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La novela inconclusa (1)

René Martínez Pineda *

San Salvador de madrugada: año alegórico de unos acuerdos que, veinticinco años después, nadie recuerda. Después de casi un año de relajación forzosa por falta de inspiración probatoria, o por falta de una musa criteriada por algún juez de primera instancia de lo lascivo que le ponga carne y huesos y sangre y hasta alma a las palabras escritas, digámoslo claro, había vuelto a leer -con ánimos de ampliar, retocar, perfumar y acabar- la novela corta que dejó a medias, en el propio nudo ciego de una trama criminal en la que el desnudo unánime y oficioso es el ropaje idóneo del modus operandis de la realidad social que, por instinto de clase, evade cualquier análisis sociológico de coyuntura. La abandonó, forzado y contrariado, por esas cosas perentorias de su trabajo en el gobierno; por esos contratiempos nimios o falsos con que se nubla lo dándose de la vida para mutilar la conciencia o torcer los renglones en los que la definimos, sin poseerla ni saber dónde putas vive. Volvió a abrirla, con cierto temor asmático que no pudo ocultar, cuando estaba en el ritual secreto de inspiración que tiene que ver con incienso de sándalo, café con vainilla, música del recuerdo y cigarros sin filtro, y de nuevo se interesó, palabra a palabra, por la sinuosa y líquida trama del relato, y por el contumerioso e inexorable diseño arquitectónico de los personajes, pocos, ellos, pero hartos de memoria y de olvidos, todos.

Ese día de un febrero sin tempestades premonitorias de la justicia social aquí en la tierra, después de mandarle un e-mail a su abogado, el Dr. De la Sierra, para ver lo de una herencia intestada que era picoteada por los fétidos zopes de la postmodernidad: “Buen día, estimado Dr. Después de revisar, con la Constitución en la mano izquierda, el triste dictamen de la aún más triste Sala de…”; y discutir, con su secretaria, un problema burocrático de ralo pelaje, retomó el escrito en la tenue serenidad de la sala, ese breve e íntimo espacio que tenía los ojos puestos en la calle de los lamentos, quinta cuadra, esquina izquierda, al sur-este.

Apoltronado en su sillón favorito –el único que tiene, por cierto, por lo que tiene que ser el favorito, ¡a huevos! decía, su abuelo materno, cuando hablaba de esas cosas que son irremediables hasta para Dios!- y dándole la espalda al televisor para no caer en la insana tentación de las angustiosas intromisiones amarillistas que, a diario, hablan de lavado de dinero sin lavanderos ni ropa tendida, dejó que su mano izquierda deambulara -con la necedad indecible de los cartógrafos del siglo XV- por la dócil textura café oscuro, y se puso a leer la última idea que había redactado: ¡un asesinato en el vagón presidencial…! En su mente rebotaban, con retórica y maniática autonomía, las caras, las sombras, los nombres, las mañas, la ropa y los olores, sensuales o acres, de los protagonistas; la pasión literaria le ganó la partida de inmediato, porque póker de cuatros mata a full de ases. Y empezó a disfrutar del placer masoquista de irse difuminando, metáfora a letra, en la realidad que lo envolvía sin ceremonia para incitarlo a variar la trama y el retrato de la protagonista, para hacerla cotidiana, para incluir otros personajes (digamos el viejo cuervo del oficialismo de derecha que quiere cambiar la historia edificada por otros falseando su verdad) y sentir en su cabeza las manos de la tela café oscuro llevándolo al límite superior del bienestar con final feliz; sentir que el suicidio paulatino de la nicotina sigue allí, a la mano; saber que más allá de la puerta baila la brisa desértica de la noche bajo los curvos postes del tendido eléctrico privatizado que las palomas toman como dormitorio público.

Página a página, contrapunto a contrapunto, empapado por el dramático y húmedo dilema criminológico de la heroína del relato ferroviario, fascinándose con su imagen descalza que se fundía con su antítesis y adquiría textura y sabor y color, se percató –como si no fuera él quien lo ha escrito- del fatal y sensual embrollo en el vagón presidencial que duerme, a sus anchas y largas, en el memorioso Museo del Ferrocarril. Primero llegó ella: desnuda, pensativa, ansiosa, calcinante, vengativa por dentro y por fuera, y ordenó su mojito cubano con higuera del diablo; después llegó el pasajero fantasma: desnudo, feo, risible, azul, impotente, agrietado, con la espalda lacerada sin piedad por el reposo excesivo sobre tablas fúnebres. Como poseída por un embrujo demoníaco, crujía y se doblaba la lengua como si fuese seducida por algún veneno exótico, tan mortal como dulce; él la lamía y se relamía la boca, salivaba abundantemente, ponía en blanco los ojos, apresuraba las caricias agudas y bramidos de animal en celo, y se retorcía de placer porque no había pactado esa reunión furtiva para someterse a las hipócritas ceremonias de la cultura que no sabe qué es la pasión secreta, esa cultura protegida –y que en su cargo presidencial lo protegió a él- por un sistema solar de lunas secas y atajos presupuestarios arbitrarios con los cuales compró adhesiones políticas para dolarizar al país sin decir “golpe avisa, saca sangre y no hay justicia”.

El veneno mortal se entibiaba rápido en su lengua, y en su entrepierna ladraba una rebeldía espumosa que tenía años de no sentir -leyó, quien quería corregir lo escrito- y le pareció que algo o mucho faltaba en esa descripción. Una trama trepidante y misteriosa cubría las páginas escritas meses antes, las cubría como un río de serpientes que era necesario convertir en luciérnagas para armar la coartada de la defensa propia ante los crímenes de lesa humanidad que, en su país, no tienen victimarios ni juzgados, y aunque sabía que todo estaba decidido de antemano, porque la muerte no puede ser evadida por nadie, también sabía que era menester mejorar las descripciones hasta el detallismo e introducir, como variables explicativas, los tumultuosos casos del momento: la investigación del crimen sin investigadores ni recursos bancarios; las pensiones de la jubilación como gorda piñata que le da garrotes sólo a los ricos; la violencia social como exquisita y deliberada estrategia contra-insurgente de largo alcance para hacer de ella una toxina endémica cuyo leve antídoto lo tienen las agencias privadas de seguridad, pues de lo que se trata es de mejorar levemente los síntomas, no curar definitivamente la enfermedad porque se acabaría el negocio redondo.

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