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El Salvador: la segunda mitad del siglo XX (II)

Luis Armando González

La Constitución de 1945, promulgada el 29 de noviembre, fue el resultado de ese trabajo; este nuevo texto constitucional –como señala Juan Mario Castellanos— confirmaba en muchos aspectos la Constitución de 1939-1944, “salvo por el hecho de eliminar la palabra ‘laica’ de la enseñanza estatal y reducir nuevamente el periodo presidencial a cuatro años”1. Una prueba clara de la continuidad de este texto constitucional respecto de los dos anteriores es su Artículo 2, que dice lo siguiente: “todo poder público emana del pueblo. Los funcionarios del Estado son sus delegados, y no tienen más facultades que las que expresamente les da la ley. Por ella legislan, administran y juzgan: por ella se les debe obediencia y respeto; y conforme a ella deben dar cuenta de sus funciones”. Obediencia y respeto por parte de los ciudadanos era lo que exigía el gobierno de Castaneda Castro. Para conseguirla, no iba a dudar en usar la fuerza, pero combinada con argucias legales que le permitieran inmovilizar al sector más activo en sus demandas, esto es, el sector sindical.

“Retomando la tradición paternalista oligárquica –escribe Juan Mario Castellanos—, el Gral. Castaneda Castro… intentó responder a la agitación y las demandas laborales mediante una combinación de fuerza y astucia jurídica. El 12 de enero de 1946 se promulgó la Ley General de Conflictos Colectivos y se creó el Departamento Nacional del Trabajo, que en octubre de ese mismo año se transformaría en Ministerio, con el fin explícito de ‘reconocer el derecho de huelga’, pero también destinados en el fondo a enredar en legalismos burocráticos las luchas reivindicativas del naciente proletariado urbano. Para que el mencionado departamento pudiese declarar ’legal’ una huelga debía pasar obligatoriamente por una fase previa de 30 días de conciliación y arbitraje, lo que prácticamente daba a los patronos un mes de tiempo para maniobrar despidos de dirigentes, amenazas, contratación de rompehuelgas, etc.”2.

La legalidad forjada para, aparentemente, resolver los conflictos laborales se convirtió en el pretexto para reprimir a trabajadores y a quienes los acompañaban en sus luchas. Así, el 15 de septiembre de 1945, el parque Libertad se convirtió en el escenario del ametrallamiento de una concentración de obreros y estudiantes que protestaban por la represión que habían sufrido, días antes, los panaderos y los obreros textiles de las fábricas “La Estrella” y “El León”. Ante el endurecimiento de las autoridades, el movimiento social organizado se radicalizó, sobre todo por la influencia del Partido Comunista que, desde las jornadas que llevaron a la caída de Hernández Martínez, fue cobrando una presencia importante en la dinámica socio-política del país3. De hecho, a raíz del ametrallamiento sucedido en el parque Libertad –en el que murió Gilberto Torres, estudiante de la Facultad de Ingeniería de la UES y hermano de Abelardo Torres, director del periódico Opinión Estudiantil— el Partido Comunista, la AGEUS y el Comité Coordinador Sindical declararon, el 21 de enero, una huelga general, mediante la cual exigían, además del cumplimiento de una serie de demandas laborales, la renuncia de tres ministros y la abolición de la Policía Nacional4.

A este desafío, el gobierno de Castaneda Castro respondió con fuerza: no solo desarticuló el movimiento huelguístico, sino que disolvió las organizaciones obreras influidas por los comunistas y expulsó a Guatemala a sus principales dirigentes (Moisés Castro y Morales, Abel y Max Ricardo Cuenca, Virgilio Guerra, Miguel Mármol), donde algunos de ellos fundaron la escuela de formación marxista “Claridad”. Otros dirigentes comunistas se refugiaron en Nicaragua y Costa Rica. Por su parte, los comunistas que se quedaron en el país –entre ellos Salvador Cayetano Carpio— comenzaron a tejer las redes del “Comité de Reorganización Obrero Sindical” (CROS)5.

Por el lado de la represión cubierta de legalidad, Castaneda Castro cumplió su propósito de desmembrar al movimiento obrero. También implantó severas restricciones a la libertad de expresión. Por otro lado, quiso impulsar la integración de Centroamérica, uniéndose en el empeño a la Guatemala gobernada por Juan José Arévalo, con el cual firmó, en 1946, el Pacto de San Cristóbal, que “esbozaba el proceso de unificación de los países en tres fases: estudio preliminar de la tradición unionista, examen de los problemas constitucionales implicados en la unificación y consulta popular”6.

Pero no todo le estaba saliendo bien al gobierno. A inicios de 1948 era claro que había fallado en la reorganización de la administración pública, en el sentido de que la misma fuera funcional a los cambios que se estaban gestando en la estructura económica; no había podido cohesionar a los diversos sectores y promociones de la Fuerza Armada; y no se había ganado a los militares que, sin haber sido abiertamente contrarios a Hernández Martínez, no estuvieron conformes con la forma cómo este trató a los civiles y militares sublevados el 2 de abril7.

De hecho, Castaneda Castro ya había tenido que lidiar con la amenaza de un golpe de Estado, cuatro meses después de haber asumido el mando presidencial. Ese golpe fue desactivado y los oficiales involucrados –entre quienes se encontraba el mayor Oscar Osorio— dados de baja, acusados de sedición. Aunque respetó la vida de los militares implicados y posteriormente creó tres importantes distinciones honoríficas para los miembros del Ejército, la cohesión militar en torno a su figura nunca fue sólida. A las desavenencias en el estamento militar se sumaron otras: una confrontación, en 1947, entre la Corte Suprema de Justicia y el Ejecutivo que desembocó en disturbios y tiroteos callejeros, y la desafección de las familias vinculadas al ascendente sector comercial-industrial que no se sentían conformes con el régimen de Castaneda Castro.

Estas familias apoyaron a un grupo de militares y civiles para derrocar de manera incruenta al presidente, el 14 de diciembre de 1948, con el pretexto de que este buscaba reelegirse8. Se estableció, en ese momento, el “Consejo de Gobierno Revolucionario”9. Ya iban, en un lapso de casi 20 años, tres golpes de Estado –el de Hernández Martínez (1931), el de Osmín Aguirre y Salinas (1944) y ahora el del Consejo de Gobierno Revolucionario (1948)—, y solo dos gobiernos legitimados constitucionalmente (el de Andrés I. Menéndez, de corta duración, y el de Salvador Castaneda Castro). En todo este lapso de tiempo, los principales protagonistas de la conducción del Estado fueron militares; y así sería en lo sucesivo, hasta 1979. Es decir, la salida del poder de Castaneda Castro se convierte en un eslabón más en la militarización del Estado salvadoreño.

Esa militarización no excluía la pretensión de legitimar jurídicamente el ejercicio de poder estatal. Y así, Castaneda Castro no solo se sirvió de la Constitución de 1945 para llevar adelante sus propósitos de cara al movimiento social, sino que quiso modificar ese mismo texto constitucional para reelegirse, aduciendo que los cuatro años de mandato presidencial establecidos por este (Art. 5) eran una traba para dar continuidad a las gestiones a favor de la unión centroamericana que ya se habían emprendido. Si él se salía con la suya, la oportunidad de otros sectores militares de ser protagonistas en la conducción del Estado se vería socavada.

Justamente, esto es lo que buscaban los militares –la mayoría con el rango de mayor, capitán y teniente coronel— que deciden derrocar a Castaneda Castro; es eso lo que defendían cuando eligieron, “mediante voto nominal y secreto, un triunvirato militar que, junto con dos civiles, se encargará de dirigir ‘el Gobierno de la Revolución’. ‘Es importante destacar que desde esa elección en adelante, las Asambleas Generales de Jefes y Oficiales del Ejército o Asambleas Militares, en que todos y cada uno de ellos tiene un voto por cabeza, sin tomar en cuenta el grado, rango o jerarquía oficial, se convierten en el ‘demos militar’, para elegir al futuro presidente o gobernante, o para solucionar una honda crisis institucional’”10.

En esta visión, el estamento militar lejos de situarse al margen de la dinámica política, con sus conflictos y tensiones, se asumió como el principal protagonista. No se concibió como árbitro, sino como actor-conductor de la política nacional. El republicanismo constitucional, con sus exigencias en lo que se refiere a la separación de poderes y al imperio de la ley, fue socavado por un poder que no solo se puso por encima de los demás poderes, sino que tenía la capacidad de hacerlo por la fuerza de las armas cada vez que lo considerara oportuno. Fue justamente esta lógica la que se impuso en el golpe de Estado que derribó a Castaneda Castro.

El Consejo de Gobierno Revolucionario decide restaurar la institucionalidad perturbada por aquel y prepara unas elecciones en las cuales todo se arregló para que resultara electo el coronel Oscar Osorio (1950-1956), candidato del partido oficial, el Partido Revolucionario de la Unificación Democrática (PRUD). En esta fase de la militarización del Estado salvadoreño, los militares hacen su mejor esfuerzo por institucionalizar el poder que ejercen; expresión de ese esfuerzo es la formación del PRUD, que serviría de plataforma partidaria a los candidatos oficiales, cuyo triunfo electoral se buscaría asegurar por medios extralegales. Este proceso coincide con la entrada del país en una etapa de modernización y desarrollo industrial –que tiene sus dinamismos de origen a nivel internacional—, la cual es asumida por el nuevo gobierno militar como su principal responsabilidad. Por esos años –exactamente en 1948— se había creado, bajo los auspicios de la ONU, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), con el propósito de incentivar la industrialización de los países latinoamericanos.

2. Consolidación y crisis del Estado militarizado

Una vez en el cargo, el coronel Osorio se esforzó por hacer del aparato estatal el promotor del crecimiento, lo cual quedó plasmado en el texto constitucional de 1950, con el que se pretende legitimar ese nuevo rol del Estado salvadoreño. Sin duda alguna, de lo que se trata con Osorio es de fortalecer el Estado, pero no de hacerlo desde la perspectiva de un Estado democrático de derecho, sino siempre desde la óptica del predominio militar, aunque se afirme constitucionalmente que el gobierno es republicano, democrático y representativo (Art. 3) y que el mismo se compone de tres poderes: “Legislativo, Ejecutivo y Judicial, que actuarán independientemente dentro de sus facultades, las cuales son indelegables, y colaborarán en el ejercicio de las funciones públicas” (Art. 2). El Estado militarizado es lo más opuesto, en la práctica, al republicanismo democrático que se suscribe en la Constitución de 1950. Esto no excluye el encomiable propósito de que el Estado asegure a los “habitantes de la República el goce de la libertad, la salud, la cultura, el bienestar económico y la justicia social”(Art. 2).

La idea es asegurar a los habitantes de El Salvador, desde el Estado, una existencia digna, lo cual solo puede ser posible a partir de un intervencionismo estatal orientado a tal fin; también se requiere impulsar un régimen económico que “debe responder esencialmente a principios de justicia social que tiendan a asegurar a todos los habitantes del país una existencia digna del ser humano” (Art. 135). En esta línea, se garantiza la libertad económica y la propiedad privada siempre que la primera no se oponga al interés social y la segunda esté en función social (Art. 136 y Art. 137).

Por lo mismo, se hace necesario regular con carácter tutelar las relaciones laborales, estableciendo, entre otras cosas, la protección estatal del trabajo, las prestaciones sociales en las empresas, derecho a un descanso remunerado, la limitación de la jornada laboral, la asociación sindical, la contratación colectiva, el salario mínimo, la seguridad social como un servicio público obligatorio y la protección laboral de los trabajadores agrícolas y domésticos11.

En materia social y laboral, la Constitución de 1950 es ejemplar. Se concretaba en ella la versión salvadoreña del Estado de bienestar, pujante en ese momento en la mayoría de países europeos, especialmente en Suecia, Holanda y Dinamarca. El influjo más inmediato provenía de México, donde el Partido de la Revolución Institucional (PRI) se había consolidado en el poder y llevaba adelante un proyecto populista-desarrollista cuyo artífice era el Estado mexicano. En El Salvador, la facción militar que rodeaba a Osorio, apoyada por un sector empresarial industrializante que emergía en esos momentos, era la que se había propuesto ser la impulsora de un nuevo modelo de desarrollo.

1 Ibíd., p. 169.

2 Ibíd.

3 Para un examen del renacer del Partido Comunista Salvadoreño después de los sucesos de 1932, Cfr., L. A. González, Izquierda y cristianismo en El Salvador, 1970-1992. Tesis de Maestría en Ciencias Sociales. FLACSO-Sede Académica de México, 1994, pp. 77 y ss.

4 J. M. Castellanos, El Salvador 1930-1960…, p. 170.

5 Ibíd., p. 171.

6 Ibíd.

7 Ibíd., pp. 171-172.

8 Ibíd.

9 Integrado por los mayores Oscar Osorio y Oscar Bolaños, el coronel Manuel de J. Córdova, y los civiles doctores Reynaldo Galindo Pohl y Humberto Costa. Para un resumen del periodo en Centroamérica, Cfr., M. Vidal, Nociones de historia de Centroamérica. San Salvador, Editorial Universitaria, 1961, 317-319.

10 J. M. Castellanos, El Salvador 1930-1960…, pp. 174-175.

11 Cfr., Constitución política de El Salvador, 1950. Capítulo II: “Trabajo y seguridad social”.

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