Ese tremendo enojo

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador suplemento Tres mil

 

Una vez le pregunté a una tía cuál era el atributo de nuestra familia. Tenía seis años y en el colegio había escuchado que la familia tal tenía dinero, que otra familia poseía propiedades, y así todos mis compañeros hablaban de cosas materiales que al parecer los hacía felices.

Mi tía respondió:“nosotros somos enojados como león”. Y empecé a ver a mis abuelos y su interacción con la familia con asombro y normalidad. Ser enojado era parte de mí, decía. Sobre todo viviendo en un país en guerra.

Por años pensé que mostrar mi ira era algo fantástico y dejaba que me invadiera, imitaba a Hulk, explotaba. Eso me ayudó a sobrevivir al bullying en los colegios donde estudié, tenía sus ventajas. Pero la ira solo me iba llevando a estar mal. A la gente no le agrada estar con los enojados e incluso entre los familiares más cercanos la distancia crece, y observé que los más enojados son los más relegados igual que el dicho popular: “quien se enoja, pierde”.

Con el tiempo aprendí que el enojo y la ira son diferentes. Que uno puede enojarse por algo, pero debe procurar que se disipe, controlarlo, encausarlo. La ira, en cambio, conlleva enfermedades, fracaso, ruina y alcohol. Una persona que reacciona con ira lo hace también con violencia, vulnera, arruina. Es una bomba de tiempo.

Quizá lo que más grave es que se pierde la confianza. Un padre o un trabajador llega a perder la confianza de sus hijos o subalternos. Porque basados en la experiencia es seguro que cada vez que le hablen de un problema estallará, insultará e incluso golpeará; así que la gente no les dice nada. Dejan que las cosas fluyan, algo como lo que le sucedió a Adolf Hitler. Se afirma que Alemania perdió la guerra porque los subalternos no hablaban de los problemas para que Hitler no se molestara, su ira le hizo perder la confianza de su gente.

Esta semana en el mundo judío se lee la parasha Noaj. La cual habla de Noé, quien tenía tres hijos, construyó un arca y se salvo del diluvio mundial. Curiosamente el nombre Noaj en hebreo significa: tranquilidad, descanso. Es probable que esas características fueron vistas para que Noé se salvara: era una persona serena y tranquila.

En los tiempos que vivimos, la tranquilidad y el descanso es algo que anhelamos. Vivimos en un torbellino de exigencias y esclavitud donde impera la ira, el egoísmo y el desorden. Tanto que hasta la tecnología termina dominando a los individuos que no son capaces de apartarse un día de sus celulares.

“Es que por su culpa estallé. Ustedes me han hecho gritar”, escuché gritar con estridencia a una persona. Al parecer el iracundo no observa que ella o él es el problema, piensa que es lo externo, la gente de su alrededor, el ambiente. Jamás considera la posibilidad que el principio del problema es cómo reaccionamos nosotros mismos, cómo debe reaccionar él.

Yo elijo. El sistema nos hace creer que nosotros somos como debemos ser y que nada va a cambiar, y que eso debe darnos alegría. Bueno, entonces no fuéramos individuos perfectibles. Claro que podemos mejorar, podemos ser mejores sin duda. Solo hace falta dejar de quejarnos y trabajar en nosotros.

Así como el alcohólico que desea dejar de tomar, primero debe ser consciente de que tiene un problema para poder resolverlo. Luego el camino puede ser largo, pero un paso a la vez es suficiente para avanzar. ¿Acaso no es mejor ser felices y provocar felicidad en los demás? Ser felices no debe ser una meta, debe ser nuestra vida: buscar la felicidad con alegría, porque el que se enoja pierde.

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