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La santa tertulia de los malos (2)

René Martínez Pineda *

Como si nadie existiera, nos miramos hasta la saciedad la fealdad y maldad que ejercemos en silencio porque la cobardía es un agregado innato que aceptamos alegres, pues, cual patológica maldición, nos enorgullece ser malos, cobardes y feos; nos miramos con esmero, con cinismo escatológico, con insana curiosidad. Dibujé con los ojos la curiosa deformidad de su labio inferior y esa aberración me pareció excitante aunque, para los demás, fue una muestra de lo enfermiza de mi alma. Por primera vez conoció el sonrojo, no obstante haber parido varias veces aunque con embarazos de una sola penetración. Ella, por instinto, correspondió a mi revisión con una ojeada meticulosa al área boscosa de mi cara con la que yo pretendía desviar la atención del chajazo.

Durante toda la procesión nos admiramos la maldad que nos impide ser héroes o heroínas y nos hace envidiar la belleza y valor ajeno, y por eso representamos, a diario, la fábula de la luciérnaga y la serpiente, pero nosotros nos queremos comer hasta a Dios. No es raro hallar personas que sean feas y malas al mismo tiempo, digamos ocho de cada cien. Todos deberían sentir piedad de nosotros y saber que nos deben favores. Si nos miran bien, se darán cuenta de que somos el espejo de la sociedad, su parte perversa, pero también la parte inevitable para cuidar la gobernabilidad y el juego de la conspiración. ¿Qué hubiera sido de la belleza del alma si el jorobado de Notre Dame hubiese sido hermoso? ¿Qué hubiera sido de la inspiración clandestina si el fantasma de la ópera no hubiera tenido el rostro deforme y no hubiese necesitado usar máscara?

Caminábamos de la mano, en silencio; nos mirábamos de reojo ignorando a la multitud; solo existíamos ella y yo tras el vaho oloroso y denso del incienso católico. Cuando regresamos a la iglesia, tipo diez de la noche, se detuvo en seco y me miró con descaro, pero temblando, por eso tuve la impresión de que vacilaba de lo que seguía. La invité a tomarnos un café en uno de esos lugares “24 horas”. Sin dudarlo aceptó. La cafetería estaba abarrotada de feligreses cansados y de bohemios terminales, y nadie tenía síntomas de quererse retirar. Intentamos ubicarnos en un lugar propicio por si alguien dejaba una mesa y a medida que nos abrimos paso entre la gente sentimos los dardos ponzoñosos de las miradas y susurros de asco incitados por nuestra fealdad y maldad, ese asco que no obstante ser fuerte no puede vencer la curiosidad enfermiza de los ojos, ese intuitivo sadismo de quienes son mínimamente buenos y milagrosamente estéticos en sus defectos. Nuestros oídos registraban el asombro, los carraspeos de alerta. Unos rostros deformes montados en un alma maligna obviamente son el punto de interés del público, porque raras veces se ven juntas la fealdad y maldad como show gratuito. Por fin nos sentamos y pedimos dos cafés. Guardamos silencio.

¿Qué piensa? Yo, acariciándome el pelo sin dejar de ver su enorme labio inferior, respondí: en un lugar donde estemos solos y seamos certeros y perfectos; donde seamos tal para cual, pensó ella.

No hablamos mucho porque las miradas ajenas incomodaban; nos contemplamos. Repentinamente supuse que ambos queríamos lo mismo: eso se notaba en la hiriente sinceridad con que palpitaban los cuerpos amenazando con traspasar la hipocresía reaccionaria que los protege. Hablemos claro. Usted, como yo, siente que todo el mundo la odia y le tiene asco, ¿verdad? Que todo el mundo la ataca. Sí, dijo, bajando la mirada, como sintiendo pena de sí misma.

Usted admira y al mismo tiempo envidia y ataca a los que son mínimamente hermosos o aceptablemente normales. ¡Los odia patológicamente! Quisiera tener los labios normales y simétricos como las usuarias a las que les envenena el alma con sus frustraciones. Sí, respondió, viéndome a los ojos para comprobar que yo sentía y hacía lo mismo. Eso nos pone en el mismo barco y nos abre la posibilidad de que lleguemos a algo. ¿A qué se refiere? ¡Es obvio! Pongámosle cualquier nombre, pero concluyamos que tenemos esa posibilidad. Ella, incrédula, se mordió el labio. Si está pensando en que soy un pervertido, está en lo correcto, pero bien sabe que usted también lo es, y de las peores, porque, como yo, es conservadora de la boca y liberal de los genitales… cuando puede.

Hablo de la sucia posibilidad de escondernos en el primer manto de la madrugada. En la madrugada cerrada. En lo negro total del cielo. ¿Comprende? No. ¿No? El primer manto de la madrugada, lo más negro de la noche, o sea irnos a desnudar a un lugar donde ambos seamos ciegos que se guían por manos y ruidos. En ese contexto seremos hermosos, eficaces y anónimos. Su boca empezó a salivar y sus ojos se emparejaron. Acá cerca hay una pensión barata. ¿Qué dice? Subió la vista como queriendo pasarle el detector de mentiras al deseo carnal de los malos y feos. Está bien, vamos.

Apagué las luces y sellé las rendijas por donde la luz se colaba. Ella respiraba con ansiedad trabajosa. Sin decir nada empezó a desvestirse y aunque todo estaba oscuro pude ver sus enormes nalgas en forma de rombo, con una pendiente de 45 grados de diferencia entre una y otra. Se quedó quieta, esperando que depredara su cuerpo. Sorprendido y sin desvestirme, moví la mano para tocar sus pechos lacios, su estómago protuberante, su sexo ambiguo. Sus manos quisieron verme igual. Entonces supe que era el momento de salir de esa confusión que yo había levantado sin querer. Fue como un enjambre sísmico. No vengo a eso.

Tuve que buscar en mi pírrico arsenal de palabras para aclarar las cosas sin hacer más cicatrices. Mis dedos buscaron sus disímiles labios, hallaron la horrenda grieta, e inicié un arrogante desengaño. No vine a eso. De súbito, su mano revisó, como un texto en Braille, mi chajazo siniestro. No estás para pedir gusto, querido. Yo entendí que veníamos a aparearnos, la gente mala no hace el amor ni coge, se aparea. ¡A la puta, mujer! Hablaba de ocultarnos para urdir una conspiración aciaga contra el cambio, porque más placentero que coger o aparearse es ser cómplices en lo malo. Lloramos feos y desnudos, por distintas razones, hasta que el día se comió la oscuridad. Infelices, malos, asimétricos, recordando la procesión en la que nos conocimos. Ella se encargó de destapar las hendiduras del cuarto.

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