas populares más allá de esparcir rumores durante la fiesta del Corpus Christi o, más cotidiana, la fiesta patronal cuyo éxito era más importante que cualquier sublevación política.

La razón de esa afirmación y de creer, si somos mal pensados, que la independencia fue una silenciosa y larga conspiración de la Iglesia Católica para instaurar su propio feudo (el Vaticano criollo), se debe a que la sociedad colonial centroamericana carecía de una identidad unificadora típica del Estado-nación o de la sociedad que quiero serlo, y eso explica que los criollos incluso llegaran a creer que la declaración podría ser peligrosa si se convertía en un hecho popular con líderes populares, ya que no ejercerían su hegemonía tal como la tenían pensada. El historiador Ricardo Ribera plantea que “fue el temor ante la situación inédita del rey borbón forzado en 1820 a jurar la Constitución liberal de Cádiz, lo que despertó el ansia criolla por cortar amarras y navegar por cuenta propia”… y con ello el criollo inició su largo beso en la ósea mejilla del pueblo. El acta de independencia textualmente dice: “Que siendo la independencia del Gobierno Español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el Sr. Jefe Político lo mande publicar para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo. Así quedó plasmado el límite de la emancipación: no para el pueblo, no para los descalzos.

Pasados los hechos independentista era necesario crear y difundir, para remozar el imaginario colectivo, una descripción heroica de los mismos pensando en la posibilidad de una federación. Al respecto se tejieron leyendas urbanas, fábulas rurales y misas de acción de gracias que, santificadas con el influjo de una ficticia tradición identitaria, trataron de mostrar el movimiento del 5 de noviembre como la obra perfectamente urdida de los insignes patriotas Delgado, Arce, Lara, Aguilar, etc. con el apoyo rotundo de las masas. Sin embargo, existe otra interpretación de la independencia salvadoreña como emancipación política específica con pocos cambios positivos en lo social y un cambio atroz y negativo en lo económico: la posterior expropiación de las tierras comunales y ejidos que parió a la oligarquía cafetalera y su obscena riqueza.

Varias declaraciones, una independencia; una propuesta de anexión pensando en una Nueva España criolla, una sola independencia; un intento de federación, una independencia como feudos aislados para no perder la posibilidad de varios reyes. No obstante, como proceso histórico que sobrepasó en un principio los liderazgos, la independencia debe ser abordada como un hecho político que inició en 1811 y culminó en 1823 (y que, al final, tuvo resultados revolucionarios: un nuevo pacto social). La clave para afirmar que el proceso culmina en 1823 está en el Acta de Independencia de ese año: “Las expresadas Provincias, representadas en esta Asamblea, son libres e independientes de la antigua España, de Méjico y de cualquiera otra potencia así del antiguo, como del Nuevo Mundo; y que no son ni deben ser el patrimonio de persona ni familia alguna”.

Según consta en las crónicas que de la época ha rescatado la historiografía, cuando los pobladores de la provincia de San Salvador (en su inmensa mayoría criollos y mestizos relativamente acomodados) asistieron a los tribunales a testificar sobre los sucesos de 1811 y 1814 no dudaron en afirmar que lo sucedido el 5 de noviembre fue “la primera revolución criolla”. Claro que esa fue una percepción desde el futuro inmediato que tiene algo de justeza si creemos que el movimiento fue un desafío a un orden de trescientos años que se derrumbaba por sí mismo.

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