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El nuevo orden estadounidense

Tom Engelhardt

TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza

Las elecciones del 1%; la privatización del Estado; una cuarta rama del gobierno; y la desmovilización de “nosotros, sales el pueblo”

¿Alguna vez han asumido una tarea para la que no se sentían preparados solo porque sabían que alguien tenía que hacerla? Tomen este artículo como un ejemplo de ello, ambulance y permítanme que sintetice lo que yo entiendo: basándonos en la evolución de nuestro mundo post-11-S, podríamos estar ante el nacimiento de un nuevo sistema político estadounidense y de una nueva manera de gobernar para los que, de momento, no tenemos nombre.

Y esto es lo que me resulta extraño: la prueba de ello, aunque incipiente, está por todas partes y aún así, es como si no pudiéramos soportarla o encontrarle sentido, como si ni siquiera pudiéramos admitirla.

Permítanme que, aunque de forma insuficiente, exponga mis argumentos, basándome en cinco áreas en las que estarían surgiendo los pálidos contornos de ese nuevo sistema: las campañas políticas y las elecciones; la privatización de Washington mediante la alianza entre las grandes empresas y el Estado; la deslegitimación de nuestro sistema de gobierno tradicional; el fortalecimiento del Estado de seguridad nacional como una cuarta rama intocable del gobierno; y la desmovilización de “nosotros, el pueblo”.

Independientemente de adónde nos lleve esto, parece sustentarse, al menos en parte, en la cada vez mayor concentración de riqueza y poder en manos de una clase plutocrática y en ese Estado de seguridad nacional en constante ampliación. No cabe duda de que está gestándose algo fuera de lo normal y sin embargo los dolores del parto, si bien están logrando una amplia cobertura mediática, suelen describirse como aspectos de un sistema estadounidense excesivamente familiar que estaría desbaratándose.

1. Las elecciones del 1%

Revisen las noticias sobre las elecciones presidenciales de 2016 y enseguida tendrán la sensación de haber vivido esto antes. Para empezar, los dos nombres asociados a ellas, Bush y Clinton, no podrían resultar más familiares, resaltando la curiosa naturaleza dinástica de las últimas contiendas presidenciales. (Si en 2016 y de nuevo en 2020 volviera a ganar un Bush o un Clinton, un miembro de esas familias habría ejercido la presidencia durante 28 de los últimos 36 años)

Tomen, por ejemplo, “Why 2016 is Likely to Become a Close Race”, un artículo reciente que Nate Cohn escribió para The Upshot, la nueva sección del New York Times. Cohn, un destacado estadístico electoral, señala que a pesar de su histórico y asombroso liderazgo en las elecciones primarias del Partido Demócrata (y de la falta de rivales serios), Hillary Clinton podría perder las elecciones generales. Y lo hace basándose en lo que sabemos sobre su popularidad electoral desde los tiempos de Mónica Lewinsky en los 90 hasta la actualidad. Cohn asegura a los lectores que Hillary no “será un Eisenhower demócrata, un alto cargo popular del gobierno que obtenga una victoria fácil”. La comparación puede interpretarse como una confirmación implícita del futuro cercano. (No, Virginia, no hemos abandonado ese mundo de la política en el que el ex general y presidente Dwight D. Eisenhower aún puede ser una piedra de toque.)

Cohn podría estar en lo cierto en lo que se refiere a la condición de elegible de Hillary, pero estos no son los Estados Unidos de Dwight D. Eisenhower, ni siquiera los de Al Gore. La prueba de ello nos la dan las primarias de este año. Me estoy refiriendo a las de 2015, por supuesto. Hubo una vez en que la temporada de campaña política arrancaba cuando, al comienzo del año electoral, los candidatos acudían en bandada a Iowa y New Hampshire para captar a los votantes “de buena fe” de su partido. Hoy por hoy, sin embargo, esa es la última etapa de las primarias.

La primera etapa de las primarias, la que cuenta, se celebra entre un pequeño grupo de millonarios y multimillonarios , una nueva casta adinerada que personalmente, o mediante complejas redes de donantes, invierten miles de millones de dólares en las campañas de los candidatos que han decidido apoyar. Por eso la primera etapa de las primarias –que este año es sobre todo un asunto republicano– está teniendo lugar en destinos turísticos como Las Vegas, Rancho Mirage, California o Island Sea (Georgia), tal y como los medios han informado ampliamente . En estas “contiendas” participan políticos serviles que están a disposición de los ricos y poderosos, reflejándose en ello nuestro nuevo sistema electoral del 1%. (Por ejemplo, el principal súper Comité de Acción Política a favor de Hillary pretende lograr un bote de 500 millones de dólares, mientras que la red de los hermanos Koch ya ha prometido desembolsar casi mil millones de dólares para la próxima temporada de campaña, duplicando lo gastado en el último año de elecciones presidenciales).

Desde que en 2010 el Tribunal Supremo fallara a favor de las grandes empresas en el caso [del grupo conservador] Citizens United [contra la FEC, Comisión Federal Electoral], autorizando las contribuciones ilimitadas de estas a las campañas políticas, cada una de las elecciones posteriores ha marcado un nuevo récord en la cantidad de dinero donado y gastado. La campaña presidencial de 2012 alcanzó por primera vez los 2 mil millones de dólares; y se prevé que la de 2016 llegue a los 5 mil millones sin problemas. En comparación, según un estudio de Burton Abrams y Russell Settle titulado “The Effect of Broadcasting on Political Campaign Spending”, los republicanos y los demócratas juntos habrían gastado menos de 13 millones de dólares en 1956, cuando Eisenhower ganó su segundo mandato.

Entre tanto, sigue siendo verdad que en las elecciones primarias de 2016 participarán los votantes reales, como también lo harán posteriormente en las presidenciales. La anterior temporada electoral, las elecciones de mitad de mandato de 2014, costó casi 4 mil millones de dólares, un récord a pesar de que el número de pequeños donantes seguía descendiendo . Representó además la participación más baja en unas elecciones de mitad de mandato desde la Segunda Guerra Mundial. (Véase más abajo la desmovilización del pueblo estadounidense, y súmese la desmovilización de los demócratas como un partido real, el desmantelamiento del trabajo organizado, la fragmentación del Partido Republicano, y el regreso de las “ leyes de supresión del voto “ claramente destinadas a limitar el sufragio.) No importa demasiado lo que la nueva avalancha de dinero consiga en dichas elecciones cuando te das cuenta de que el peso de la desigualdad está influyendo en todo el proceso y empujándonos hacia un lugar nuevo .

2. La privatización del Estado (o los Estados Unidos como futuro país del Tercer Mundo)

En la información que ofrecen los medios sobre porqué Hillary Clinton utilizó una dirección de correo electrónico personal cuando estaba en el Departamento de Estado, se pueden encontrar infinidad de referencias a los Clinton de antaño del estilo “ya sabéis como sonellos”; y sí, efectivamente, Hillary borró un montón de correos electrónicos; y sí, efectivamente, se aproxima un año electoral y, como señalan todos, los republicanos van a hacer lo posible para mantener vivo el asunto de los correos electrónicos hasta que las ranas críen pelo, etc., etc. Una vez más, ese tipo de cobertura mediática, llamativa e hipnótica, no hace sino reforzar la sensación de que ya lo hemos visto antes, de que siempre es lo mismo.

Sin embargo, no es cierto que ya lo hayan visto todo. El aspecto más llamativo de este pequeño revuelo reside en lo más obvio pero menos destacado. Una secretaria de Estado estadounidense optó por su propio sistema de correo electrónico privado y protegido para realizar tareas de gobierno; es decir, eligió hacer privadas sus comunicaciones. Si estuviésemos en El Cairo no habría ni que pensarlo dos veces. Pero no ocurrió en ningún país del Tercer Mundo. Fue la acción de un funcionario clave de la superpotencia que gobierna (o azota) el planeta, una acción que –aunque no fuera la primera vez que sucedía una cosa así– debería ser considerada como un síntoma muy pequeño de algo que no podría ser más grande o, a la larga, más nuevo: la continua privatización de los Estados Unidos, o al menos de la parte que corresponde a su seguridad nacional.

Aunque la alianza entre el Estado y las grandes empresas tiene una prehistoria, la aparición masiva de empresas de “servicios” asociados a la guerra tuvo lugar después del 11-S. Algún día esa fecha será reconocida como un momento seminal en la formación de lo que sea que esté por llegar en este país. En solo 13 años, no existe una sola parte del Estado bélico que no haya experimentado alguna forma de privatización importante. El ejército estadounidense ya no podría ir a ninguna guerra sin sus empresas compinches haciendo turnos de cocina y de guardia, repartiendo el correo, construyendo las bases y participando en prácticamente todas sus actividades, incluyendo el entrenamiento de los ejércitos de países aliados y la propia lucha. Dichas empresas de guerra actualmente intervienen en prácticamente todos los aspectos del Estado de seguridad nacional, incluyendo la tortura , los ataques con drones y –con cientos de miles de empleados contratados como Edward Snowden– los servicios de inteligencia y espionaje. Elijan uno cualquiera y verán que en estos últimos años ha sido privatizado, al menos parcialmente.

Todo lo que tienen que hacer es leer el último libro del periodista James Risen, Pay Any Price , sobre cómo se libró la guerra global contra el terrorismo en Washington, y sabrán que la privatización ha traído consigo algo más: corrupción, estafas, y la manipulación del sistema para obtener beneficios del tipo que suelen asociarse con una cleptocracia típica del Tercer Mundo. Y todo esto, el nacimiento de un nuevo mundo, estaba reflejado en cierto modo en la decisión absolutamente personal de Hillary Clinton sobre sus correos electrónicos.

Aunque se trata de un tema que conozco mucho menos, es indudable que esta clase de privatización (y la corrupción que la acompaña) también está en marcha en la parte del Estado que no se encarga de hacer la guerra ni de planificar la seguridad.

3. La deslegitimación del Congreso y de la presidencia

En un tercer frente, la “confianza” estadounidense en los tres poderes clásicos del gobierno diseñados para controlarse y equilibrarse entre sí, sigue disminuyendo según indican los sondeos. En 2014, el porcentaje de estadounidenses que expresaron “mucha confianza” en el Tribunal Supremo alcanzó un nuevo mínimo del 23%; en el caso de la presidencia fue un 11%, y en el del Congreso arañó un 5%. (Por otro lado, el ejército tiene la confianza de un 50%). Las cifras para la opción “prácticamente ninguna confianza” fueron 20%, 44% y más del 50%, respectivamente. Estos números se aproximan a los récords de las últimas cuatro décadas, en algunos casos batiendo uno nuevo.

Se puede decir que en los últimos años el Congreso ha estado inmerso en su propio proceso de deslegitimación. Donde una vez residió el poder legítimo para declarar la guerra, por ejemplo, ahora “se discute” de forma desganada una petición de “autorización” para una guerra contra el Estado Islámico en Siria, Irak y seguramente otros lugares, que está en marcha desde hace ocho meses y cuyo curso, según parece, se mantendrá fundamentalmente sin cambios tanto si la autoriza el Congreso como si no lo hace.

¿Qué diría el presidente Harry Truman, famoso por dirigir su campaña presidencial contra un Congreso que “ no hace nada “, sobre una institución que verdaderamente no puede hacer prácticamente nada? O mejor dicho, un nuevo Congreso que da a los halcones de la guerra republicanos su parte, lo cual no es poco. Asimismo, también están demostrando ser capaces de actuar con eficacia para deslegitimar la presidencia. La invitación de John Boehner, presidente de la Cámara de Representantes del Congreso, al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu para socavar las negociaciones nucleares con Irán y la carta firmada por 47 senadores republicanos dirigida a los Ayatolás iraníes son ejemplos llamativos de ello. Pretenden derribar una “presidencia imperial” de la que los republicanos hacían gala hasta no hace mucho.

La naturaleza radical de esa carta, no como un acto de Estado sino de su deslegitimación, fue constatada incluso en Irán, donde el líder supremo Ali Khamenei calificó dicha carta como “un signo de la decadencia de la ética política y de la desintegración interna del sistema estadounidense”. Aquí, sin embargo, la carta se interpreta o bien como un acto aislado particularmente extremo (“¡traición!”) o bien, como hizo Jon Steward en “The Daily Show”, como parte del constante toma y daca entre demócratas y republicanos por ver quién controla la política exterior. Ni una cosa ni la otra. La carta forma parte de un patrón creciente según el cual el Congreso pasa a ser una institución cada vez menos eficiente, salvo en su empeño de asumir y, potencialmente, eliminar la presidencia.

En el siglo XXI, para lo único que los republicanos del “gobierno pequeño” y los demócratas del “gobierno grande” se ponen de acuerdo es para apoyar de manera casi incondicional al ejército y al Estado de seguridad nacional. El Partido Republicano –con sus diversas facciones cada vez más tan enfrentadas entre sí, al tiempo que se oponen a los demócratas– solo se muestra razonablemente unido en los asuntos que tienen que ver con la guerra y la seguridad. En cuanto a los demócratas, una administración impopular continuamente atacada por quienes odian al presidente Obama, mantienen su posición aliándose y fundiéndose con el Estado de seguridad nacional. Un presidente que llegó al poder rechazando la tortura y que pretendía aportar luz y transparencia al gobierno, al cabo de seis años y pico, ha llegado a identificarse casi totalmente con el ejército estadounidense, la CIA, la NSA y similares. Al tiempo que lanzaba una campaña sin precedentes contra denunciantes e informantes (y arrojaba luz y transparencia), la Casa Blanca de Obama se ha revelado como un factor clave para el Estado dentro del Estado del que se ha vuelto particularmente dependiente, un destino extraño para la “presidencia imperial”.

4. El auge del Estado de seguridad nacional como el cuarto poder del Estado

Una de las “ramas” del gobierno está creciendo e independizándose de cualquier tipo de supervisión. Su capacidad para hacer cumplir sus deseos sin apenas oposición por parte de Washington es un rasgo sorprendente de nuestro momento actual. Pero aunque se informa regularmente de los síntomas de este proceso, el fenómeno en su conjunto –la creación de una cuarta rama de facto del gobierno– merece muy poca atención. En la era de la lucha contra el terrorismo, el Estado de seguridad nacional ha encontrado su razón de ser. Su crecimiento ha sido excepcional. Aunque raramente se señala, debería considerarse extraordinario que en este periodo hayamos conseguido un segundo “departamento de Defensa” completo, el departamento de Seguridad Interior, y que este y el Pentágono se hayan atrincherado todavía más, cada uno rodeado de su propio y cada vez mayor “entramado” de empresas privadas, cabilderos y aliados políticos. La militarización del país ha avanzado a buen ritmo en estos años.

Entre tanto, resulta llamativa la duplicación que se aprecia en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos, con sus 17 agencias y organizaciones subsidiarias. Su creciente capacidad para vigilar y espiar a escala global, incluyendo a sus propios ciudadanos, dejaría en ridículo a los estados totalitarios del siglo pasado. El que las distintas partes del Estado de seguridad nacional puedan actuar como les parezca sin tener que rendir cuentas ante ningún tribunal resulta tan obvio que no necesita explicación. A medida que la riqueza se ha ido redistribuyendo hacia arriba en la sociedad estadounidense de una forma que no se veía desde la primera “Edad dorada” (Gilded Age), el dinero de los contribuyentes ha pasado a manos del Estado de seguridad nacional de manera casi plutocrática.

Periódicamente aparecen nuevos informes sobre las actividades de las partes que componen ese Estado. En las últimas semanas, por ejemplo, supimos a través de Jeremy Scahill y Josh Begley, del Intercept, que la CIA lleva años intentando desencriptar los iPhones y las iPads de Apple; es decir, tratando de atacar a una empresa estadounidense (aun cuando haya externalizado importantes partes de su proceso de producción a China). Mientras tanto, Devlin Barret, del Wall Street Journal, informó de que la CIA, una agencia que tiene prohibido llevar a cabo operaciones de espionaje dentro de Estados Unidos, sean del tipo que sean, ha estado ayudando a los Marshals (parte del departamento de Justicia) a desarrollar una red aérea digital para capturar delincuentes usando los teléfonos móviles estadounidenses. Los aviones que sobrevuelan hasta cinco ciudades estadounidenses llevan una tecnología que “imita una torre de telefonía móvil”. Esta tecnología, desarrollada y probada en zonas de guerra alejadas y que acaba de ser traída a “casa”, forma parte de la militarización en curso del país, desde sus fronteras hasta sus fuerzas policiales . Y prácticamente no ha habido una sola semana desde que Edward Snowden filtrara los primeros documentos de la NSA en junio de 2013 en la que esos “avances” no hayan ocupado la actualidad.

Regularmente surgen noticias sobre la ampliación, reorganización y modernización de partes del sistema de inteligencia, un tipo de reportajes que se ha convertido en el zumbido de fondo, apenas audible, de nuestras vidas. Recientemente, por ejemplo, el director de la CIA, John Brennan, anunció una importante reorganización de la Agencia para acabar con la tradicional separación entre espías y analistas, y que se iba a establecer un Directorio de Innovación Digital responsable, entre otras cosas, de la ciberguerra y el ciberespionaje. Casi al mismo tiempo, según el New York Times, se otorgaba al Centro para las Comunicaciones Estratégicas de Contraterrorismo, una oscura agencia del Departamento de Estado, un nuevo y amplio papel en la coordinación de “todos los esfuerzos de contra-propaganda en marcha [contra la propaganda en línea de grupos terroristas como el Estado Islámico] por parte de los organismos federales más importantes, incluyendo el Pentágono, la Seguridad Interior y las agencias de inteligencia”.

Este tipo de cosas son habituales en una era en la que el Estado de seguridad nacional no ha hecho más que fortalecerse, elaborando, duplicando y solapando una y otra vez las distintas partes de su creciente estructura laberíntica. Y tengan presente que, en una estructura que ha luchado duramente para mantener en secreto lo que hace, hay muchísimas más cosas que desconocemos. Sin embargo deberíamos saber lo suficiente como para darnos cuenta de que este proceso en curso refleja algo nuevo en nuestra sociedad estadounidense (incluso si a nadie quiere verlo).

5. La desmovilización del pueblo estadounidense

En The Age of Acquiescence , un nuevo libro sobre las dos épocas doradas estadounidenses, Steve Fraser se pregunta porqué en el siglo XIX, otro periodo de excesos plutocráticos, concentración de la riqueza y desigualdad, compra de políticos e intentos de desmovilizar a la gente, los estadounidenses salieron a la calle masivamente y con tanta determinación durante largos periodos de tiempo para protestar contra el modo como estaban siendo tratados, y permanecieron allí incluso cuando el Estado empleó la fuerza para reprimirlos. Y se pregunta también porqué, en el momento actual, la gente permanece sorprendentemente callada ante acontecimientos similares.

Después de todo, un nuevo y desalentador sistema estadounidense está surgiendo ante nuestros ojos. Todo lo que una vez aprendimos en los libros de educación cívica de nuestra infancia sobre cómo funciona nuestro gobierno parece estar torciéndose mientras que el aumento de la pobreza, el estancamiento de los salarios, el ascenso del 0,01%, el colapso del trabajo y la militarización de la sociedad resultan evidentes.

El proceso de desmovilización de la gente sin duda comenzó con el ejército. Inicialmente fue una respuesta a los reclutas revoltosos y rebeldes de la época de Vietnam. En 1973 un plumazo presidencial acabó con el servició militar obligatorio y a partir de entonces las agencias de publicidad se encargarían de los nuevos reclutamientos (un anticipo de la privatización posterior); se mandó a la gente a casa y no volvió a inmiscuirse en asuntos militares. Desde 2001, esa forma de desmovilización ha pasado a estar escrita en piedra y se ha convertido en un modo de vida en nombre de la “seguridad” y la “protección” de la gente.

Desde entonces, “nosotros, el pueblo” nos hemos identificado de tres maneras muy distintas: por la izquierda con el movimiento Occupy, que con sus consignas sobre el 1% y el 99% situó la cuestión de la creciente desigualdad económica en el mapa de la conciencia estadounidense; por la derecha con el movimiento Tea Party, una expresión compleja del descontento respaldada y al menos parcialmente financiada por agentes de la derecha y multimillonarios, que apunta a la deslegitimación del “Estado niñera”; y con la reciente ola de protestas post-Ferguson motivadas, al menos en parte, por la militarización de la policía en comunidades negras y latinas de todo el país.

6. El nacimiento de un nuevo sistema

Por lo demás, cuando la situación se vuelve cada vez más extrema también se produce un momento de “aquiescencia”, usando el término de Fraser. Se supone que algún día entenderemos mucho mejor cómo ocurrió todo esto. Mientras tanto, permítanme ser tan claro como pueda sobre algo que parece ciertamente turbio: este periodo no representa una versión, por perversa o extrema que sea, de la política habitual; tampoco la campaña electoral de 2016 será una campaña corriente; y tampoco estamos viendo a Washington como siempre. Junten las elecciones del 1%, la privatización de nuestro gobierno y la deslegitimación del Congreso y la presidencia, súmenles el fortalecimiento del Estado de seguridad nacional y del ejército estadounidense, y añadan a todo ello la desmovilización de la gente (para protegernos del terrorismo) y tendrán algo parecido a un juego de béisbol nuevo.

Aunque ha habido una importante planificación en todo esto, puede que no exista un patrón o un diseño para dirigirlo. Mucho de lo que pasa puede estar sucediendo de modo improvisado. Como respuesta, no ha habido necesidad de declarar oficialmente que algo nuevo está en marcha, menos aún de convocar una nueva asamblea constituyente. Sin embargo, no piensen ni por un segundo que el sistema político estadounidense está dejando de ser rescrito sobre la marcha por las partes interesadas del Congreso, nuestra actual cosecha de multimillonarios, los intereses empresariales, los cabilderos, el Pentágono y los funcionarios del Estado de seguridad nacional.

A partir del caos de este prolongado momento y bajo el caparazón del viejo sistema, una nueva cultura, una nueva clase de política, un nuevo tipo de gobierno está naciendo justo ante nuestros ojos. Llámenlo como quieran, pero nómbrenlo de algún modo. Dejen de fingir que no está pasando nada.

[Nota: Quiero dar las gracias a mi amigo John Cobb, que me acompañó durante el proceso de escritura de este artículo, el cual no habría sido posible sin su ayuda. Tom]

Tom Engelhardt es uno de los fundadores del American Empire Project . Es autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría: The End of Victory Culture . Desde 2002 dirige la publicación online TomDispatch.com , un proyecto del Nation Institute del que es miembro.  Su último libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books) .

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