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El misterio de la urna

Óscar Armando Díaz Flores,

Escritor

-Noventa y seis años, mi hijo. Bueno, acomódense y tomemos un cafecito con cemita pastel. No hay prisa, Valerio está por llegar.

-Don Lucrecio –preguntando Rodrigo-, ¿por qué no me advirtió de estos recibimientos?

-Tú lo sabías, ¿acaso se te olvida?

-¿De qué habla don Lucrecio?

-¿Conoces al maestro Tobar?

-¿Conoces al gran maestro Sergio Raimundo? –preguntó don Alfonso.

-Sí, conozco a ambos. –Confirmó Rodrigo Navarro.

-Tú conoces de levitación, desprendimiento del alma y comunicación al más alto nivel. –Le enfatizó don Ricardo.

-¡Está bien! –Dijo Rodrigo, muy contrariado-. ¡Ya renuncié a esas prácticas!

-¿Renunciaste?, sabes bien que no puedes renunciar –le dijo don Alfonso-, está dentro de ti.

-Lo sé, pero vi algo que no me gusto del maestro Tobar. Eso me alejó.

-Fue a propósito, para que te alejaras –dijo Valerio, que acababa de traspasar el umbral de la puerta- y emprendieras con tu propia escuela y no lo has hecho.

-Nosotros –interviniendo don Lucrecio-, estuvimos en nuestra juventud en esos estudios, por las circunstancias de distancias y sobrevivencia de la vida en familia, no continuamos avanzando. Le hemos dado seguimiento a la Gran Fraternidad. Por eso sabemos mucho de ti.

-Empecemos con esto de una vez –dijo don Alfonso- y hagamos un plan.

-Ya lo tengo todo previsto –les dijo don Ricardo-, comenzaremos el once de luna. Para mientras sufraguemos los gastos de Rodrigo.

-No es necesario –les dijo Rodrigo-, antes deseo escuchar la versión de los hechos explicada por don Ricardo.

******

Mira Rodrigo –Iniciando don Ricardo-, yo fui parte de la Hermandad, era muy joven en ese tiempo, los mayores habían sembrado la cizaña basada en la inconformidad, ante la posición y oposición del señor Cura Párroco, por el hecho de que la Hermandad, era la principal protagonista en la organización de la Semana Mayor, ese año ya estábamos en la Semana de Pascua. Sin el consentimiento del Cura, los viejos miembros, disponían forzar las cerraduras de las alcancías para repartirse el dinero, esto sucedió a la medianoche del lunes de esa semana. Ese día se suspendió porque muchos de los jóvenes nos opusimos a practicar ese robo. En el transcurso de la semana me citaron a la casona, para comunicarme mi expulsión de la Hermandad, lo mismo a los demás jóvenes que nos habíamos opuestos a cometer semejante sacrilegio, porque las contribuciones que los fieles entregan a la Parroquia son sagradas.

“El día sábado, en las afueras del pueblo, cerca del Río, encontraron el cadáver del Sacristán, amarrado, estrangulado y con señales de tortura. El líder del grupo se llamaba Pierre de Moratín, hombre peligrosísimo, ligado a estructuras de poder del gobierno de turno, servía al mismo tiempo de señalar a gente del pueblo de la oposición política, que eran perseguidos y asesinados por los cuerpos represores. Con habilidades de persuasión mental y material, dominaba al grupo de los viejos, lo cual no se le dificultaba, porque eran personas sencillas sin instrucción, del mismo talante que su dirigente.

“Las alcancías se encontraron vacías y nadie había visto nada, más para coronar la situación, transcurrieron varios días sin darse cuenta el Cura Párroco que, la Santa Urna con su Cristo Yacente, no estaba en el sitio de reposo. Luego inventaron rumores señalando al señor Cura Párroco. El pueblo empezó a tragarse las mentiras de la Hermandad, surgiendo una inquina e indignación contra el Cura. Moratín aprovechando la cúspide de la maledicencia, se presentó al Obispado de la capital, prácticamente a denunciar al Cura Párroco.

“Este chisme de proporciones escandalosas, tuvo como consecuencia que el señor Cura, fuera trasladado a otra Parroquia, donde estaría en observación de la Curia. Para no cansarlo Navarro, sin exageración, la misma suerte sufrieron los cuatro siguientes Curas. Los jóvenes fuimos amenazados, enviaban a visitarnos, hombres extraños al pueblo, mal encarados y armados, dos de los jóvenes aparecieron asesinados en forma misteriosa, en esas circunstancias tuve que irme a otra ciudad, como a quinientos kilómetros de aquí. Después de diecisiete años volví al pueblo, aún vivía Moratín, muy achacoso, pero de igual manera siempre peligroso. Jamás devolvieron la Santa Urna. Esa es nuestra misión, encontrarla.

“Supe por otro sobreviviente, que el tal Moratín, se vestía con toda la indumentaria que usan los sacerdotes para oficiar misa, a sus seguidores de similar calaña, les ofrecía la celebración, los confesaba y comulgaba, todo ello, con la seriedad y el rito oficial de la Iglesia. Es más, había secuestrado imágenes de santos dejando vacíos los huecos en la Iglesia.

“La muchachada bromista, las nuevas generaciones, no desconocían de estos rumores, le llamaban entre ellos, el “Loco Pierre”. Por eso nos preguntábamos, cómo es posible actuar como loco, siendo cuerdo; o por el contrario, cómo actuar como cuerdo siendo loco.

-Es suficiente -les dijo don Valerio-, es lo necesario, ahora comencemos por arreglar ésta casa, que es, la que está fuera de la vista de los curiosos, luego compraremos los materiales y utensilios nuevos, sábanas nuevas y otros necesarios, que ustedes ya conocen y no se olviden de traerme suficiente ajo, para el ayuno de Rodrigo.

******

La noche del once de luna, no tenía nada en especial, algo que fuese diferente, las mismas calles, alumbradas con aquellos foquillos de pueblo fronterizo, que, peor es nada, estaban en esos viejos postes, arrancados de la montaña, donde la arboleda de los Cedros y los Cortes Blanco, abundaban. Viajaban con la brisa, olores de flor de coyolitos que en gajos colgaban de los corozos, y el olor acre de las flores de los morros (jícaros) centenarios. Alguna que otra ave nocturna blanqueaba el cielo en raudo vuelo, el canto penetrante de los grillos, las luciérnagas relampagueaban entre los matorrales, algunos rastrojos secos devanaban su forma arañoza sobre el empedrado, lustrándolo de norte a sur. Las copas de los árboles gigantescos, plateaban con la luz arrepentida, de la luna recién pasado el cuarto creciente, a lo lejos, en la profundidad de las montañas, débiles aullidos de los coyotes.

Las paredes de las casas aún estaban tibias, la Iglesia colonial, con su enorme portón, en actitud de centinela con la vista fija al frente. El eco del silencio arrastraba una débil neblina, desde las alturas semipobladas de nubes en jirones platinados, propias del verano grisáceo, descubriendo el nixtamalero por el Oriente.

-Don Lucrecio me confirmó las instrucciones que le di, de buscar a jóvenes treintones de confianza, para que presten seguridad al grupo, y mencionó a un tal Chele Mingo, al Narigudo Paulino y a la Nalgona Chusona. –Les dijo Rodrigo, “muy bien”, contestaron en grupo.

Los cuatro viejos solo habían oídos hablar de la levitación y desconexión del alma, como las máximas facultades que se logran a través de la limpieza del cuerpo y del alma, y de prácticas superiores de meditación trascendental con la Dirección Superior, a través del Cosmos. El propósito de esta pequeña Fraternidad, encontrar la antigua Urna con el Cristo Yacente.

Rodrigo Navarro, se dio cuenta de que no habían practicado las pesquisas materiales, necesarias y suficientes, antes de embarcarse en tan arriesgado trance que estaban planeando y detuvo las acciones que a continuación seguían, les dijo:

“No hemos hecho, lo que la lógica indica, en las indagaciones de este caso, en este momento suspendo mi ayuno y mañana nos vemos muy temprano en esta casa, iremos al sitio donde encontraron al Sacristán asesinado, cerca del Río y rumbo a los coyolares”

“Don Lucrecio, necesitaremos el apoyo del Chele Mingo y sus compañeros, lo mismo don Valerio, que no le falten instrumentos de labranza en el aparejo de la burrita, en esos montes es posible los necesitemos.

******

El Río, rumoraba con tranquilidad, siguieron avanzando, la corriente bajaba lenta entre el pedregal musitando oraciones cortas, no les extrañaba, cualquier persona oye frases que la corriente trae y lleva. Siglos de misterio, ¿por qué los Ríos nos hablan?, ¿qué mensajes nos traen?, ¿o son los ecos de las voces de los duendes que pululan en las sombras? El río hablaba, les decía “abajo del copinol”.

-¿Abajo del Copinol?

-¿Cuál Copinol Valerio, sin son muchos cercanos al Río? –Se preguntaba don Alfonso.

-Ha de ser, algún Copinol, cercano al sitio donde apareció el cadáver del Sacristán. –Dijo don Lucrecio.

-Vamos allá –les dijo don Ricardo.

-Momento –deteniéndolos Rodrigo-, regresemos al camino, antes del llegar al Río, vamos en orden, por donde caminaron aún con el Sacristán con vida.

-Aquí termina el camino, aquí a éste lado dejaron al Sacristán, después sigue la zacatera, al fondo hay una arboleda, ahí es el sitio del Copinol. –Les señaló don Ricardo.

Los cinco amigos, atravesaron el zacatal, les cubría mucho más arriba de sus cabezas, las varitas altas danzaban con el viento, les salpican los rostros. No buscan huellas, imposible después de cuarenta años. Sienten vibras, sensaciones extrañas, el silencio es absoluto, se oyen cantos del Pájaro León, como un zumbido suave, ya casi es medio día, continúa una loma llena de árboles, no hay Copinoles, bajan la loma, en la misma dirección, llegan a un arrozal, ven un niño como de ocho años de edad que cuida el arrozal, están muy lejos del camino vecinal, se admiran de la valentía del niño de permanecer en medio de esa gran soledad, no se ven ranchos, ni reses, ni perros; el niño con la vista inmóvil, hacia ellos, se queda quieto, esperando a sus visitantes. Don Valerio se dirige al niño:

-Hola jovencito, ¿dónde podemos encontrar un árbol de Copinol?

-Aquí no hay Copinoles, regresen por la misma loma, al otro lado, es a la derecha, por donde hace vuelta el Río.

-Gracias hijo –contestó don Valerio, luego le preguntó-, ¿por qué estás solamente tú, cuidando el arrozal?

-Aquí me dejó mi papá, solo eso le digo señor.

-Ya nos vamos le dijo don Valerio.

-Adiós.

Al subir la loma de regreso, antes de llegar a la cima, voltearon a ver hacia el arrozal, desde ahí les parecía muy distante, el niño ya no estaba a la vista, les pareció extraño, no lo veían, como la primera vez desde ese mismo sitio, no le dieron importancia, el cansancio les impedía detenerse a reflexionar. Llegaron a la cima de la loma, se detuvieron en un claro sin pendiente, sin árboles, solo pequeños arbusto, aquello les pareció que era un lugar de descanso, troncos cortados, esparcidos en desorden, pero que formaban por tramos separados un hexágono. Permanecieron media hora, era la una de la tarde, dispusieron continuar; ya para abandonar la pequeña meseta, viendo la pendiente donde bajarían, tomando el rumbo a la derecha como les dijo el niño, escucharon un sonido inequívoco inconfundible, de la meada de una vaca, se detuvieron, dieron la vuelta a sus cuerpos, dirigiendo la vista donde escucharon la cascada de orines; ahí a diez metros, no había ninguna vaca. Son burletas espectrales les dijo Rodrigo que, en el caso nuestro son avisos, de tener cuidado.

-Cuidado, ¿a qué? –preguntó don Lucrecio, persignándose-, Dios mío, ten piedad de nosotros.

-No es lo que ustedes creen –les dijo don Ricardo-, han de ser venados, tienen la habilidad de no hacer ruido con sus cascos.

-Bueno, -agregando don Alfonso-, no se dieron cuenta, por donde pasamos en la meseta, lo que hay ahí es un altar, algunos vienen a este lugar apartado.

Bajaron en dirección al Copinol, que lo habían divisado, se aseguran que ese era el Copinol que buscaban, se alzaba en un nivel superior al resto de los árboles. Acurrucados los cinco al pie del tronco, notaron que a lo lejos se veía el camino vecinal, serpenteando antes de llegar al Río y a la zacatera. En esa vuelta habían encontrado al Sacristán asesinado, coincidía con la altura del Copinol.  Dispusieron a remover las hierbas y la hojarasca alrededor del árbol.

-¿Qué buscamos? –Preguntó don Alfonso.

-Buscamos otras pistas que delaten a los hechores del crimen –les dijo Navarro-, el susurro del Río, fue la señal, recuerden es la señal.

No encontraban nada, removían y removían, se sentaron a descansar, silenciosos, abatidos, somnolientos, contemplaban el enorme tallo del Copinol, don Ricardo vio que entre las ramas bajaba una ardilla, asiéndose tallo abajo, llegando al tronco se introdujo en un pequeño agujero en medio del raicero enorme. Se levantó don Ricardo, dio la voz de alarma, les señaló a los demás acompañantes, don Valerio se inclinó para examinar el agujero, les dijo: “escarbemos aquí”. Con la ayuda de un cuto inició El Chele Mingo, para ampliar la abertura, más y más, descansó y continuó Paulino con un azadón y una piocha con mayor fuerza, a medio metro un ruido hueco, seco como de madera. Es solo una tabla suelta dijo Paulino, sacándola del agujero, continúa le dijeron todos, ahí ha de estar, al seguir cavando Paulino un metro más, topo con otra tabla cuyo sonido al contacto con la piocha era más sordo. “¡Ahorita!”, les grito Paulino.

No se equivocaban, escarbaron para ampliar la abertura, al fondo se veía un pedazo de madera con una pequeña abertura de unos dos centímetros, siguieron con mayor profundidad, cantearon el objeto en forma de caja, del tamaño de un “medio” (medida para medir el maíz o frijoles, en la comercialización de esos granos básicos). No podían extraerlo, su peso era demasiado para ellos. El problema no era tanto el peso de la caja, sino a posiciones que el hombre no puede adoptar sin sufrir dolores en caderas, que en cambio para las mujeres es como comerse un dulce, “apártense” les dijo la Chusona, entró al hoyo y logró meter una cuerda por debajo de la caja, ocupando media hora de estar inclinada colocando el lazo, su espalda había resistido, pero la caja no resistió el estirón, cuando empezaron a halarla, el primero, el segundo y el tercero con mayor fuerza, trono la madera, detuvieron la alzada y regresaron la caja a su punto inicial, “se va a romper toda” grito el Chele Mingo, “espera” le contestó Paulino y le pidió permiso a don Valerio de quitarle a la burrita el aparejo, para ocupar el costal que servía de mantillón. Bajó al hoyo Paulino, y la Chusona que no se había movido de adentro del agujero, empezaron a envolver la caja con el costal de fibra de Henequén, subieron la caja sin mayor dificultad.

******

 

Con un poco de presión sobre los costados de la caja, las tablas cedieron dejando al descubierto su contenido, estaba llena de bambas de plata, un manojo de llaves unidas por una argolla, y una daga inglesa. En ese momento se posaron sobre el follaje del Copinol, una inmensidad de Zanates, que graznaban ruidosamente, un pájaro color negro de la familia de los cuervos, parecían en las ramas que tomaban nota de lo que el grupo descubridor hacía.

-Esa daga –dijo don Ricardo-, es la que portaba Pierre de Moratín.

-¿Con esa ejecutaron al Sacristán? –Preguntó Rodrigo Navarro.

-No –dijo don Valerio-, él nunca la hubiera usado, siempre fue un cobarde, esa daga lo que significaba para él, un símbolo de autoridad y derecho de traicionar a quien él quisiese. Alguien vino de afuera de la ciudad, por encargo, ejecutó al Sacristán.

-Somos ricos –dijo el Chele Mingo, acariciando las monedas de plata.

-¿Qué vamos a hacer con este dinero? –Preguntó don Alfonso.

-Este dinero –señalando don Lucrecio-, es de la feligresía, es del pueblo católico, a ellos hay que devolvérselos en servicios o en otros bienes.

-Ya lo pensaremos –dijo don Valerio, llevemos todo esto a la Sacristía e informemos al Cura Párroco.

Cargaron a la burrita con el hallazgo, todo adentro del costal, no se notaba el contenido del cargamento, la gente salía a la calle, no preguntaban, si les extrañaba esa procesión de siete hombres y una mujer, todos eran conocido en el pueblo, a excepción de Rodrigo Navarro que era conocido sólo por las tenderas. Empezó el recuento de las monedas, al finalizar y pagarle los servicios al Chele Mingo, a Paulino y a la Chusona; la cantidad restante fue de, un poco más de Tres Mil Pesos que, con ese valor era posible comprar hasta diez casas en ese pueblito fronterizo. Levantaron un acta de lo encontrado en presencia del Cura Párroco, que dijo algunas palabras resaltando la benevolencia de Dios y la persistencia del grupo que también fueron bendecidos junto al descubrimiento. Juraron guardar secreto hasta que se informara oficialmente y se encontrara la Santa Urna.

-Descansemos mañana y pasado mañana, nos reuniremos donde Ricardo –les dijo Lucrecio-, que estén nuestros tres ayudantes para que nos den seguridad y ayuden con otras necesidades.

-Falta por encontrar la corona y las joyas de la Virgen.  –Les recordó el Cura.

-No se han encontrado –dijo don Lucrecio-, creo que las llaves nos darán la respuesta.

-¿Y la corona y las joyas que tiene la Virgen? –Preguntó Navarro.

-No son las legítimas –dijo don Lucrecio-, esas que ves que tiene la Virgen, ellos, los de la Hermandad las colocaron en vez de las originales. Cuando nos dimos cuenta habían pasado varios años.

-Entonces –intervino Navarro-, ya estarán en poder de los coleccionistas.

-Nos vemos mañana. –Dijo don Alfonso. Nos vemos mañana dijeron todos.

******

Se reunieron al mediodía del día siguiente, cada uno con la idea de que las llaves correspondían a la casona antigua, en la cual toda las noches se escuchaban voces y ruidos diversos, por lo que tenían que proceder a probar esas llaves. Eran cinco llaves, una grande de veinticinco centímetros, dos medianas de quince centímetros, una pequeñísima como de cinco centímetros y otra mediana de doce centímetros de calibre mayor que las anteriores. Tenían que ejecutar la prueba de las llaves, a las once de la noche, cuando el pueblo estaba en silencio y antes de que comenzaran las apariciones dentro de la casa.

Era una noche sin ninguna diferencia, se acercaron a la casona, encendieron las lámparas de carburo, en ese momento aparece el Chele Mingo corriendo calle arriba, haciendo señas a los cinco Fraternales.

-Nos han estado espiando de hace días –les dijo Mingo-, Paulino logró agarrar a un espía y dos más que se corrieron, creo que los conozco.

-¿Quién es? –Preguntó don Valerio.

-No le sé el nombre –dijo Mingo-, la Chusona le mencionó el apodo, “Cruz de Palo”.

-Se llama Pedro Gálvez –dijo don Ricardo-, en aquel tiempo era un cipote, sincero pero equivocado, era una especie de ordenanza de Moratín.

-Tráelo Mingo y lo tienes a una cuadra de distancia de nosotros -le indicó Navarro-, si se alborota amenázalo con encerrarlo en la casona.

Con la punta posterior de la llavona cedieron los pasadores del portón, su chirrido como un llanto quejumbroso, espantó una bandada de murciélagos, llegaron a la puerta principal, la superficie curtida por el polvo y la lluvia, las molduras tapizadas de telarañas, un olor a musgo, el piso en el umbral ennegrecido por una costra formada con la acumulación de polvo. Introdujeron la llave, el óxido no permitía que girara, hicieron una limpieza con aceite de veladoras, por fin la chapa funcionaba, empujaron hacia adentro, se escuchaba un tope, por dentro una tranca enorme no permitía que la puerta se abriera. Se detuvieron a pensar que tenía que haber una puerta de acceso que no era la principal, a un costado de la edificación no visibles desde el frente,  encontraron unas gradas angostas en dirección a un pequeño pasillo de dos metros de largo, se miraba un tope de pared, subieron las gradas, a un costado del pasillo en ángulo recto otro pequeño pasillo de un metro de ancho, se quedaron quietos examinando una puerta que al contacto se sentía la solidez de las maderas, vieron cuatro ranuras formando un cuadrado y un pequeño orificio al centro, el instinto y las mentes ya calientes les indicaba que ese orificio era para probar la pequeña llave, lo hicieron y de inmediato sintieron los diminutos pasadores y el cuadrado se abrió, contenía bisagras que a la vista no se notaban, porque era un trabajo oculto bien elaborado. A un costado del hueco que dejó el cuadrado, un orificio recubierto de metal, por el tamaño y anchura sabían que era de la llave de los doce centímetros y de mayor diámetro, probaron la llave, adentro trabó con algo, no podían girarla, hasta que terminaron de empujarla más adentro, donde terminó de trabarse con algo, en la punta de la llave, donde formaba un hexágono en relieve de dos milímetros, girando en media luna, se escuchó un salto metálico de una pieza corta, la puerta se movió, estaba abriéndose, llegaron a una habitación vaporosa, apenas iluminada por la transparencia de una claraboya no visible desde el frente de la casa.

Bajaron unas gradas que conectaban a una salita, luego a la sala principal, un olor intenso a podredumbre producido por la humedad y el polvo, las lámparas de carburo las movían de un lado a otro, hasta llegar a la puerta principal, quitaron la tranca, se escuchó un gemido y unas sombras traspasaron en salida por la puerta. La claridad de la calle apenas iluminaba la sala. Las sombras quedaron suspendidas cerca del techo de la casona. El grupo no encontraba nada a la vista, aparte de un mobiliario empolvado, discutían, llegaron a la conclusión que tenían que haber otras habitaciones, pero no aparecían a la vista, llegaron a un espacio que había servido de comedor, adyacente un pasillo que daba al espacio de la cocina y luego al patio lleno de maleza, una sombra bajó del techo y entró a la casona, daba vueltas y vueltas, por un momento quisieron salirse de semejante caserón, a pesar de estar preparados para experimentar tales fenómenos, Rodrigo observó que en cada vuelta, la sombra llegaba hasta el tope del pasillo entre el comedor y la cocina; examinó la pared, gruesa como todas, no atinaba nada, a un lado del pasillo colgaba una pintura alusiva a la Divina Comedia, donde se veía a Virgilio a Dante y a Beatriz, bajaron el cuadro de la pared, encontraron detrás otro cuadro más pequeño, gravado en cobre, que representaba al Cancerbero, con una lectura que se leía con claridad “Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza”, todos conocían el origen y significado de esas palabras de advertencia o de sentencia, retrocedieron asustados. No se asusten les dijo don Ricardo Mangú, de seguro lo colocaron para disuadir a los curiosos. Rodrigo quiso mover este segundo cuadro, no cedía, estaba empotrado a la pared, lo palpó suave, después con presión y cuando tocó el cuello del Cancerbero, la placa se voltio con rapidez perpendicularmente hacia ellos, se sobresaltaron en un movimiento involuntario, Rodrigo terminó de darle vuelta a la placa que contenía el gravado alegórico, hasta voltear la cara anterior hacia la pared, la presionó y se hundió en la pared gruesa, dejando a la vista a un costado una palanca, la manipularon. La pared donde la sombra daba su regreso se abrió inmediatamente, alumbraron ese espacio, encontraron unas gradas hacia un sótano, la visibilidad era suficiente, abrieron la puerta al sótano, una imagen impresionante ante sus ojos, la pequeña urna con Cristo Yacente, alrededor imágenes de santos, algunos eran de los secuestrados de la Iglesia Parroquial. Las sombras entraron, se comunicaban, voces se oyeron alrededor de ellos, apenas perceptibles, “gracias a Dios nos han liberado”, “cometimos un terrible pecado”, “hoy descansaremos en paz”, un silbido de viento y las sombras salieron. En ese momento el Sacristán don Lucrecio les dijo: “pongámonos de rodillas y oremos”, empezando con éstas palabras: ¿Por qué Señor, al hombre no le basta su vida?

FIN

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