LA CAÑA Y EL COCO

Álvaro Darío Lara

Desde tiempos inmemoriales los grandes monumentos arquitectónicos se han construido con la finalidad de perpetuar la memoria simbólica del poder.

Se ha pretendido que, mediante estas gigantescas obras, la historia presente y futura, obvie las vilezas y crímenes del poder y se maraville frente a un artístico y portentoso legado patrimonial, que ennoblezca a sus inspiradores.

Y es que la naturaleza del poder es surrealista, puesto que, sólo creer, que durará por toda una eternidad es ya un presupuesto descabellado. Sin embargo, monarquías, imperios, regímenes, dictaduras, gobiernos han creído siempre, cuando se encuentran en la cúspide, que su voluntad se extenderá por siempre.

Probablemente el tratado moderno más completo que examina la esencia del poder y la manera de cómo conservarlo, sigue siendo el clásico volumen titulado “El Príncipe”, cuyo autor Nicolás Maquiavelo (1469-1527), muy incomprendido, por cierto, ofrece una excelente radiografía no sólo de su tiempo y del tiempo antiguo, sino de todos los tiempos.

Leyendo en un apartado del libro encontramos este extraordinario y revelador fragmento: “Y ha de tenerse presente que un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo, no puede observar todas las cosas gracias a las cuales los hombres son considerados buenos, porque a menudo, para conservarse en el poder, se ve arrastrado a obrar contra la fe, la caridad, la humanidad y la religión. Es preciso, pues, que tenga una inteligencia capaz de adaptarse a todas las circunstancias, y que, como he dicho antes, no se aparte del bien mientras pueda, pero que, en caso de necesidad, no titubee en entrar en el mal”.

Sin embargo, los seres humanos y todo cuanto hacemos es efímero. Transcurridos algunos lustros, décadas o centurias, la dinámica de la realidad histórica se impone, y son otros los nuevos escenarios, y los nuevos protagonistas, que también pasarán inevitablemente. Pese a esto, muchos necios actúan como si fueran inmortales, creyendo boba y malignamente que la historia comienza a partir de sus pisadas, y todavía peor, que ésta puede ser disuelta por decreto.

Ya lo decía Jorge Manrique (1440-1479) hace siglos en sus famosas “Coplas por la muerte de su padre”: “XVI ¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los infantes de Aragón/ ¿qué se hicieron? / ¿Qué fue de tanto galán, /qué fue de tanta invención/como trujeron? /Las justas y los torneos, /paramentos, bordaduras, /y cimeras, / ¿fueron sino devaneos? / ¿Qué fueron sino verduras/de las eras? /Juan II de Castilla/ XVII ¿Qué se hicieron las damas, /sus tocados, sus vestidos, /sus olores? / ¿Qué se hicieron las llamas/de los fuegos encendidos/de amadores? / ¿Qué se hizo aquel trovar, /las músicas acordadas/que tañían? / ¿Qué se hizo aquel danzar, /aquellas ropas chapadas/que traían?”.

Entre nosotros, el genial fabulista León Sigüenza (1895-1942) nos dejó esta perla de sabiduría humana que da título a la columna de hoy: “ Sobre sus cualidades/ a diario hablaba/al Coco sazonado/la grácil Caña./ Llena de orgullo/pondera la excelencia/ del dulce jugo./ Pero llegó el momento/ que la cortaron/ y salió del trapiche/ soso bagazo./ Triste fortuna; ¡la tiraron a un lado/como basura!/ El Coco estaba viéndola/ y ella le dijo:/ -¡Ya verá usted qué azúcar,/querido amigo!/ -Yo no lo dudo,/ (el Coco le responde)/ tenías jugo -;/ -pero tus cualidades/ qué son, ahora,/ que eres un vil desecho/ peor que mi estopa./ Avergonzada,/ no pudo replicarle/ la exangüe Caña./ Fama, Honor, Hermosura,/ Poder, Riquezas,/ son jugos de la vida/ que no es eterna./ ¡Nada perdura/ de todo nuestro orgullo/bajo la tumba!”. (La caña y el coco).

La conciencia de nuestra breve estadía en esta “Casa de las Criaturas” (como llamaban al plano terrenal los antiguos mesoamericanos), nos puede orientar al ejercicio de la bondad personal y social, como auténticas experiencias de realización humana, y alejarnos de la perniciosa práctica de la grosería y del despotismo, cuyas consecuencias kármicas nunca están muy lejos.

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