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El pasajero fantasma del museo del ferrocarril (5)

René Martínez Pineda *

Entonces ella bramó desde el pecho –aaahhhh- y le dio una cachetada; bramó con fuerza y con furia e hizo palpitar sus pezones como rosas abiertas al viento; entonces ella bramó con más furia como un animal en celo y sintió que se vaciaba, capsule gota a gota, en la boca del pasajero fantasma hasta bañarlo con su esencia vaginal, tan mortal como tibia, pegajosa y dulce; sintió que se vaciaba por completo, que se vaciaba a chorros, a cantaradas, como si al hacerlo sacara todo lo malo. Los mil novecientos treinta y dos espasmos en su cuerpo hicieron temblar el vagón presidencial, y provocaron que el ambiente interno se pusiera ensopado y abochornado; su respiración y presión arterial se aceleraron geométricamente hasta rozar el borde del infarto radical, que es llegar -como decía la canción de los Bee Gees que sonaba al fondo- a “the edge of the universe”. Su cuerpo quedó despoblado y tiritando por los estertores feroces y continuos de un orgasmo, tan diluviano como exponencial, que iba más allá del placer sexual; su vagina abriéndose y cerrándose de forma involuntaria como si no supiera si está en la última fase de la vida o en la primera fase de la muerte; su vagina convertida en una dionaea que acaba de atrapar a su presa.

Tintinearon unos pasos en el pasillo del vagón presidencial, los pasos apagados de dos hombres que caminaban de puntillas. Hay que salir inmediatamente de aquí, dijo, uno de ellos, después de lanzar la mirada hacia afuera. La mujer, exhausta y colmada, seguía con las piernas abiertas, temblando arrítmicamente, salivando, goteando, jadeando, los dedos de sus pies perfectos hechos un nudo, mirando al techo, imitando la actitud de saciedad y sosiego del depredador o de quien acaba de vengarse. En su mano derecha sostenía una cuerda de once varas de largo y en la izquierda un hacha de carnicero. ¿Por qué está tan muda la estación? ¿Así tenía que ser? Preguntas retóricas, se sobreentiende. Su garganta, de súbito, se puso seca y asqueada. Miró la hora de nuevo. Ya estuvo, dijeron los dos. El pasajero fantasma había dejado de lamerla y parecía felizmente dormido, su cuerpo había quedado derrumbado a sus pies como colina colapsada y nadando en una sanguaza indecible y viscosa.

De pronto: los pasos atolondrados del maquinista. Llegaron hasta el forense unos gritos que parecían ensayados. El forense sonrió. Apoyó entonces su dedo índice en la sien derecha. El maquinista lo llamó en voz alta. Parecía excitado. El forense vio por la ventanilla cómo se alejaban del tren una mujer y dos hombres, quienes fueron recogidos por el carro motor de inspección. Fuera de eso todo lucía sereno. Miró su reloj de leontina (hueco, de bronce, con una libélula azul en el carapacho, 84 centímetros de largo, números arábigos) y vio que eran las seis de la mañana, como si el reloj hubiera vomitado todo el tiempo recorrido. Impecable y luctuoso en su caminar, se dirigió al bar donde lo esperaban el maquinista y dos policías. Nueve pasos en total. El muro económico que en el abordaje del tren ponía a muchos de un lado y a unos pocos del otro, había sucumbido. Todos parecían ser los invitados de una misma fiesta en el andén del Museo del Ferrocarril.

El telegrafista reventaba su aparato con rayas y puntos hasta inundar con su ruido todo el andén de la estación: .- … . … .. -. .- .-. — -. (decía, el mensaje). ¿Cuándo putas saldrá el tren? se preguntó, uno de los viajantes, en tono febril e impaciente, pues parecía que la locomotora no tenía ninguna intención de salir del Museo. En este tren nadie sabe nada y todos lo saben todo; todos parecen estar y no estar al mismo tiempo, se dijo, a sí mismo, el encargado de la ventanilla de boletos, recordando que ya tenía más de diez años de no abrirla. ¡Que pase lo que Dios ha tardado tanto en hacer pasar! La locomotora número 12 estaba fría y todos los vagones solitarios, tal como en los últimos años, y el andén parecía un panteón abandonado en el que sólo deambulaban recuerdos, ecos y fantasmas de tiempos mejores. Se encogió de hombros y se talló los ojos como si bruscamente volviera en sí. La mañana empezó a caminar lentamente y a explayarse en palabrerías sobre la mutación del victimario en víctima.

El forense ya había perdido de vista a la mujer y a los dos hombres que se bajaron del tren para ser recogidos por el carro motor de inspección. Ya están a salvo, pensó. El maquinista se paró junto a él. Disculpe, doctor. ¿Si? ¿Tiene usted la bondad de acompañarme? Tenemos un problema. El forense se puso de pie y lo siguió como contando los pasos. Atravesaron el pasillo del vagón presidencial hasta llegar al otro extremo. Un fuerte olor a semen ralo, a mojito cubano con higuera del diablo y, especialmente, a esencia vaginal, dulzona y adictiva, lo invadía todo y hacía que el aire se pusiera denso como atol hirviendo. En la última butaca, los policías aislaban el lugar con una cinta amarilla. Necesitamos de sus servicios técnicos, usted está aquí como caído del cielo. El forense pasó sobre la cinta amarilla y se quedó viendo la escena y, entonces, su boca se estiró, levemente, hacia el lado izquierdo. Suspiró profundo, como cuando se está frente a una obra terminada.

Los gestos faciales de los gendarmes eran inequívocos. Era evidente que había ocurrido un homicidio. Todos hicieron una pausa y del pecho del maquinista salió una especie de quejido sofocado. ¿Entonces? Entonces, respondió uno de los policías, este señor está muerto; ahorcado y mutilado, según parece, pero no hay seguridad de ello. ¿Qué opina usted, doctor? ¿Un pasajero? Digamos que un pasajero fantasma porque se supone que no debería estar aquí, sino que en su propio funeral, dijo, entrecortado, el otro policía, como si estuviera cometiendo una indiscreción. Sin nombre, me imagino, dijo el forense. El maquinista consultó unas páginas viejas… Tiene usted razón: sin nombre, dijo, con naturalidad. En el detalle no queda claro si tenía un cargo político o un rango militar de mediana altura, agregó, el maquinista. Una de dos, entonces: o venía de incógnito este señor, o nunca estuvo aquí y esto que vemos es una alucinación colectiva. Suele pasar en lugares abandonados como este.

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