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Elogio del Martirio

Juan Vicente Chopin

El libro del Apocalipsis, sale en su escritura original griega, generic llama a Jesucristo “el mártir fiel, el primogénito de entre los muertos” (Ap 1,5). Esto significa que los cristianos de la primera generación consideraron a Jesús como víctima de un verdugo y ellos se vieron a sí mismos como seguidores de esa víctima.

Ese dato fundante y su continuidad histórica aparece también en el libro de los Hechos de los Apóstoles. En ese texto son indicados los actores que conforman el proceso martirial, es decir, el verdugo, el mártir y los discípulos del mártir.  La narración dice que Pedro, después de sanar un enfermo, ante el estupor de los judíos, se dirige a ellos diciendo que el milagro es obra del Dios de Jesús: “a quien ustedes entregaron, renegando de él delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerlo en libertad. Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidiendo como una gracia la liberación de un homicida, mataron al autor de la Vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (Hch 3,12-15).

A partir de estos textos se entiende que ser cristiano consiste en creer en uno que murió asesinado y no de muerte natural. Los cristianos somos seguidores de Jesucristo, la víctima, no de Pilato o de los líderes de la religión y la política judía, que propiciaron la muerte de Jesús, es decir, sus verdugos.

Ahora bien, este principio constitutivo de la fe cristiana, no vale solo para el primer siglo de la historia, vale también para el presente. Digamos, pues, que a partir de una ética de la responsabilidad y de la fe cristiana, es normal y además racional respetar a las víctimas y, en consecuencia, deplorar el actuar homicida de sus asesinos. Esto vale también para otros casos ejemplares como: Gandhi, Marthin Luther King, Dietrich Bonhoeffer, Ignacio Ellacuría, Rutilio Grande, etc.

Por otra parte, el valor de la entrega de los mártires no se agota en sí misma, como un hecho aislado del pasado, sino que adquiere continuidad histórica en la conciencia de las personas que admiran y pretenden poner en práctica su legado martirial. Este es un proceso normal en la tradición cristiana; así lo expresan Pedro y Juan, ante sus disgustados torturadores, cuando les dicen: “no podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4,20).

Por supuesto que para el partido ARENA sería mucho más cómodo, políticamente hablando, que el Papa Francisco y la Iglesia Católica Salvadoreña no estuvieran interesados en beatificar a Monseñor Romero o que nosotros confundiéramos a Jesucristo con Pilato, a Monseñor Romero con el Mayor Roberto D’Aubuisson, a Bonhoeffer con los nazis, al padre Rutilio Grande con la Guardia Nacional, es decir, que no supiéramos distinguir a las víctimas de sus verdugos. Pero eso, en condiciones normales éticas, racionales y de objetividad histórica no va a suceder. Esa confusión se puede dar solamente en los estados degenerados y putrefactos de la política salvadoreña.

Norman Quijano, al promover la memoria de un verdugo, se sitúa al margen de las formas constitutivas del cristianismo, es decir, reniega de la condición cristiana. En términos históricos y prácticos, esta actitud lo pone a él y a su partido en contra de la política vaticana, de las aspiraciones de la Iglesia Católica salvadoreña, de los cristianos evangélicos que admiran a Monseñor Romero y de buena parte de la población laica que respeta el legado del arzobispo mártir.

No se sabe si el alcalde de San Salvador hace estas cosas porque ignora los orígenes del movimiento cristiano, por maniobra política, por provocación, por ingenuidad o por todo ello junto. Una cosa está clara, y este es un principio básico de la antropología cultural, jugar con los símbolos religiosos de la ciudad, puede leerse como una maniobra diabólica. Lo simbólico y lo diabólico son correlatos inseparables. En todo caso, Norman probablemente no suele leer los escritos de Ignacio Ellacuría —qué lástima— porque tendría más claro aquello que se descubre en las reflexiones del rector de la UCA, es decir, que antes o después la realidad se impone.

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