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El violincito trasgresor búsqueda de lo nuevo en la poesía salvadoreña actual

Álvaro Rivera Larios

Escritor

 

La libertad se le presenta al poeta moderno como una inquieta y bulliciosa encrucijada en la que se abren, hospital como posibles opciones para un viaje, prescription diversas maneras de ver  y crear la poesía. Ahí está la vía clásica aferrándose a la métrica y a la rima en tiempos de incertidumbre. Y ahí están los diferentes ismos que constituyen el legado de la radicalidad literaria del siglo XX ya convertidos en meras retóricas.

Muchos jóvenes consideran obra suya esta plural incertidumbre en la que conviven sin estorbarse el soneto y el collage dadaísta, pero el fenómeno trasciende la lógica del cambio generacional para instalarse en los predios del cambio de época y de la forma en que se interpretan los cambios estéticos. El horizonte plural y ecléctico de la lírica actual  es la extraña escombrera en la que han desembocado las ambiciosas aventuras formales de los últimos doscientos años.

Las disputas técnicas de los literatos que se relevaban, desplazaban y atacaban en su lucha por llegar primero al continente del futuro tenían vínculos con una visión escatológica de la cultura. Así como el capitalismo aceleró el ritmo de desmantelamiento de las sociedades tradicionales, en el ámbito de la cultura burguesa prendió el espíritu de la ruptura incesante. Un presente que se desplazaba hacía  un mañana inevitable le ganó la partida al inmovilismo de “las ortodoxias literarias”.  Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX poco a poco se dejó de creer en la flecha progresiva del tiempo. Ahora que parecen apagadas las luces de esa fiesta, ahora ya no surfeamos tan confiados en esa ola que nos conducía hacia el más espléndido futuro, ahora que esta forma de concebir la historia y el sentido de las  bellas letras ha entrado en crisis,  los edificios de sus modernas tentativas quedan como los restos melancólicos y sin épica de una pluralidad de lenguajes en la que ya ninguno se atreve a postularse como la cima y la superación definitiva de los demás.

A pesar del pluralismo poético en el cual vivimos y a pesar de que no hay una poética que domine a las demás, nadie cree que todo valga con tal de que sea una expresión de la libertad en este reino donde conviven sin estorbarse el soneto y el verso libre. Aunque no existan unas reglas universales de valoración, buscamos criterios que nos salven de caer en el todo vale, ya solo sea porque intuimos que en el rico bosque de la diversidad poética algunas obras son fallidas y algunos juicios críticos son erróneos.

Una disputa en pleno territorio de la pluralidad literaria no supone necesariamente una amenaza a la autonomía de los creadores. Lo que no se puede defender es que la libertad creativa justifique el todo vale. La crítica no pone en tela de juicio la autonomía creadora ni el marco cultural que la hace posible, solo juzga, solo discute, los resultados  de sus búsquedas.

Una crítica literaria flexible hace suya la defensa de la pluralidad pero sin abandonar la búsqueda de un concepto abierto de la excelencia. Que todo el mundo escriba como quiera pero sin renunciar a su propio sentido del rigor. A cada poeta se le habrá de juzgar por las reglas de juego que él mismo se imponga. Y en ciertos casos, bajo la luz de la historia literaria, se podrán señalar los callejones sin salida a donde han ido a parar ciertas reglas creativas de juego. No se cuestiona la pluralidad ni la libertad, cuando se observa que en ciertos autores la poética surrealista ya suena hueca. Un juicio de esta naturaleza es también expresión de la libertad valorativa y puede tener el efecto de que los cultivadores del onirismo literario se vuelvan más exigentes consigo mismos en el uso de “su técnica”

Octavio Paz, al final de su vida, advirtió que la insaciable búsqueda de lo nuevo se había convertido en un gesto, en un simulacro, en una mala retórica. Siguiéndolo a él, nosotros ya no confiamos en “la tradición de la ruptura”, pero    a pesar de que somos comensales en el banquete de la tolerancia y el eclecticismo, nos sigue preocupando definir la singularidad del presente literario en que vivimos y su distancia respecto a la época que acabamos de dejar. Por eso, aunque sea cierto que todos podemos escribir como nos dé la gana, a la hora de la verdad, se formulan juicios de valor que distribuyen aciertos, errores, alturas, llanuras, atrasos y avances dentro del campo de la lírica salvadoreña contemporánea. En esta distribución, se declaran como ya superados ciertos temas y ciertos lenguajes y se ensalzan, como un avance, otros temas y otros lenguajes. En esta larvada pugna fronteriza se deshace la falsa ilusión de la convivencia. Así que hay un conflicto en el banquete de la pluralidad actual, un conflicto que quizás ya no pueda resolverse imponiendo una poética que supere a las demás ni instituyendo una imagen ingenua de lo que hoy aparenta ser “lo nuevo”.

Mis opiniones pueden parecerles violentas y políticamente incorrectas a ciertos poetas  porque señalo que algunos argumentos con los cuales pretenden apuntalar su visión de “lo nuevo” reposan en la ingenuidad filosófica y en una simplificación brutal del pasado inmediato de nuestra lírica. Quien ningunea, despojando de su complejidad, a toda una generación de escritores despliega también una violencia interpretativa. Si las cosas están así, asumamos que hay un conflicto larvado en el horizonte plural de nuestra poesía. Lo mejor es reconocerlo y exhibir nuestras cartas.

Salvo excepciones, la crítica literaria que hacen nuestros poetas deja mucho desear. Algunos, además de utilizarlo con torpeza, han convertido el enfoque generacional en una teoría monista que todo lo explica y fundamenta a partir de un solo factor.  Nuestra opinión pública literaria suele ser mediocre. Incomoda escuchar una opinión así de dura, pero el problema no es nuevo: por lo general, en el terreno de la crítica, en nuestro medio no abunda la figura del escritor  lúcido ni tampoco abundan los escenarios donde puedan llevarse a cabo debates inteligentes sobre problemas pasados y presentes de nuestra literatura. Sin grandes figuras críticas y sin una cultura consolidada de la discusión literaria, un sector mayoritario de la crítica realmente existente confina su alma en el elogio y la hagiografía y, salvo pocas excepciones, este sector ignora qué significa la ponderación. El otro extremo –al que confinan su alma muchos de nuestros críticos realmente existentes– es el de la condena dogmática de autores representativos de poéticas que interesa rechazar. El elogio y la condena son necesarios y no son reprobables, siempre que sean orientados por la luz y la balanza de una razón ponderativa.

Si antaño se hinchaba el prestigio literario de Roque Dalton, hoy se hincha el prestigio formal de otros autores. La cuestión es que siempre necesitamos hinchar el prestigio de alguien para que una alta figura tutelar legitime estas ideas o aquellas poéticas. Si algo comunica el ayer y el presente de gran parte de nuestra crítica literaria es su falta de ponderación, su falta de matices, su pasión por los tópicos.

Sería un error introducir esta reflexión sobre lo nuevo dentro de los polvorientos esquemas de los debates generacionales. Y lo sería porque vivimos en una época en la cual no existe una brecha entre el lenguaje de los poetas mayores de cincuenta años y la palabra de los poetas menores de treinta. Todos de alguna manera somos hijos de las poéticas de la primera mitad del siglo XX ¿Qué poeta veinteañero sería capaz de defender que su lenguaje es más joven que el de Alfonzo Kijadurías? ¿Qué poeta veinteañero sería capaz de afirmar que su poesía ha ido más allá del horizonte formal del poema “Taberna” de Roque Dalton?  Si los poetas mayores y los jóvenes, por mucho que queramos enfrentarlos, comparten lenguajes ¿Cómo los diferenciamos, como establecemos esos rasgos donde surge lo nuevo? Ahí donde hay semejanzas y continuidades que no pueden ocultarse ¿dónde está la diferencia? ¿En los lenguajes literarios? ¿En el contexto? ¿En los temas? ¿En las épocas?

Sé las respuestas que algunos críticos salvadoreños han dado y me parece que, por lo general, tienden a simplificar el problema y a ignorar su dimensión filosófica ¿Cómo indagamos lo nuevo en nuestra poesía, en un momento en el que “lo nuevo”, como categoría estética y como parte de una filosofía de la historia, es objeto de debate? ¿Cómo indagamos la singularidad, la novedad, lo propio, de esta época literaria sin caer en formulaciones críticas y filosóficas ingenuas?

Por un lado está la estructura del problema, su historia y las variables que introducimos para visualizarlo y explicarlo e íntimamente relacionado con este “objeto”, con este proceso, tenemos las filosofías y las poéticas que utilizamos para interpretarlo. Nuestro error ha sido simplificar el objeto por medio de marcos interpretativos rudimentarios y demasiado dependientes del autobombo de ciertos grupos que se erigen en portavoces generacionales. Delante de nosotros, pues, se eleva un árbol de obstáculos que van desde la  mala interpretación de la historia de nuestra poesía hasta la pobreza teórica con la cual abordamos dicha historia.

Hoy, en otras zonas del mundo, los poetas  evitan las mayúsculas  cuando hablan de los problemas de su lenguaje y de su problemática relación con “la realidad”. Sin embargo, en culturas como la nuestra donde no ha existido ni existe un debate  acerca del estado en que hoy se encuentra la lírica moderna y donde la misma modernidad literaria ha tenido una existencia precaria, las poéticas envejecidas de la vanguardia conservan su aura y reclaman el dominio pleno que la conflictividad política les negó.

El regreso de la vanguardia a nuestro medio literario ha sido muy aplaudido por quienes estaban hartos de la poesía con uniforme guerrillero. No venía mal un poco de aire fresco en el recinto cerrado de la tragedia de la guerra. La vanguardia retornó a nuestros lares en una época en la que ya se cuestionaban sus creaciones, sus lenguajes, sus ambiciones. Regresaron la subjetividad “radical” y el formalismo radical, pero no vinieron acompañados de la ironía que hoy los empequeñece.

Es así como para restablecer la búsqueda de lo nuevo, en El Salvador, algunos poetas  han desempolvado modelos literarios que cuajaron en las grandes metrópolis culturales de la primera mitad del siglo XX. Estos modelos redescubiertos después de una larga década de conflicto no es la primera vez que aparecen en nuestra escena literaria. Ya lo habían hecho en los años sesenta y setenta  del siglo pasado que fueron las décadas en que dieron fruto las búsquedas formales de la generación comprometida. Hablo de las búsquedas de Menen Desleal, Roque Dalton y Alfonzo Kijadurías, los tres literatos vanguardistas más notables del siglo XX salvadoreño.

Las innovaciones formales de aquel entonces estuvieron marcadas por un optimismo histórico que hoy, en los tanteos de la poesía más reciente, ha desaparecido. Las exploraciones y redescubrimientos que ahora protagonizan nuestros jóvenes poetas solo pretenden afirmar la autonomía de la literatura y colocar su diferencia específica en el interior de un lenguaje que ya no forma parte de la vasta empresa de la colonización del futuro.  Hoy los poetas, en su mayoría, son una especie de artesanos del lenguaje que rehúyen la política y los anhelos utópicos, sintiéndose más inclinados a ver la literatura como una especie de religión que les permite sobrellevar esa carga que supone vivir en una de las ciudades más violentas de la tierra.

Hoy se invoca y se imita el juego imaginativo de los Estados Sobrenaturales de Alfonzo Kijadurías, pero las semejanzas entre el lenguaje del maestro y el de sus seguidores actuales no deben hacernos olvidar que la del primero era una imaginación incómoda en el horizonte cultural salvadoreño de los años 70 del siglo pasado. Para el joven Kijadurías renovar el lenguaje formaba parte del proyecto de renovación de la vida. Para el joven Kijadurías la poesía era algo más que una técnica, era una visión mágica del mundo involucrada en los asuntos del mundo tal como pretendía el sueño estético-político de la vanguardia. Evidentemente, la poética de Kijadurías preservó su autonomía relativa frente a la presión moral y política, pero en ningún momento se proyectó como una isla separada del mundo y de la historia, tal como pretenden algunos interpretes actuales del poeta de Quezaltepeque.

Es evidente que “una de las líneas” del aprecio actual por Kijadurías se sostiene en una tergiversación formalista que busca apuntalar una alternativa literaria en la cual el lenguaje y la imaginación se consagran como islas inmaculadas y separadas ontológicamente de la plaza pública. Que Kijadurías no se haya involucrado en compromisos deplorables no significa que el significante de su poesía se haya desarrollado dándole la espalda a la conciencia ética.

Interpretaciones interesadas como las que se hacen, en algunos casos, de Alfonso Kijadurías, revelan que debatimos sobre el pasado y el presente de nuestra literatura a partir de una serie de simplificaciones de la realidad hechas a la medida de intereses personales y grupales no siempre consientes.

¿Qué comparte el joven poeta de los años 70 del siglo pasado que no desvinculaba la renovación formal con la renovación del mundo con quienes hoy admiran su lenguaje y los juegos de su imaginación pero situándolos en el plano estricto de una literatura que ya no desea contaminarse con “la realidad”?

En ese sentido no existe una autentica línea de continuidad entre las búsquedas literarias renovadoras de los años sesenta y setenta del siglo pasado y las presuntas búsquedas actuales de lo nuevo. Las semejanzas superficiales de los lenguajes ocultan la diferencia de contextos y de sentidos.

Si se ha cuestionado la filosofía de la historia que respaldaba  la ruptura formal incesante, si “lo nuevo” es hoy una categoría estética sometida a debate ¿Cómo definimos aquello que singulariza a la poesía salvadoreña actual respecto al pasado inmediato de nuestra lírica? ¿Qué grado de lucidez tienen las imágenes que hasta ahora hemos construido del pasado inmediato de nuestra lírica? ¿Cómo planteamos las búsquedas formales del presente? ¿Qué distancia establecemos con aquellos modelos rupturistas que han terminado convertidos en poéticas acomodadas e integradas en el “establishment” literario?

La acumulación de preguntas nos sirve para señalar la complejidad del problema y para advertir que hasta ahora las respuestas que hemos dado son insuficientes y, en muchos casos, erróneas.

Uno de los errores que se cometieron en los años noventa del siglo pasado fue el de simplificar el complejo y contradictorio legado de la lírica comprometida. Se simplificaron groseramente treinta años de nuestra lírica, los que iban de los años 50 a los años 80 del siglo XX, como si esos años, poéticamente hablando, hubieran sido un bloque homogéneo, dominado por el realismo, la ética y el descuido formal. La simplificación maniquea permitió un distanciamiento sin problemas y una comparación favorable a las posturas posmodernas que se fueron abriendo paso en los años 90. Pero quien simplifica el pasado simplifica el presente, si ambos son dos épocas unidas por una comparación.

Cuando se establece el contraste entre ambas épocas se plantea, por ejemplo, que los años noventa supusieron un retorno a la subjetividad, mientras que en los años sesenta la poesía estuvo concentrada en lo público. Dicho así, cualquiera pensaría que en un poeta como Roque Dalton lo subjetivo habría sido un ángulo menor y poco elaborado. Esta opinión, sin embargo, reclama que se establezcan matices porque en algunos textos Dalton desarrolló una perspectiva irónica de lo subjetivo y lo hizo de una forma mucho más compleja que la de muchos poetas actuales.

La recuperación de lo subjetivo por parte de la poesía salvadoreña reciente se ha hecho de forma filosóficamente ingenua, olvidando aquellos pasajes de la lírica daltoniana en los que la intimidad fue objeto de un abordaje irónico, teatral.

Al simplificarse de forma burda el pasado literario inmediato de nuestra lírica, se borró el abordaje de lo subjetivo por parte de un poeta como Dalton y de esa forma se impidió  que su aporte se integrara a la conciencia crítica de unos poetas jóvenes que solo son capaces de captar la subjetividad en sus manifestaciones más simples y evidentes. Se descubre el gran antecedente de lo subjetivo en los Estados Sobrenaturales, pero no se advierte su tratamiento irónico y teatral en Taberna y otros lugares.

Esas ganas fáciles de remontar la compleja lírica del pasado inmediato por la vía de su caricaturización han desembocado en el empobrecimiento de la poesía del presente en la medida en que el legado de poetas como Dalton y Kijadurías no ha sido interpretado y evaluado con lucidez.

Qué duda cabe que en algunos aspectos la poesía de Roque ya es una poesía de otra época, pero no por el compromiso ni por sus vinculaciones ideológicas sino que por su vinculación orgánica a unas tesis concretas y a una coyuntura histórica que para nosotros ya forman parte de un tiempo que se aleja. Sin embargo, ahí donde la buena poesía rebasa los límites de sus ideas y su contexto, el irónico y experimentalista Dalton aún tiene algo que decirle al presente y al futuro.

La miope negación de Roque, hecha desde la plataforma de un formalismo sin luces, ha impedido la recepción inteligente de lo mejor de su herencia.  El señalamiento sistemático de sus errores y el olvido y la poca comprensión de sus grandes aciertos no juegan a favor de la conciencia crítica de los poetas actuales.

Ahora está de moda limpiarse el polvo de la presunta influencia de Roque, hasta los poetas mediocres del presente lo rehúyen. Lo divertido del asunto, lo paradójico, es que esas figuras que se alejan del poeta como quien se aparta de un apestado no sabrían describir ni evaluar el cuadro de la poética daltoniana si uno se los pidiera. En pocas palabras, niegan lo que no conocen verdaderamente. Su presunto conocimiento de Dalton es una red de tópicos y simplificaciones. Roque Dalton ha tenido muy pocos lectores inteligentes entre los poetas salvadoreños de ayer y los poetas salvadoreños de ahora. Y es por eso que su gran influencia en nuestra lírica es otra de las leyendas que rodean al autor de Poemas Clandestinos.

Se le cita, pero no se le ve. Se le menciona, pero no se le comprende. Se le homenajea, pero nunca se le ha seguido con inteligencia. Se da por leído, cuando la lectura lúcida de sus textos todavía nos aguarda. Tanto leer Taberna, tanto decir que es el mejor de sus libros y qué poco hemos advertido que ahí Dalton dejó un rastro de sus meditaciones sobre el lenguaje de la vanguardia literaria en el horizonte cultural de la América Latina de su tiempo. En el fondo, el vanguardista Dalton escribía delante de un espejo trágico y lo asumía ¿Cómo escribir la poesía del futuro en el país de los cuarteles? ¿Cómo escribir la poesía del futuro en el país de los analfabetos? ¿Cómo escribir la poesía del futuro en el territorio de los oligarcas? Todas esas preguntan bullían en la lengua del poeta y lo mantenían pegado a la tierra, aunque amase las aventuras prodigiosas del lenguaje.

Perseguidor de lo nuevo en una época en la que lo nuevo todavía conservaba su prestigio, Dalton no era un fetichista de las rupturas formales, llegó a verlas con una ironía de la que carecen algunos poetas actuales que sueñan ingenuamente con lo nuevo en un tiempo como el presente en el que la tradición de la ruptura está en crisis.

Tenemos, pues, una figura en el pasado inmediato de nuestra lírica que adoptó una actitud irónica frente al lenguaje de la vanguardia y la tradición de la ruptura y tenemos a poetas actuales que continúan hablando de lo nuevo con una ingenuidad que no se corresponde al estado actual de crisis en la tradición de la vanguardia. Hay algo que falla, pues, en la autoconciencia de los poetas salvadoreños del presente, con independencia de cuál sea la calidad de su escritura.

Y como no se trata de banalizar las búsquedas y las discusiones, aquí no se trata de seguir o no seguir a Roque Dalton. Se trata más bien de acercarnos al ejemplo de su mirada y su lenguaje para deshacer los prejuicios formalistas que reprueban el encuentro de la imaginación y la crítica, de la imaginación y la plaza pública, de la imaginación y la ideología. La imaginación crítica no tiene por objetivo difundir conceptos, pero interviene ideológicamente ahí donde introduce el asombro y genera un cortocircuito en los lugares comunes de las visiones dominantes. El saber del poema no es una tesis, es el asombro y ese asombro suele ser crítico.

Uno puede dejar de lado ciertas tesis de Roque Dalton, sin que eso suponga que uno tire al niño con el agua sucia de la bañera. Su ironía, como ejemplo de reflexividad vital, es un legado que no ha sabido capitalizar nuestra lírica y habría que preguntarse por qué. Quizás sea porque la ironía es un ejercicio de estilo donde interviene una inteligencia que no está al alcance de los imitadores vulgares o de los poetas cuya pereza mental los aleja de la corrosiva lucidez.

El Dalton de la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado ya no era un receptor pasivo de los ismos de la vanguardia. En cambio, hoy, una búsqueda epitelial de lo nuevo desempolva modelos de la vieja vanguardia histórica como si entre la fecha de su aparición y el presente en el cual vivimos  no mediara un largo proceso histórico y de asimilación en el que los viejos lenguajes de lo nuevo han terminado siendo cooptados por la industria de la cultura.

Conviene detenerse en la pluralidad literaria posmoderna y noventera que se abrió paso con el final de la guerra y con nuestra mayor integración en las redes de la cultura globalizada. En lo que al tiempo interno de nuestra literatura se refiere hubo un proceso de sustitución y ampliación de los modelos literarios que ha sido beneficioso. Lamentablemente, como suele suceder, nuestras sustituciones y ampliaciones se desarrollaron bajo esquemas binarios donde quedaba excluida la ponderación y la posibilidad de un tercer punto de vista. Entramos así al reino de una pluralidad acrítica que acogió sin ironía ni diálogo lúcido el retorno de muchas voces poéticas vanguardistas de la primera mitad del siglo XX.

A estas alturas del siglo XXI, el surrealismo, por ejemplo, ya no es lo que era. Hoy, en los malos poetas, al igual que en la publicidad, el surrealismo sirve para darle masajes placenteros e inocuos a la imaginación. En los malos poetas, el surrealismo se ha convertido en una máquina de producir asombro falso.

¿Y qué decir de la poesía maldita y los poetas malditos? Ambos dependen de la pervivencia de los valores religiosos y de un cierto sentido de la pureza que facilite el juego de la profanación. Pero el juego de la profanación ya no es lo que era en los tiempos de Baudelaire o de Rimbaud. Ahora el escándalo es un recurso para ampliar las ventas de los productos culturales. Ahora el escándalo es una estética que tiene sus modelos ejemplares y que por lo mismo puede llegar a ser una retórica con toda su cadena de tópicos, fórmulas de estilo y poses prefabricadas. Al leer al enésimo imitador de William Burroughs, uno comienza a pensar en máscaras y falsificaciones.

Ahí están quienes con toda la buena intención del mundo retornan a los valores seguros y, por lo que se ve, inmarcesibles de lo clásico. Yo considero saludables estos retornos porque ponen el viejo tema del rigor formal sobre la mesa en una época en la cual el anarquismo estético ha llegado a un callejón sin salida. Sin embargo es de lamentar que este retorno a lo clásico se haga sin ironía y sin originalidad formal. Ignoro por qué muchos retornos al rigor van acompañados de una visión estrecha de lo bello que lo limita a lo bonito y a una elegante dicción en la que están prohibidos los guijarros, las astillas, las roturas, los coágulos, lo que revienta.

Entre nosotros domina esa imagen estrecha y rigurosa de la poesía que la condena a ser siempre un concierto de violín. Dalton ya se mofó de esta inclinación a rascar el violín que tienen muchos poetas salvadoreños. Tocar el violín para muchos es un sinónimo de hacer poesía. La irónica historia nos ha hecho comprender que el violincito pederasta es más poderoso y complejo de lo que Roque Dalton creía. Ahora el violincito simula ser un transgresor.

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