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Hace 99 años, murió DARÍO

Francisco Javier Bautista

Rubén Darío murió en León el domingo 6 de febrero de 1916. Sus funerales, help cure calificados de “apoteósicos”, case try se efectuaron después de siete días de velación y homenajes diversos.

María A. de Bermúdez, esposa del ingeniero Alejandro Bermúdez, quien acompañó a Darío en su salida de España, lo llevó a Nueva York (nov. 1914) y encaminó para regresar a Nicaragua, representó al marido en el funeral y le escribió sus impresiones. El Diario del Salvador publicó parcialmente (29/2/1916), con autorización del destinatario quien se encontraba en aquel país. El Salvador fue el primer destino del joven poeta al salir de Nicaragua (1882); allí contrajo matrimonio con Rafaela Contreras (1890) y nació su primer hijo (1891).

Comparto algunos párrafos de la carta: “… Por fin murió Darío! El 6, a las 10 y 30 de la noche, exhaló su último aliento. Desde ese día hasta el 13 que se enterró, ha sido una gran peregrinación de todo Nicaragua a León. Nunca se pensó que aquí se hubiera ovacionado de tan espléndidos modos a Rubén. Se calcula que llegaron a León, de las otras poblaciones de la República, más de 5,000 personas; aquello era un oleaje de gente delirante por ver y apreciar de cerca todo lo relativo a las exequias.

Yo estuve los dos últimos días en la metrópoli y vi lo mejor y más solemne de los funerales; quise representarte a ti en aquellos momentos inolvidables, sabiendo cómo quisiste tú al gran poeta y cómo se ligaron los destinos de ambos, últimamente desde que te lo trajiste de Europa, como presintiendo que debería morir en su Patria, glorificado por su pueblo.

…Me fui,… el 12, por el tren de la mañana. Los carros iban atestados de gente y en Managua hubo que agregar dos vagones de 1ª. para que pudiera caber la gran multitud que esperaba en la estación.

La llegada a León fue imponente. La plazuela del parque estaba intransitable: difícilmente podían salir del tren los pasajeros.… Vi, al bajar del carro a tus amigos Hildebrando Castellón, Juan Ramón Avilés, Salvador Mendieta y otros tantos intelectuales, quienes me preguntaron por ti y te dedicaron cariñosos recuerdos. En cuanto llegamos  a la casa nos vestimos de negro y nos fuimos a la Catedral. Allí fue donde vimos por primera vez el cadáver de Darío. Estaba envuelto en su ropaje blanco, de seda, al estilo griego o romano, con la cara descubierta y la cabeza coronada de laurel. Me impresioné mucho al mirarlo; estaba cambiado mucho; parecía un santo de marfil puesto en veneración ante los fieles. Millares de personas entraban y salían a contemplar el féretro y las ofrendas enviadas de todas partes de Nicaragua y de las demás repúblicas de Centro América.

El cadáver estaba colocado en una tarima alta, especie de columna blanca, entre otras cuatro columnas de mármol que sostenían los Pabellones de Guatemala, El Salvador, Honduras y Costa Rica, todas ellas con magníficas coronas. Rubén descansaba sobre la columna truncada que representaba a Nicaragua y el Pabellón nuestro caía sobre sus pies.

Al poco rato llegó el clero, encabezado por el señor Obispo Pereira y Castellón, quien ha celebrado en honor de Darío, exequias nunca vistas en nuestra Iglesia. Le seguían los Canónigos, que vestían de luto, llevando desde la cabeza caudas negras que arrastraban más de cinco metros. El Obispo llevaba cauda roja e iba con la cabeza descubierta. Después seguían treinta sacerdotes más y todo el Seminario. Aquello era verdaderamente conmovedor y solemne.

Principiaron los funerales con responsos y cantos, frente al cadáver. Ochenta músicos tocaban marchas fúnebres; y al concluir los actos religiosos sacaron el féretro en hombros del doctor Debaile y los estudiantes de la Universidad que eran los más dolientes, pues en la Universidad fue donde se velaron más tiempo los restos y donde se dieron las magníficas veladas todas las noches.

En el atrio de Catedral se paró el cortejo; allí estaba la tribuna, donde dijo su discurso el señor Obispo Pereira,… Ese discurso fue magnífico y brillante, en el concepto de todos.

Cuando terminó el Obispo ya la luna y las estrellas iluminaban el cuerpo de Rubén.

Siguió después el gran desfile; iban carrozas doradas, con niñitas que llevaban palmas y coronas, y portaban también los Pabellones de Centro América.

Después seguían los Ministros, los representantes de otras naciones, las Cortes de Justicia, los representantes del Senado y de la Cámara de Diputados; comisiones de todos los departamentos y municipalidades de la República; las Universidades, los colegios y escuelas; sociedades de artesanos, representantes de la prensa y de la colonia española; todo el clero, los gremios de abogados, médicos y artistas; señoras, señoritas y millares de personas más, con hondo recogimiento.

Jamás se ha visto entre nosotros una concurrencia igual.

Al llegar al parque de la Universidad, pronunció su discurso el padre Azarías Pallais, que fue el que más gustó en la velada de esa noche.  El de Santiago Argüello fue dicho poco antes del entierro en el atrio de Catedral. Ese día parecía de fiesta, pues todo tenía aspecto alegre, a pesar de que toda la gente llevaba luto. Te envío los programas de ese día y los periódicos que hablan de los regios funerales.

Uno de los estudiantes de la Universidad me dio para ti dos hojas de laurel, desprendidas de la corona que llevaba en la cabeza el gran poeta. Allí van entre los programas, para que las conserves como reliquias de aquel que fue tu amigo y a quien tanto admiraste y quisiste como hermano.”

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