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El octubre de Monseñor Romero

Luis Armando González

El año 2018 está entrando a sus últimos tres meses. El tiempo ha pasado volando y parece que fue ayer que estábamos en enero, conmemorando un aniversario más de los Acuerdos de Paz. Si algo enseña el paso de los años es que el país avanza con sus ritmos, cimentando procesos de cambio –propios de los ritmos históricos, sociales, económicos, políticos y culturales— que a más de alguno le pueden resultar demasiado pobres, pero que sin que reparemos en ello van configurando un El Salvador que, aunque conserve rasgos de antaño, tiene un rostro cada vez más distinto al de las décadas previas a 1992.

Esto se puede ilustrar con un ejemplo importante: la participación, la cual –si bien no tiene las expresiones y la masividad de los años setenta del siglo XX— para nada está ausente de la vida nacional: desde la participación electoral (permanente desde 1982 hasta el presente), pasando por formas de participación inéditas (por los derechos de las mujeres, en defensa de la diversidad sexual, en defensa de los recursos naturales, etc.) y las conmemoraciones dedicadas a figuras religiosas (Monseñor Romero, jesuitas de la UCA, Rutilio Grande), hasta la marchas populares con fuerte representación sindical, como las del 1 de mayo.

Ciertamente, la represión política y la guerra civil ahogaron la participación popular social, y durante los 20 años de ARENA no se dieron las mejores condiciones para que la misma floreciera. Sin embargo, en el presente –a iniciativa del actual gobierno— se cuenta con una política de participación ciudadana (para el Órgano Ejecutivo), y está en discusión una propuesta de ley de organizaciones ciudadanas.

En materia de participación, el país ha cambiado; de una situación de pobreza participativa extrema después de la firma de la paz, se fueron abriendo cauces participativos que, obstaculizados por la derecha en el gobierno, ahora pueden ser usados libremente por cualquier persona u organización.

Se trata, eso sí, de un contexto distinto al de los años setenta, cuando el derecho a participar era violentado por los gobiernos militares y cuando las demandas ciudadanas tenían otras características respecto de las que se tienen en el presente, en una sociedad urbanizada, juvenilizada, con una economía centrada en los servicios y con una cultura fuertemente “norteamericanizada”.

Cambios como el mencionado –y otros— han estado operando en los nueve meses ya trascurridos de 2018, y seguirán actuando en el último trimestre del año…, y en los años por venir. Y la incidencia de un nuevo gobierno, a partir de 2019, en su potenciación o en su obstaculización será decisiva para la configuración de El Salvador del futuro.

Pero bien, hemos entrado en la recta final del año 2018 y hay un hecho significativo en octubre –uno de los más significativos de la historia nacional— que expresa, precisamente, cuánto ha cambiado El Salvador desde 1980 hasta 2018: la canonización de Monseñor Romero y el modo cómo se está viviendo ese acontecimiento.

Monseñor Romero –el Beato, para efectos oficiales— fue asesinado el 24 de marzo de 1980, por un comando terrorista que siguió las órdenes de Roberto d’Aubuisson, quien a su vez era financiado por la oligarquía salvadoreña y protegido por la cúpula militar.

Su muerte se dio en un contexto de odio hacia él, por sus críticas a los abusos de los grupos de poder económico y al terror estatal y paramilitar, pero también de odio hacia otras figuras de la Iglesia que acompañaban a amplios sectores sociales –campesinos, estudiantes, profesionales, obreros, vendedoras de los mercados, pobladores de tugurios, artistas— que exigían el respeto a sus derechos fundamentales. Las homilías de Monseñor Romero eran una denuncia permanente de esos abusos y esa violencia, y una defensa del derecho popular y social a una vida digna, lo mismo que a la participación y la organización.

Su asesinato generó incertidumbre en quienes veían en él a su ángel guardián. “Si mataron a Monseñor Romero –se decía después del 24 de marzo— qué no nos harán a nosotros”. Celebrarlo, honrarlo y defender sus ideas estuvo prohibido dentro y fuera de la Iglesia (salvo excepciones extraordinarias) prácticamente hasta el fin de la guerra, e incluso después. Quienes hicieron suyo el legado de Monseñor Romero se jugaron la vida en ello; la sociedad salvadoreña les debe más de lo que quepa suponer.

Gracias a ellos y a ellas –en la Cripta de Catedral (cuando era un lugar oculto), en la Fundación Romero, en la capilla de la UCA, San Antonio Abad, Guarjila, Los Ranchos, Arcatao, San José Las Flores, Torola, Bajo Lempa— Monseñor Romero se mantuvo vivo y actuante: ahí, en la pobreza y la persecución, fue reconocido como un santo. Y desde aquí se abrió paso, con dificultades de todo tipo, el proceso que, primero, llevó a su beatificación y, a mediados de octubre, a su canonización.

Nadie pensaría que del Beato Romero y próximo santo –de quien todo el mundo habla, incluso quienes lo odiaron (y quizás todavía lo siguen odiando)— no se podía hablar abiertamente, que había que hacerlo con sigilo y prudencia; que los libros con sus homilías no se podían andar bajo el brazo por la calle ni leyéndose en cualquier parte; que estaba oculto en las catacumbas de Catedral, seguramente con la intención de borrar su presencia de la Iglesia y de la sociedad.

Así eran las cosas en aquellos años ochenta. Muchos de los que ahora quieren “espiritualizar” a Monseñor Romero lo odiaron a él y a sus ideas; y odiaron al pueblo organizado que reclamaba sus derechos básicos. Sin duda, Monseñor Romero no es patrimonio de nadie en particular, pero para decirse seguidor suyo y hablar con decencia de él, como Arzobispo, como Beato y como Santo, no se pueden borrar de la historia ni las razones de su asesinato ni a sus hechores, ni la cruel sangría que siguió a su muerte después del 24 de marzo y que tuvo entre sus episodios finales el asesinato de los jesuitas de la UCA –seguidores fieles de Monseñor Romero— en 1989.

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