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Estragos de meteoros letales y un triste aniversario

Carlos Girón S.

Arlington, Dallas, Texas. Como en años pasados, ha llegado en estos días un nuevo y monstruoso huracán, el Florence, que está obligando a miles de familias que residen en los estados de Carolina del Norte y Carolina del Sur, en las costas del Este, aquí en Estados Unidos, a emigrar a lugares seguros. El monstruo ha alcanzado grado 5 y vientos de 225 kilómetros por hora. Para alivio, la población se ve azotada también por fuertes tormentas que descargan hasta 20 pulgadas de lluvia. Encima de ello, cuando toque tierra el huracán, los meteorólogos prevén que se producirán altas marejadas que causarán fuertes inundaciones que amenazan con arrasar cientos de viviendas. Y, por si no fuera suficiente, el gobernador ha prevenido a la población que se prepare para una suspensión de la energía eléctrica por largo rato. De ajuste se anuncia la gestación de otro huracán, el “Joyce”, que está al acecho mientras el otro hace sus estragos.

Con el Florence, la televisión muestra a muchas familias que, si bien pueden estar anuentes a evacuar sus hogares por los peligros de este huracán, tratan de afianzarlos y protegerlos lo mejor que pueden con tablas y láminas, aunque en el fondo tal vez estén conscientes de que eso no bastará para salvarlas ante la furia del meteoro que viene arremetiendo como lo han hecho años atrás otros de igual poder destructor como el Karina.

Ya se sabe que cuando termine de pasar, el Florence dejará un rastro de muerte, destrucción y desolación que llevará meses para la reconstrucción material, no así para que termine el pesar y la tristeza en las familias

En otro ángulo, este mismo día martes 11 de septiembre, se efectúa en Nueva York, el memorial por las 3,000 víctimas del ataque terrorista, en una fecha igual del año 2001, contra el majestuoso edificio del World Trade Center, echado por tierra al estrellar contra sus estructuras dos aviones de la United Airlines, pirateados por pilotos pertenecientes a la organización terrorista Al Qaeda, dirigida por el saudí-arabe Osama Bin Laden, aviones que fueron estrellados contra las estructuras del edificio, que miles de aterrorizados testigos vieron desplomarse, atrapando a miles de personas que trabajaban y se movían dentro del edificio envuelto en llamas, muchas de quienes, en un cuadro de horror, trataron de salvarse lanzándose por las ventanas al vacío. Muchas perecieron carbonizadas en el interior. Hay que sumar a ellas los más de 300 bomberos que también sucumbieron en su heroica labor de rescatar a tantas otras.

Casi a la misma hora, otro avión terrorista también fue estrellado contra el Pentágono, donde igualmente perdieron la vida más de 850 personas. Un tercer avión, que se dijo estaba enfilado hacia la Casa Blanca, fue derribado en el trayecto, en Pennsylvania, no logrando su objetivo. Con eso se vio aparente que el objetivo de los ataques era golpear las tres columnas de soporte de esta nación: el poder económico, el poder político y el poder militar. Casi lo logran, pero fallaron al no alcanzar la Casa Blanca.

Hoy, en este 17º aniversario de aquella hecatombe, el presidente Trump se hizo presente en el sitio justo donde se erguía el edificio símbolo de la pujanza estadounidense, para dirigir un discurso a los miles de familiares y amigos de las tantas víctimas de aquel execrable atentado terrorista, producto del odio más despiadado que se pueda concebir. Igual que los dolientes depositaron ofrendas florales lo hizo Trump, con aparente gesto compungido.

La televisión local revivió ampliamente las escenas de aquellas dantescas acciones terroristas, desde el estrellamiento de los aviones contra las torres gemelas, hasta la montaña de escombros resultantes de la histórica tragedia, todo lo cual sirvió para que el presidente de entonces, George Bush, dijera en un discurso a la nación: “Estados Unidos está siendo atacado; Estados Unidos está en guerra”. Y, de hecho, emprendió una guerra con la persecución de la figura principal responsable de los ataques: Osama Bin Laden, hasta que, después, el entonces presidente Barak Obama declarara ante el pueblo: “Se ha hecho justicia: Bin Laden está muerto”.

Viendo los sufrimientos y angustias que esta clase de atentados terroristas y meteoros letales –huracanes, terremotos, inundaciones, descomunales incendios, como el que ha azotado recientemente a California- causan a grandes segmentos de la población mundial, aquí y en otras latitudes, cualquiera puede preguntarse, ¿por qué, por qué el ser humano y la naturaleza tienen ese comportamiento, o por qué Dios –que es todo amor y misericordia- lo permite-? Esa pregunta trae otra: ¿es Dios o el mismo hombre quien pone en movimiento esas potentes fuerzas destructoras? Y dos más: ¿será posible que en un día cercano la ciencia de la psicología y la psiquiatría terminen de descubrir las raíces de las conductas criminales y malignas, malvadas? Y, ¿han observado los astrofísicos esa clase de meteoros letales en otros planetas, como Venus, Marte o Júpiter, a donde han enviado sondas espaciales?

Sobre la primera cuestión: parecería que jamás se encontrará ni la respuesta ni una explicación. Se diría que ese germen está en la levadura de la criatura humana desde que fue creada. Seguirá como el gran enigma del hombre: Caín y Abel.

Sobre la segunda: no. Lo más que han encontrado los astrofísicos en otros planetas son indicios de que en Marte, hace millones de años, hubo agua.

Ante tan complicadas interrogantes quizá solo puede concluirse, en los dos casos: que es este ser terrícola quien, por un lado suelta al monstruo que tiene escondido dentro de sí y mata a su prójimo; y por el otro, desencadena –aunque suene increíble— con su propia mente, esa furia destructora de los meteoros en nuestro planeta. No es la voluntad de Dios ni capricho de la Naturaleza que se produzcan lo uno y lo otro.

La armonía y el equilibrio son dos leyes, dos constantes que mantienen un Universo ordenado y creativo. El ser humano es quien, con su conducta, su manera de pensar y sus acciones, rompe ese equilibrio y armonía para dar puerta libre a los cuatro caballos apocalípticos. Y, entonces, vienen los dolores, el crujir de dientes.

Así pues, es hora de hacer dos cosas: una, sentarse a reflexionar sobre sus actos, y dos, ponerle freno a sus ambiciones desorbitadas y egoístas.

El hombre mismo se pone la enfermedad, él mismo debe aplicarse la cura…

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