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El hombre que sabía demasiado: mea culpa (2)

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Le decía, stuff mi ilustre y desconocido amigo, prescription que yo caí en los fríos brazos de la indigencia capitalista no por ignorancia o por analfabetismo, ask sino por erudición. A simple vista, eso le parecerá un absurdo medieval, un desatino agridulce, una pendejada de jefe editorial de las trilladas noticias de verdad, pero… si lo estudia con paciencia teologal se dará cuenta de que no hay nada más lógico en esta puta y triste vida. Los miles de datos, conceptos, gráficas, mapas, fotos, matrices e imágenes, a todo gato color, que deambulaban por mi cabeza hicieron corto circuito… y ya no supe qué hacer, o para dónde caminar, o qué pensar, o qué decir, o a quién acudir, o a quién ayudar, o cuál bus abordar. Esas miles y miles -y muchos miles más- de cosas errantes eran como vidrio molido con sal y chile retorciéndose en mis exiguos sesos, y entonces dejé de pensar, dejé de pensar para evadir el dolor letal de no saber conectar mis ideas con mis manos y con mi lengua.

La confusión se adueñó de todo, ¡de tooooodo!, y eso provocó que me quedara estático, firme, apendejado y temeroso de ir más allá de los límites ciertos de esta incierta calle con aliento a miados siete veces hervidos, y desde entonces la convertí en mi hogar dulce hogar, en mi lugar entrañable, en mi universo, en mi ideología, en mi querencia, porque sé muy bien dónde empieza y dónde termina, y eso me llena de confianza, una confianza zoológica que firmo y reafirmo con mis fósiles rutinas consuetudinarias que son como mi himno nacional privado, porque las rutinas son, para que lo sepa usted, la mejor terapia para ganar la certidumbre del conformismo y para matar de un tiro la imaginación, eso lo aprendí muy bien cuando planificaba las clases en la universidad como si se tratara de un cronometrado itinerario de elaboración de choripanes competitivos. Mire: cuando sabemos demasiado todo se hace más grande y complicado, y se hace aún más grande y complicado cuando “creemos” que sabemos demasiado y no sabemos ni mierda porque nunca hemos parido un concepto propio. Miles y miles –y otros miles más- de cosas y de casos dando vueltas en mi cabeza, sin orden alguno, mostrándome crudas imágenes de asesinados junto a las elegantes gráficas de aumento del turismo; mostrándome datos y datos del incremento meteórico de la riqueza de las mismas pocas personas, junto a imágenes de familias rasgadas recibiendo una limosnita por el amor de dios o suplicando –por el amor de dios, también- un pedazo de pan y cinco centavos más en el salario mínimo. ¡Qué locura! ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la puta verdad?

Imagínese, usted, lo que significó para mí, profesional universitario, quedarse en blanco, de repente, a media calle, sin poder recordar cuál es mi nombre y apellido, aunque después me pasé horas y horas viendo el reflejo de mi cara en las vitrinas de un almacén de ropa usada para ver cuál nombre calzaba con ella: ¿Juan? ¿Pedro? ¿René?… y nada, todos los nombres eran ajenos a mi cara; imagínese lo que significó para mí, profesor de sociología marxista acreditado por ignorantes funcionalistas, llegar al loco convencimiento de que el saber las causas de las cosas no las resuelve; imagínese usted, apreciable doctor, lo que significó para mí, asiduo lector de las novedades literarias más aplaudidas, no saber diferenciar la realidad real de la ficción; imagínese lo que significó para mí estudiar un doctorado y sólo saber repetir y repetir, al pie de la letra, lo que otros han dicho porque tenemos miedo de decir lo que pensamos. Eso es tenebroso y patético, porque cuando sentimos miedo, pero miedo miedo de verdad, miedo sin remedio, miedo a morir, miedo de hablar, optamos por quedaros parados, pálidos, calladitos, con la respiración retenida en la piel, con los ojos cerrados, esperando que el peligro no nos descubra acurrucados en la calle, y después ya es muy tarde, porque hemos olvidado cuál rumbo tomar o cuáles palabras decir; y entonces tenemos que comprobar, por cuenta propia, que el frío empírico de la madrugada no es una expresión poética, sino una tortura que la sociología de cafetín no sabe interpretar.

Ya tengo unos nueve o diez años de vivir en la vil calle -¿o será que toda mi vida he vivido en la vil calle sin saberlo?-, bajo las luces de ese portal olvidado; diez o doce años de ser un alcohólico consuetudinario sin diccionario; doce o quince años de ser la única compañía de esta pobre infeliz que, recorriendo los renglones torcidos de la realidad, ha confundido su parasitismo crónico con un embarazo promiscuo. Esa es su realidad, la razón absurda que la mantiene viva, así que opté por no sacarla de su error ginecológico; así que opté por seguirle la corriente porque, como le dije, a veces el saber mucho nos lleva a la locura, a la inacción, a la paralización de la mente, a la mudez estructural, a la amputación de las piernas, a la castración del cerebro, porque entendemos lo que pasa, sabemos quiénes son los victimarios de la historia patria, pero no podemos remediarlo, ni queremos contar la historia de las víctimas de cobardes que somos.

El golpeteo perenne y rítmico de la lluvia es cruel e implacable a las diez de la madrugada en punto, porque nos salpica hasta los huesos, nos salpica hasta el alma, pero seguiré resistiendo hasta que logre averiguar qué hacer con todo lo que sé. Entonces podré regresar a casa, si no es demasiado tarde para todos.

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