Página de inicio » Suplemento Tres Mil | 3000 » Entre Comala y Macondo

Entre Comala y Macondo

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, order  

[email protected]

Desde Comala siempre…

 

“Campisto”, site Rafael Lara Taddei

 

El 5 de noviembre de 1911, ailment el futuro abuelo de F. T. leía un anuncio.  La noticia extendía una invitación pública a celebrar el centenario del primer grito de independencia.  En absoluto le interesaba asistir a engrosar la muchedumbre.  Como pintor profesional, jamás le habían atraído las escenas patrióticas ni los gentíos en clamor.  No le complacía exaltar hechos históricos en un romance nacional entre el prócer y la patria.  Su plástica giraba hacia lo íntimo.  Le fascinaban los bodegones.  Al retratar frutas tropicales sin nombre castellano, redimía el paisaje de su silencio secular en reposo.  Así sucedía también con las escenas más extrovertidas de índole regional.  En esos lienzos describía la vida diaria en el entorno natural y urbano.  Su arte reflejaba los astros en flor.  Tales escenarios los juzgaba tan acordes al país, como ensalzar gestas coloridas de un líder selecto.  Empero la agenda cívica nadie la cambiaría por siglos a venir, ya que mantendría la ilusión de armonía y equilibrio.  Acaso su “mala reputación” de pintor la ocasionaba la falta de temas patrióticos que enardecieran los ánimos, sin decorar las paredes del palacio de gobierno.  Mas toda esa pompa festiva le indicaba una impudicia.  Existía una falta de recato hacia las víctimas.  La libertad nacional ungía su olvido.  Se celebraba sin conmemorar.  El pálido ensueño sólo percibía la cara luminosa y matutina del planeta más bello.  Renegaba del envés.  De la estrella del alba y del despertar, se omitía el ocaso que oscurecía su cambio de nombre.  “El florecer humano” —pensaba— “surgía del grano molido al amanecer.  La sustancia maltrecha le revivía el cuerpo al dispersarse en su seno”.  Así creía, el evento nacional lo duplicaba el símbolo del renuevo.  Cada noche el alimento cotidiano se adormecía y soñaba, luego del crepúsculo regido en destino.  Si la luz del día exponía el recuerdo glorioso, el oscurecer lo desvanecía en ausencia.  El adorno patriótico lo limitaban retratos de hombres ilustres y sus acciones heroicas.  En tal memoria no cabían los muertos.  Había un excedente de difuntos para una memoria cansada del agobio.  Pero incesante, la Muerte la diseminaba ese imaginario de autonomía.  Nadie plasmaría la Muerte en un lienzo sin caer en la censura, aun si sus colegas aludían al desastre en palabras.  Primero las guerras fratricidas; luego las bandas de forajidos.  Violencia: asesinatos colectivos, llamados batallas, y robos legítimos por herencia.  Esa cesión de recuerdos que reemplazó la colonia, su generación la recibía en don ensangrentado.  De sus andanzas por los recintos intelectuales, recaudaba frases en emblema que transcribían la vivencia trágica de sus padres y abuelos.  No le extrañaría que sus nietos las olvidaran.  Saciados de desdichas anónimas saturarían el ansia en nuevas orfandades.  El desamor por el espejismo sembrado en la ladera de los cerros.  La “sed de sangre de los vencedores”.  “Pirámides de calaveras que se alzan en las llanuras”.  Los “ríos de oro” trasmutados en “ríos de sangre”.  “Reseñas horripilantes de combates que fueron verdaderas matanzas como la de 1863 en Coatepeque”.  “Su preciosa sangre sirve de alfombra rojiza a celebrar la victoria con la tradicional diana entre bailes y festejos”.  Sabía que esos juicios los suplían testimonios de combatientes.  «Esperaba la muerte rumiando el polvo que relamía, bayoneta a la espalda, mientras escuchaba la promesa de venganza.  “Achicharrar al enemigo, que idea más peliaguda.  Matar, matar más, matar siempre y sin misericordia el mayor número de enemigos”».  Si tales eran las guerras, las pandillas se extendían desde Río Frío, al norte, hacia Jutiapa, donde operaba la banda de Chuzo, o más al sur.  El abuelo recordaba a Clotilde Serrano, originaria de Comasagua, cuya prostitución forzada remedaba la nación.  Ella había financiado la mara del Chuzo, hacia la frontera guatemalteca.  Símbolo de la patria en ruinas, su venta evocaba el despojo.  Hasta los más radicales —los anti-imperialistas— celebraban el decomiso de las tierras indígenas en su modernidad.  “Gran halón en los destinos del país por el camino del progreso”.  Mujer y nación sustraídas de su cuerpo.  Por identidad ancestral, la violencia infecciosa construiría el camino a Comala.  Erigiría su desaparición, semejante a la de otro poblado mítico aún por inventar.  No era el caso que esa comarca se llamase Macondo, ni que su familia se apellidara Buendía.  Tampoco sería necesario el augurio de un incesto que destruyese los lazos de la progenie.  La violencia fratricida cumpliría la profecía —sino fuese por deterioro— al cabo por dispersión familiar y por olvido.  Pensaba que en tres generaciones su apellido se borraría de esa provincia.  La vida siempre la diluiría la agonía, así como cada noche Nextamallani tornaría su luz en las tinieblas de Xolotl.

Ver también

«Mecánica» Mauricio Vallejo Márquez

Bitácora Mauricio Vallejo Márquez Muchas personas tienen un vehículo con el que pueden desplazarse, pero …