La Lora

Santiago Vásquez,
cuentista ahuachapaneco

María lloraba de tristeza como nunca lo había hecho en toda su vida, la partida de su madre la dejó destrozada, todo aquel torbellino de melancolía y soledad llegó a su alma como un terrible huracán que abatió en violentas marejadas su ser inocente.
Su padre, desaparecido, sus hermanos caídos en combate en la guerra.
El granizo comenzó a caer en aquella pequeña aldea como tetuntes lanzados desde el infinito, el viento parecía cobija vieja abrigando la desesperación de aquellos sencillos pobladores que no tenían más en sus tristezas que contemplar el horizonte lleno de soledad y esperar la noche sin esperanza.
Algo que caracterizaba a esta cipota, manchada por la ternura de sus raíces indígenas, era que siempre pensaba en los demás, ayudaba a sus vecinos en lo que podía y se solidarizaba con los más pobres, aunque todos eran pobres en ese lejano lugar del país.
Pasó algún tiempo en que nunca se fue con hombre alguno, siempre se dijo así misma que nunca tendría hijos, su única compañía era una lora que mantenía en una larga estaca día y noche y con quien compartía breves diálogos espantando su nostalgia causada por la rutina del tiempo.
Pero la historia cambió para esta simpática campesina cuando se le presentó la oportunidad de conocer a quien sería el hombre de su vida, un individuo que por situaciones del destino había perdido el ojo izquierdo, una mano y la oreja derecha; aún así, aquel hombre estuvo siempre a su lado desde que ella cambio de idea para enfrentar su soledad.
La compañía de aquel lugareño la había hecho muy feliz, la sonrisa se dibujó de nuevo en su rostro después de estar sometida a la tortura de amargos recuerdos y terrible sufrimiento.
Los diálogos por la paz se estaban acercando cada vez más, el conflicto estaba por terminar, eran los últimos días de la existencia de aquellos cuerpos represivos que tanto daño le habían causado a la población humilde.
Un buen día, una pareja de la Guardia Nacional pasó frente a su casa, en ese momento en que estos señores que celaban el orden y trabajaban por el progreso, según comentaban muchos, una voz se escuchó desde el interior de la vivienda:
¡Culerooooos!
¡Culerooooos!
Como en un alto obedecido a un superior, en un exagerado exabrupto, se quedaron parados para observar de donde venían tales vituperios, toma a su compañero del brazo y le dice con un tono de mucha rabia.
Oíste, ese hijueputa que nos dijo así, ya sentenció su propia muerte.
Caminando a paso lento, se dirigieron a la puerta de aquella humilde vivienda, donde María salió a recibirles muy amablemente y con un gesto de mucha ingenuidad a pesar del miedo que infundían.
-Buenos días señores.
-Que buenos días ni que babosadas.
¿Quién nos ha ultrajado de esa manera tan cobarde?
Las ramas de unos inmensos corozos se doblaban como péndulos de un extraño campanario.
Una gallina vuela sin rumbo extraviada por los montes.
La María quedó confundida ante la interrogante de los uniformados y no atinó más que a decirles con un gesto de mucha aflicción:
-fue la lora señores, la lora fue la que habló.
Ah, con que la lorita habló.
¡Vamos lorita puta!
Dinos nuevamente como dijiste.
¡Vamos!
Aquella lora guardaba un profundo silencio como retando a la pareja.
¿Vives sola mujer, porque esa voz que escuchamos era de hombre, o nos equivocamos?
-No, vivo con mi marido, allí está adentro.
¿Y porque no da la cara? ah, habla pues.
¡Rodeznoooooo, aquí te llaman!
Aquel pobre campesino salió a la puerta.
Los guardias al verlo, sintieron un gran odio porque eso sí, siempre odiaron al pobre.
-Con que fue la lora, ah,
-Fuiste vos miserable desgraciado, no tienes respeto.
Rodezno, temblaba como una hamaca, en un instante sintió que el mundo se le venía encima.
-No, por piedad, no soy yo el que habló, fue ese animal que está encaramado en esa caraja estaca.
Uno de los Guardias se dirige nuevamente a la pequeña ave y en un tono de burla exclama:
-Lorita, Lorita
¿Cómo nos dijiste?
¿Lo puedes repetir lorita?
El animal continuaba con su profundo ritual de su misterioso silencio.
Aquel hombre, vestido con toda la autoridad que se le había conferido por los señores adinerados de este país y con toda la furia guardada en sus entrañas, tomó en sus manos el arma de equipo, un G-3 que recién le habían encomendado y sin mediar palabra, se paró frente al marido de la María, dejándole ir una sola descarga.
La montaña enmudeció y aquella mujer quedó como una estatua hecha de cobardía y terror.
-¡Sépanlo, de nosotros nadie se burla, pero ni mi abuela!
¡Somos la Ley en este país!
¡Vámonos!
Repitió uno de ellos, y los dos, como sombras extraviadas en la galaxia de una inmensa locura, comenzaron a marchar a paso lento como siempre lo hacían, con elegancia y porte militar como les habían enseñado sus superiores.
Apenas habían pensado en retirarse de aquel lugar, cuando oyeron nuevamente aquellas expresiones que les causaban una gran rabia.
¡Culerosssss!
¡Culerooooos!
Frente a ellos, aquella lora estaba decidida a enfrentar las últimas consecuencias y desafiar al orden establecido
Los dos agentes se miraron uno al otro, rieron a sendas carcajadas que se extendieron como una burla macabra por todo aquel ambiente.
El eco de aquellas palabras rebotaba en sus tímpanos como notas de una vieja marimba desafinada.
¡Culeroooos, leros, eros ros, os, s!
¡Culerooooo, leros, eros, ros, os, s!
Jaaaaaaaaaaaaaa ,jaaaaaaaaaaa jaaaaaaaaaaa.
Reían aquellos hombres, mientras la María levantaba a su muerto.
¡Lora puta!
Jaaaaaaaaaaaaaa, jaaaaaaaaaaaa, jaaaaaaaaaaaaa
El granizo había dejado de caer.
Rodezno ya no podía ver ni tan siquiera con un solo ojo a su mujer, ni acariciarle el cabello con su única mano que tenía.
María exclamaba aturdida frente al espejo de su infortunio.
¡Qué desgracia la mía!
¡Qué desgracia la de nosotros, los pobres!
El frío helaba los huesos de la eternidad y los ojos de la incertidumbre se ensartaban en la piel del destino como una maldición a la que nadie podía escapar mientras existiera el odio y la maldad en aquella humilde región.
La lora estiraba la pata, para digerir un bodoque de masa que saboreaba y aleteaba como queriendo alzar un vuelo y jamás volver a su vieja estaca que le había deparado el destino.

 

 

 

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