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La burguesía salvadoreña: una clase sin clase

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René Martínez Pineda
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Sí –compañeras, compañeros- quien dice “hace muchas décadas” dice que no se acuerda o que no sabe cuántos años han pasado, pero que han pasado bastantes. Si lo piensan bien se darán cuenta de que eso es la memoria histórica sin historia: un tiempo donde el almanaque de Bristol no tiene valor, porque no lleva ningún pie de foto; un espacio lleno de recuerdos sin fecha y de coordenadas sin dirección, porque no sabemos dónde estamos parados; un tiempo-espacio atiborrado de sombras y gestos clandestinos que carecen de materia, porque no poseen conciencia social. Asimismo es un hallazgo tan vital como tenebroso el del conformismo social y la ignorancia colectiva que provoca que los pobres hagan una adhesión instintiva, incluso activa, a lo visto como habitual, normal y por tanto bueno… y en la mente del súbdito es bueno que el patrón lo explote y maltrate, por eso sucumbe a las campañas de terror como la impulsada por ARENA (en 2014), las que no son una novedad: en febrero de 1977 el Frente Democrático Nacionalista, en el marco de las elecciones presidenciales del 20 de ese mes, publicó en El Diario de Hoy: “¿Desean los salvadoreños padecer la escasez, la miseria, el control de los Bancos, negocios, comercio, prensa, radio, televisión, y con la fuga de capitales llegar al estado del Chile de Allende?” La cotidianidad, en términos sociológicos, se vive de acuerdo a preceptos tácitos y simbólicos unidos a un sentido común de origen vago, fragmentado y auto-contradictorio, pero dotado de una gran eficacia cultural que hace que, incluso, las estupideces escatológicas y mentiras perversas –como las dichas por los candidatos nacionalistas que hacen ver a la burguesía como un mendigo o como la pariente pobre de las elecciones- sean tomadas en serio. De esa forma el sentido común del súbdito se convierte en cultura política.

Sí… muy atrás han quedado los tiempos aquellos en que los ricos –al menos así los veían muchos- se diferenciaban de los pobres no sólo por la obscena cantidad de dinero y haciendas que tenían, sino también por la impostada elegancia de su hegemonía cultural-ideológica, la que (al tener a la corrupción galopante como el gendarme de la gobernabilidad y al fraude como el teacher de buenos modales) se cimentó en la represión masiva, pero ésta era ejecutada por el ejército, los cuerpos de seguridad, los patrulleros y los anónimos escuadrones de la muerte y, por ello, la corrupción era una “leyenda urbana” que los mismos pobres desvirtuaban al afirmar que “los ricos no necesitan ser corruptos ni robar porque tienen dinero” y el dicho popular “quien te quiere te golpea” era una verdad teológica. Así la represión y la hegemonía cultural como aspectos divinos eran tan fuertes que los ricos podían ser elegantes filántropos al mismo tiempo que represores y corruptos, porque su hegemonía les permitía ser una clase con clase. Ese es Don Fulano de Tal, se le nota en las mejillas rosaditas, la piel blanca y los modales; su abuelo vino de Persia con una colcha en el lomo y se hizo millonario porque trabajó de sol a sol -nos decían, las abuelas, y nosotros les creíamos el cuento taiwanés porque ignorábamos la expropiación de tierras realizada en la segunda mitad del siglo XIX.

Cobijados por la nostalgia colonial que hablaba de reyes y princesas, los ricos fueron envestidos por los pobres con el título de “los de sangre azul” y eso impactó en el imaginario popular durante largo tiempo y perdura en la mentalidad de aquellos muchos que a su carro mohoso le ponen una bandera de ARENA y les creen que entre ellos hay corruptos y honestos, y que los unos no tienen nada que ver con los otros. Pero esa hegemonía se ha perdido y el único recurso que les queda –o que creen que les queda- es la calumnia prefabricada, la mentira reiterada, la búsqueda de la lástima y el uso de la represión masiva (esta vez en el campo mediático) y con ello los burgueses (salvo raras, fascinantes y loables excepciones por todos conocidas) pierden la vergüenza y la elegancia que antes los enorgullecía. Hoy la sangre azul de muchos oligarcas se debe a la viagra.

Lentamente fue la dictadura (1932-1979) y los operativos militares de “tierra arrasada” ejecutados en los años 80 (que dejaron hondas cicatrices como las del Sumpul y el Mozote) las que sellaron la unidad de la izquierda y buena parte de su legitimidad histórica. A partir de la vigencia de los acuerdos de paz montados en una heroica lucha armada, la izquierda no sólo recuperó su legalidad sino un lugar destacado en la política. La legitimación de una democracia ajena fue notoria a través del reconocimiento de sus líderes y remontó lo ideológico-político, pero también sirvió para que muchos crímenes de lesa humanidad (como el de Monseñor Romero y los Jesuitas) quedaran en la impunidad y fuesen alabados en el himno nacionalista y los saquitos de pisto, amparados en una legislación cínica. En qué mente obscena cabe, pongamos por caso, legislar que hay delitos que prescriben, como el de la florida corrupción.

Ciertamente la dictadura militar y la pobreza consolidaron la identidad sociocultural de izquierda a través de un “pacto de sangre” que selló lealtades, pues en los años 70 y 80 la única forma de sobrevivir a la represión era –como dijo Roque en un poema- hacer realidad “el turno del ofendido” organizándose en los grupos guerrilleros. En paralelo los cambios políticos montados en la última estela de la dictadura militar (Constitución de 1983) y luego profundizados por el neoliberalismo (privatizaciones) fueron homogenizando la variedad de formas de lucha política que quedaron focalizadas en las elecciones y la propaganda.

Por eso fue bajo el autoritarismo cuando la izquierda, como cultura de oposición y resistencia, se fue haciendo hegemónica en las principales manifestaciones culturales y de la vida cotidiana, en lo que jugó un papel notable el movimiento estudiantil universitario de los 80s. Así, los metros de hegemonía ganados por la izquierda, eran los kilómetros perdidos por la derecha. Pese a la cruenta represión (con sus asesinados, desaparecidos y exiliados que, por ignorancia o mezquindad ocultan los políticos de derecha) y la emigración masiva por motivos políticos, la cultura de izquierda se conservó replegándose en el entorno familiar, donde perduró con fuerza y se recreó con base en solidaridades fuertes.

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