El Viaje

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador

Suplemento Tres mil

 

Eran las 7:15 de la noche. Al menos eso señalaba en la pantalla su celular. Nunca salía de su trabajo a la misma hora, pero siempre la oscuridad parecía haber inundado todas las calles, a excepción de unas tímidas lámparas que se daban a la tarea de eliminar un poquito de oscuridad.

Veía como la gente se volvía en la acera una sola masa, igual que las hormigas que salen de su derruido hormiguero a atacar el pie incauto que lo ha destruido.

José guardó el celular y salió de la empresa. Cansado de estar agobiado y soñando con respirar un poco más de la cuenta, lejos de todas las tensiones que provocaban las voces de las secretarias, supervisoras y jefas que le enviaba su jefa con ímpetu. Se sentía mareado. La bodega gris le resultaba detestable, porque todos mandaban, menos él. Pero estaba listo el inventario, sin novedades. Ya había librado la auditoría interna y la externa, ¿qué temer? No había faltantes, todo estaba siempre completo, ordenado y listo para descansar de subirse a esos altos estantes y soportar el peso agobiante de los paquetes que había movido toda la semana, esas enormes cajas que abría y cerraba a diario. Total, afuera era hora de sonreír, así como sonreía el auditor al equivocarse en el conteo y solicitar volver a contar las infinitas pilas que sumaban diez mil unidades. José solo obedecía y volvía a contar, una, tres, cinco y todas las veces que se lo pidieran. Para eso le pagan, pensaba.

Abordó el bus, y como costumbre buscó el asiento más cercano al conductor, por ese temor de ser asaltado. Con esa media luz de un transporte colectivo a punto de cerrar. Observaba los letreros procurando leerlos lo más rápido que podía, tal y como se lo aconsejaron cuando era niño y comenzaba a aprender a leer. Miraba los negocios de comida rápida, de nuevo los anuncios que le resultaban tan familiares. El que le encantaba mostraba tres mujeres, aunque decir que de cuerpo completo sería una farsa. Apenas se notaban las manos levantando sugerentemente sus vestidos de novia, pero lo que le impactaba era que la de la izquierda lucía sandalias de tacón alto azules con una cincha sobre el tobillo. La de en medio unas sandalias altas de cintas entrelazadas que dejaban ver cuatro dedos aceitunos de cada pie y la de la derecha unos zapatos cerrados de tacón alto grises. Esa era la parte favorita de la travesía.

El viaje tan espeso y a vuelta de rueda le obligó a sacar el celular. Las diez y media de la noche señalaba, no iba ni a la mitad del recorrido. El tráfico estaba pesado y eran comunes las trabazones. Pero eran más de las diez de la noche. Un retraso, sucede todo el tiempo, pensaba. En tanto las horas no dejaban de avanzar y el bus parecía no moverse. La gente comenzó a apretujarse y las paradas se hicieron cada vez más largas y anchas. El bus se llenaba cada vez más, subían más personas y se bajaban pocas. No lograba ver más de dos por parada.

Volvió a sacar el celular, eran las 2:03 de la mañana. Cada vez que volvía a extraer el celular se sumaba una hora, dos, tres y nunca llegaba a su destino. La desesperación emprendió a incomodarle, los olores de sus vecinos se hicieron más intensos, la atmósfera era un conjunto de fruta podrida, ajo y café. A lo lejos se sentía un aroma a perfume barato, pero el que le gustaba. Entonces respiró profundo y con cada inhalación fue construyendo sueños, se vio en el campo, con flores amarillas y pasto bajo un cielo azul con bollos de algodón. Se vio corriendo entre la hierba, escuchando a lo lejos el eco del llamado de un pájaro, luego unos ladridos que se hacían sordos. Sentía el sol en sus manos y aún tenía los ojos abiertos. Volvió a cerrarlos y el campo estaba ahí, y el sol era tenue aunque brillante. Luego cerró los ojos y todo estaba allí: las flores amarillas, la hierba, el cielo. Las horas dejaron de pasar y ya no hubo necesidad de ansiar dormir o darse un baño, se olvidó de la bodega y los inventarios, de los olores del bus. Recostó la cabeza en el asiento y cerró los ojos para volver al campo, no escuchó más el motor del bus y se durmió mientras comenzaba el único viaje con valor de su vida.

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