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Felices los que lloran, porque ellos serán consolados

El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida.

El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor.

El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca puede faltar la cruz.

La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo: Lloren con los que lloran.

Saber llorar con los demás,

esto es santidad.

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