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De la Reforma de Córdova a “la universidad de los sueños”

René Martínez Pineda *

Nunca sobran las cavilaciones académicas (ni faltan los “peros” eruditos, ni las traiciones que acechan incansables) acerca de la universidad pública; sobre sus trances permanentes en busca de sí misma y de los suyos; sobre las amenazas externas e internas que pretenden depredar o pervertir su esencia pública; y, ante todo, sobre su compromiso social como imperativo ético y como forma de honrar con el pueblo, que sí paga honradamente sus impuestos, el privilegio elitista de estudiar a nivel superior en sociedades donde el analfabetismo cabalga sin freno sobre las redes sociales (más de 2,3 mil millones de usuarios -o de cuentas- y más de mil millones de analfabetas, cifras que tienen otra cara si consideramos que, en promedio, una persona tiene 3 cuentas de redes sociales) y se ufana del celular de última generación equivalente al salario mínimo de cinco meses.

Ciertamente, todos los universitarios de pura cepa tenemos un sueño acerca de lo que debería ser la universidad pública, pero lo vital y realmente urgente es pasar del sueño de universidad a “la universidad de los sueños” antes de que la infamia reaccionaria los privatice y cosifique. Al hablar de “la universidad de los sueños”, entiendo por éstos: la construcción de la postergada utopía de una sociedad justa en el marco de la refundación del compromiso social y de la democratización de lo científico, social, cultural, educativo y político en la llamada pos-modernidad, elegante, inocuo e insípido nombre para referirse al capitalismo consumista que, en los últimos cinco años, ha hipnotizado a las musas desnudas de la educación con la falacia del fin de la historia y de la ideología, y con los silbidos del flautista de Hamelín que ejecuta magistralmente, con las manos tétricamente blancas de los Mussolini mixtos, la sinfonía tramposa de las competencias en la globalización que, modernizadas en su envoltorio, refundan: las aulas monásticas en el espacio virtual; los maestros catedralicios que convierten en número la realidad; y los principios mercantiles en el espacio de un título que promete una visa para entrar en el reino de la movilidad social.

Rasgando esos sueños están las uñas y dientes de sus crisis colectivas que se disimulan o agudizan con comisiones de trabajo y reglamentos hechos a la medida administrativa del capital maquilero. Su crisis originaria –que renace, de cuando en cuando, en los períodos en que se revisa el currículo para cambiarlo todo sin que cambie nada- tenía que ver con la consolidación y continuidad de la transmisión de la ideología dominante como extensión y vínculo de lo económico (teniendo como beneficiarias únicas a la oligarquía y a las capas medias que administrarían su riqueza bajo la guía del currículo de la mano de obra) lo que quedó establecido como su pétrea función tradicional -algo así como su vice-rectoría económica- la que consistía en la producción fabril de los patrones culturales hegemónicos y de la instrucción básica y acrítica para la formación de una mano de obra calificada y sumisa, tal como la que exigía el desarrollo capitalista, y teniendo como ícono de acción la experiencia acumulada desde la Baja Edad Media.

Esa función tradicional terminó chocando -cuando la producción intensiva de mercancías tuvo como reflejo la producción masiva de pobres, haciendo más insondable el abismo entre opulencia e indigencia- con las funciones sociales de la universidad pública atribuidas, como contrapeso de la pobreza, a lo largo del Siglo XX a raíz de la Reforma de Córdova (1918) que planteó la necesidad de: una cultura vasta y de alto nivel; el pensamiento crítico como motor del cambio de paradigmas; el pensamiento político como aparejo de la ciencia para ser parte de las políticas públicas; la democratización de la gestión universitaria como comuna alterna de la cultura política; y de una formación científica rigurosa que, al hacer suya la relación teoría-práctica en la calle, asumiera un compromiso social con los sectores pobres como condición del desarrollo académico, lo cual repercutió en las luchas político-militares de la segunda mitad del siglo XX al convertirse, como en el caso salvadoreño, en la retaguardia estratégica de la revolución en el área urbana.  Esas luchas en las que la universidad pública tuvo derechos de autor y de actor la hicieron caer en desgracia con el capital e hicieron que el Estado (de la mano con los empresarios, si es que afirmar eso no es una tautología) buscar fuera de la universidad lugares a la medida para darle continuidad a la función tradicional que aquella abandonó o pretendió abandonar, con relativo éxito, en algunas décadas, sobre todo en América Latina. Así, la universidad pública al navegar en el mar de las luchas emancipadoras de la mano de la excelencia académica contestataria y estar sitiada por un ejército de institutos tecnológicos y universidades privadas fundadas a la imagen y semejanza del capital, justificó la rebaja en el monto de sus presupuestos y eso impactó negativamente, por ejemplo, en la producción de la investigación y la formación profesional, con lo cual se generó una crisis interna mediada por el enfrentamiento frontal de la hegemonía con la contra-hegemonía, enfrentamiento que fuera de los campus de las universidades públicas se concretó como un enfrentamiento de la cultura con la contra-cultura.

La crisis del abandono estatal de la universidad pública se ha traducido en una crisis de sueños y de autonomía (vulneración de la autonomía mediante las acreditaciones y los relojes marcadores, para que no quede ninguna duda de que el aprendizaje es una mercancía como cualquier pantalón o par de zapatos), pues la necesidad de acceder a fondos (sobre todo los que provienen de entes privados) que resuelvan sus crisis financieras la ha hecho servil, en el peor de los casos, o más vulnerable a las necesidades de mano de obra del capital que, bajo una forma etérea, resucita la producción en serie que requiere de títulos especializados (maestrías, doctorados, posdoctorados), ultra-puntuales (doctor en historia de la segunda mitad del mes de enero de 1932) y enajenantes (ratificación de la falacia ideológica de la existencia de una “clase media”), con lo que la forma triunfa sobre el contenido y lo administrativo sodomiza a lo académico (la jornalización de los contenidos y evaluaciones como dominatrix de la realidad y como borrador implacable de las diferencias de aprendizaje en los estudiantes) con lo que Boaventura de Sousa llama “certificación de las competencias” para formar, agrego yo, “profesionales socialmente incompetentes e inermes”.

*René Martínez Pineda

Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES

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