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El mito y los retos de la “minería verde” en El Salvador

Andrés McKinley

La semana pasada, la Comisión de Medio Ambiente y Cambio Climático de la Asamblea Legislativa, liderada por Marta Evelyn Batres de ARENA, mandó al archivo 30 expedientes que contienen iniciativas en relación al tema de la minería metálica, dando cierre a este tema en la Comisión. La nueva presidenta de la Comisión prometió que “Mientras sea presidenta…, no se va a discutir más el tema”.

La iniciativa es aplaudible, pero quedan varias razones para mantenernos vigilantes. El partido de ARENA, con una membresía que incluye inversionistas interesados en la minería, ganó una pluralidad de escaños en la Asamblea Legislativa en las elecciones del 4 de marzo. Su candidato para las elecciones presidenciales de 2019, Carlos Calleja, tiene un fuerte respaldo de inversionistas mineras a nivel internacional. Si gana, el partido tendrá un control efectivo de los tres poderes del Estado, permitiéndole dominar la formulación y aplicación de políticas públicas en el país. Esta situación genera nuevas esperanzas a las empresas mineras transnacionales en el mundo.

Mientras tanto, la empresa minera, OceanaGold, de capital Australiana y Canadiense que trajo (y perdió) una demanda legal por $250 millones contra El Salvador en 2009, mantiene una presencia en el país a través de su Fundación El Dorado, con la esperanza de ganar corazones y mentes a favor de la minería con programas comunitarios de salud y agricultura y una campaña continua promoviendo el mito de la “Minería Verde”.

Proponentes de la “minería verde” argumentan que las minas de hoy en día aplican nuevas tecnologías que presentan un nivel de riesgo de casi 0% a las comunidades cercanas y al medio ambiente. Sin embargo, uno no tiene que ir muy lejos para encontrar casos emblemáticos de minería moderna que contradicen esta afirmación. La práctica de la minería metálica en países como Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica revela que cada etapa del proceso minero, desde la exploración hasta la extracción, procesamiento y refinamiento, continúa impactando de manera dramática en los recursos naturales, especialmente en el agua.

Los depósitos de metales y minerales que quedan en el subsuelo de nuestro planeta, especialmente de oro y plata, se encuentran en concentraciones cada vez más bajas. En América Central, es común encontrar minas explotando oro en concentraciones menores de 6 gramos por tonelada de roca (referido por los expertos como “oro invisible” u “oro microscópico”). Para obtener una sola onza de oro (el tamaño de un anillo), bajo estas condiciones, se requiere el procesamiento de más de 20 toneladas de roca. Esto no puede hacerse en gran escala sin desplazar a comunidades cercanas, destruir bosques, eliminar la capa superior del suelo esencial para la agricultura, construir tajos gigantescos (frecuentemente vistas desde el espacio por satélites de la NASA), aplicar químicos altamente tóxicos, como cianuro de sodio, y utilizar (y contaminar) enormes cantidades de agua dulce.

El agua es la primera víctima de la minería metálica. La mina de oro promedio en América Central utiliza más de un millón de litros de agua por día. Según los mismos dueños de la mina Marlin en el noroeste de Guatemala (Goldcorp), en los últimos 10 años de operación, esta mina ha utilizado más de 6 millones de litros de agua por día. En Valle de Siria, Honduras, las comunidades informan que ocho años de extracción de oro secaron a 19 de los 23 ríos principales de la región. La minería, también, ha contaminado los ríos de todos los países de América Central con cianuro, arsénico, drenaje ácido de mina, plomo, mercurio y otras sustancias altamente tóxicas.

Todos estos factores son motivo de gran preocupación para la ciudadanía de El Salvador, un país cuyo medio ambiente ya sufre de los mayores niveles de deterioro en el hemisferio occidental, después de Haití, y cuyos recursos de agua dulce están en crisis en términos de cantidad, calidad y acceso.

El gobierno de El Salvador tiene un papel importante que desempeñar en la mitigación de esta situación tan amenazante para el país, empezando con la defensa y plena aplicación de la ley de prohibición de la minería metálica. La ley aprobada en 2017 otorga a los mineros artesanales de pequeña escala en San Sebastián, la Unión, un período de gracia de dos años para continuar sus actividades mineras mientras que se implementan otras opciones para el desarrollo local. No obstante, hasta la fecha, el Ministerio de Economía no ha cumplido con su obligación de apoyar a las comunidades en esta búsqueda. En consecuencia, los mineros, que dependen de la minería artesanal para su sustento, están comenzando a organizarse y movilizarse en un intento por reformar la ley actual y permitir la extracción artesanal de manera permanente, abriendo la puerta de nuevo a la minería metálica en El Salvador.

Por la falta de liderazgo del Ministerio de Economía, MARN, también, ha fallado en su responsabilidad de cerrar, de manera adecuada, las minas abandonadas en el país e instituir medidas para remediar el daño ambiental causado por la minería en décadas anteriores, especialmente de los bosques y los recursos hídricos.

Finalmente, el Ministerio de Gobernación ha fallado en su obligación de aplicar la ley y defender la soberanía del país frente las operaciones continuas de OceanaGold en las comunidades de Cabañas. El ministerio debe actuar con fervor contra la noción absurda de una corporación minera transnacional, disfrazada de una fundación filantrópica, cuya única agenda es obtener permiso para extraer metales en el país. A una ONG, cuya verdadera agenda fuera el tráfico de drogas o tráfico de personas, no se le permitiría operar en El Salvador. La minería metálica es igual de ilícita como estas otras actividades, y el Gobierno debería cancelar inmediatamente el permiso de operar de la Fundación El Dorado de OceanaGold.

La victoria contra la minería metálica en 2017 ayudó a sensibilizar a los legisladores y a la ciudadanía en su conjunto sobre la importancia del medioambiente, ahora percibido por la mayoría como un problema de vida o muerte para El Salvador. Aumentó el nivel de conciencia del agua como un bien público y un derecho humano básico, esencial para todas las formas de vida en un mundo cada vez más sediento. Finalmente, empoderó a las comunidades amenazadas, inspiró la esperanza y demostró que, incluso en países altamente polarizados como El Salvador, las personas pueden unirse y construir consenso sobre cuestiones estratégicas, como el medio ambiente, cuando se prioriza el bien común.

Frente a estas nuevas amenazas y desafíos, el gobierno, las comunidades, los movimientos sociales, la UCA, la Iglesia Católica y otros actores clave somos llamados una vez más a fortalecer nuestros esfuerzos en defensa del agua y la vida misma en El Salvador, para las generaciones de hoy y las que vendrán.

Andrés McKinley es especialista en agua y minería en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), de gestión jesuita, en San Salvador. Nació en los Estados Unidos, pero ha vivido en América Central durante los últimos 40 años, trabajando en temas de justicia social, derechos humanos y desarrollo sostenible.

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