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El laberinto de la agonía (1)

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Si me piden, health a quemarropa, rx que le ponga un título a estas últimas ocho semanas en el país, seek sin duda respondería que el mejor es: “los días que estuvimos en peligro”. Las sensaciones tenidas hoy, esas sensaciones encontradas, fueron similares a aquellas de cuando -por subversivo y militante de la utopía y amante de los pies descalzos- me andaba escondiendo de la Guardia, la Policía y los Escuadrones de la Muerte como si fueran las siete plagas de Egipto. Estos últimos días (puedo jurarlo besando una cruz de espinas y poniendo la mano izquierda sobre La Sagrada Familia, de Marx y Engels) realmente han sido los días en que estuvimos en peligro como nación y como ciudadanos, pues el espectro genocida de la dictadura militar financiada por el gran capital con impunidad social –invocado por Quijano y su patético escudero- se anduvo paseando por las calles del país infundiendo miedo (en los ignorantes, que son muchos, y quien dice “muchos” dice que no sabe cuántos son, pero que pasan del millón) con las matracas de la represión y del desempleo, un espectro al que le da lo mismo masacrar, en nombre de la santa democracia, personas o votos.

La democracia, como concepto, es paradójica y engañosa porque usa palabras sin tiempo y procedimientos sin materia, lo que la transfigura en un dios hecho y derecho, pues todos creen en ella, pero nadie cree que exista; lo que la troca en una palabra metafísica como cualquiera de las otras que, por falta de identidad cultural y léxico, nos ayudan a definir lo que no sabemos definir: madre; patria; volado; hijos de puta (porque esos son los otros, no nosotros); libertad; gobierno; voto; Constitución; chunche; verga; guanaco… porque todas ellas tienen múltiples significados y realidades y apelan a distintos sentimientos humanos, metiendo al salvadoreño en un laberinto de la agonía sin sufrir cambios gramaticales.

Las democracias (plural) como procesos históricos, son tan cruentas y ambiguas como sublimes y verticales porque, por acá, no curan la misma patología en dos enfermos distintos o en seis hospitales diferentes y, por allá, no hablan el mismo idioma ni tienen los mismos símbolos, los que pueden ser, incluso, antagónicos: Monseñor Romero y D´Aubuisson (la víctima y el victimario, pongamos por caso). La democracia, tal como la entendemos y sufrimos hoy, surge en el momento en que no existía porque no podía existir: el esclavismo, por lo que resulta cínico hablar de democracia en ese contexto, contexto al que, deliberadamente, apela (cual referente supremo de autoridad moral) la burguesía, de modo que cuando ARENA habla de que el “arma más poderosa de los hombres libres es el voto” parte del supuesto de que ese hombre libre es el burgués (antes era el esclavista) porque en el capitalismo es el único ser libre y con libertad, que son dos escenarios socioeconómicos distintos.

Al respecto, hay dos hechos históricos fascinantes. En primer lugar, resulta que hoy, tanto el victimario como la víctima; tanto el explotador como el explotado; tanto el izquierdista como el derechista; tanto el cura progresista como el pastor reaccionario y rentero se definen como democráticos en el mismo tiempo-espacio. Los regímenes político-económicos de todos los sabores y colores, tanto en el frío como en el calor; tanto los capitalistas como los socialistas, dicen ser auténticas democracias, cuando de sobra sabemos que en el capitalismo la democracia es tan solo una fábula social para antes de acostarnos (como las que, haciéndola de pésimos cuenta-cuentos, nos relatan tristes personajes como Paolo Luers, Mena Lagos o, en el límite superior de lo siniestro, la ANEP) o es un “pepe” para entretenernos el hambre. Entonces, surgen las preguntas: ¿cómo regímenes –digamos, al azar, Cuba y Colombia- que hacen cosas tan diferentes en favor de clases sociales tan diferentes pueden usar el mismo concepto y significado para definirse como democracias? ¿Cómo clases sociales antagónicas pueden invocar, al unísono, al mismo dios de la democracia? ¿Cómo pueden autodenominarse como democráticos aquellos individuos y grupos sociales que masacraron al pueblo de forma impune sin que, hoy, nadie les mande a callar o les lave la boca con jabón atómico? El uso continuo de la palabra “democracia”, como concepto y como proceso histórico; como leyenda urbana y como dios universal; como dogma y como palabra metafísica es como un vestido caro y de última moda, en tanto le da un aura de legitimidad y legalidad y belleza etérea a quien la usa y a las acciones que éste tome, porque todas serán tomadas en nombre de la democracia, así como en el nombre de ella se ordenó asesinar a Monseñor Romero o masacrar a los estudiantes de la Universidad de El Salvador un 30 de julio a las 4 de la tarde en punto.

Ese uso de la palabra democracia como coartada quedó seriamente cuestionado y en peligro con el surgimiento de los primeros países socialistas y, particularmente, con el triunfo de la revolución cubana. La gran mayoría de los pensadores políticos, desde la antigua Grecia hasta la tan moderna China Taiwán, han sido muy críticos con la teoría y la práctica de la democracia, lastimosamente muchos de ellos no la han comido ni han convivido con el lado oscuro de ésta, ni la han perseguido como utopía que se desmadeja con las armas en la mano. Ciertamente la democracia crítica y participativa -en tanto compromiso social- nace con el socialismo, se bautiza con el triunfo de la revolución cubana y hace la primera comunión con la Venezuela bolivariana.

De modo que el uso intensivo del concepto “democracia” y la adherencia a ella (al menos de forma retórica) en tanto forma apropiada de organizar la vida política, tiene menos de cien años y muchos millones de asesinados, desaparecidos y exiliados, los cuales no han sido contados, cuerpo por cuerpo, porque nadie quiere realizar ese escrutinio final para acabar con la impunidad. Además, la democracia burguesa –como la conocemos y sufrimos- es amnésica, cínica y esquizofrénica, porque tiene múltiples personalidades y muchas capacidades histriónicas que van desde el llanto inconsolable hasta las rabietas agobiantes. Entonces, si bien hoy en día muchos Estados se hacen llamar democráticos, la historia de sus próceres, instituciones y héroes revelan el lado oscuro del ciudadano, la fragilidad de sus contratos sociales y la mezquindad de los arreglos democráticos porque han tenido como gendarme de la gobernabilidad a la corrupción y la represión.

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