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La batalla final

René Martínez Pineda *

Me lo repito a mí mismo: no existe una sociología de lo correcto o incorrecto que me diga cómo guiar mi barco en el lago de azufre del imaginario colectivo; no existe una sociología del purgatorio que sea insurrecta en sus juicios de lo que es incorrecto o correcto cuando trato de transformar el mundo mientras fumo con mis muertos y desaparecidos en la neblina de la impenetrable cárcel clandestina. No existe una sociología moderna, por crítica que se autodefina, que se deje mandar por el sociólogo en la definición de lo incorrecto o correcto cuando trato de apropiarme la utopía que me marcó para siempre y que hoy parece que fue algo erróneo o ingenuo o inútil o precario en la levedad de la conciencia mercantilizada.

Pero… si he de sucumbir en las gélidas manos de lo incorrecto de la utopía, que sea una tortura sin cuartel y a granel; que sea sangriento y sin monumento; que sea un castigo ejemplar: el café sin vainilla; el calcetín izquierdo todo roto y remendado; los zapatos con las suelas maniáticamente sonrientes; el pantalón azul estrujado, dolido y con los bolsillos baldíos; la camisa roja sin botones blancos, pero con mil ojales al azar; la boca sin besos ardientes y solícitos y lactantes en la herrumbrosa vecindad de la toma del poder; la cuenta de ahorros con el saldo riendo con un solo dígito menor o igual a uno; el arroz duro y los frijoles helados como muertos olvidados por la ignominia de los lujos a la vuelta del curul…

Pero… si he de ahogarme en el pestilente vaho de lo incorrecto de la utopía y su lucha, que sea una flagelación continua, sádica, religiosa, aguda; que en la noche buena cruja la rama mala del dengue; que en la lengua se me pegue como garrapata el hambre ajena; que en las narices se me atore el aroma matinal del sexo del indigente de la revolución pasada que busca los lugares magramente incorrectos; que en los ojos se me cuelguen las boletas de empeño ladrando la pérdida anunciada desde que tuve el primer roce con la utopía; las palabras hidrofóbicas huyendo de cualquier golpe de Estado que use como arma genocida el beso de Judas y el ultramodernismo que nos empuja a la brutalidad de la vacilación; las metáforas, símiles, hipérboles y sinécdoques epistemológicas como brasas en la frente para sancochar mi exigua inteligencia sociológica y poética; que en la lengua se me pegue como garrapata el sabor a coco de mi esposa y que tenga insomnio, tanto en el día como en la noche, para que se haga su sensual voluntad en la tierra como en la cama, en la que sólo puedo recurrir al rítmico placer que vuelve líquida la porcelana para recrearla en mi lengua que desea deambular por sus nalgas insurreccionales como el sol que acaricia a la flor que, irreverente, nace en el muro del Norte.

No dejaré por eso de dejar de desear que lo incorrecto sea correcto en la utopía y su lucha, al menos en la necedad del imaginario popular insobornable y corajudo que es quien es cuando me quito las máscaras de la cultura y me pongo a escribir agonías y deseos y singularidades sociológicas que lamen la piel de los utopistas como gatita huérfana, y entonces sabemos, sólo entonces sabemos de su brama cuando están cerca aunque no podamos dibujar la cartografía perfecta del cuerpo de la esposa o de la utopía, eso depende de la nostalgia con memoria.

Sé la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, pero el diccionario de mis deseos carnales me engaña con sus gerundios fornicarios como gramática válida de la liberación nacional. Eso lo sé, pero prefiero que me engañe el diccionario: Hace falta la fría lluvia de noviembre y sus huracanes para que mi cuerpo que tirita por la ausencia de su carne comprenda a la leña que arde en el polletón de lo cotidiano; no hace falta el plato vacío en el comedor del pordiosero; hace falta el adictivo aroma del pan recién horneado que se parece tanto al aroma en brama del cuerpo que nos hizo conocer otra vida, hace ya tantos años, y que roza su mano de sándalo incendiado por la cartografía del otoño que se apaga cuando ser negativo es ser realista por imposición de lo incorrecto.

Pero la utopía que sobrevive entre lo correcto o incorrecto es como el mar que va y viene de mis manos; es cercana y lejana como un ojo del otro y de este debate entre lo correcto e incorrecto la conclusión inexorable será la nostalgia propia y ajena de quienes no tienen más doctrina que el texto de los ojos de sus hijos. Ser un demonio de lo correcto o un ángel de lo incorrecto me sigue signando hasta el punto de que sueño que la sociedad cambia de buena gana y sin sentimiento de culpa.

Yo siempre he sido un escribiente intimista y, por tanto, muy dado a escarbar ahí en la memoria afectiva en la que los poemas no pagan la hipoteca ni la cuota de un carro del año; siempre he sabido que relatar utopías no lleva a ningún lado; que los recuerdos del alcohol son humo sin incendio; que pastar lejos de la manada invita al hambre del lobo sarnoso; que el tiempo es un magistrado sobornable cuando carecemos de reloj; que la revolución no empieza por comprar la ropa en el centro comercial de lujo; que un cuarto de mesón queda lejos del Olimpo; que es mejor un buen currículum que una biografía; que las mujeres malas van al cielo si tienen un santo que las recomiende porque las mira buenas; que la vida es un negocio que exige capital semilla; que la paz es sólo un departamento del país y la justicia un cuervo; que la juventud es efímera y es mejor venderse a tiempo; que estoy en lo incorrecto o loco.

Entre lo correcto y lo incorrecto de la utopía: una batalla a muerte que dura toda la vida porque la razón política nunca ríe de felicidad tras un orgasmo colectivo; no predice el hambre en un verso de Roque ni se pasea sin calzón por una calle transitada y con ventanas con ojos bien abiertos. Todo eso lo sé y, sin embargo, sigo reviviendo la utopía en lo incorrecto de la ingenuidad que ninguna sociología perdona.

*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales UES

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