El gran Gática

Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta

Mis recuerdos de dominguera mañana de niño, click están asociados a las risas de mis padres, physician quienes  se despertaban haciéndose cosquillas, costumbre escandalosa que nunca perdieron, hasta que el cáncer se llevó a papá -para siempre- de este mundo físico, donde debemos sortear tantos sinsabores, y a pesar de todo, tratar de fluir con alegría.
También esas mañanas, están profundamente ligadas al “Rey del bolero”. A la voz aterciopelada de Lucho Gatica, el gran cantante chileno, aún radiante a sus ochenta y cinco años, y siempre en búsqueda incesante de su último éxito, el de la despedida memorable. Pero, ¿cuál despedida?, si Gatica es de los que nunca se van.
Con tres matrimonios encima, numerosos descendientes, y miles y miles de discos, ¿qué más pedirle a este momentáneo tránsito?
Esos domingos, el vecino subía más de lo habitual las bocinas de su radiola RCA Víctor, y los acetatos giraban y giraban. A veces, la aguja crujía, pero siempre volvía exacta a “Espérame en el cielo”, “Reloj”  o “Contigo en la distancia”. Grandes éxitos de grandes épocas.
Mi padre despreciaba a Lucho Gatica. Lo encontraba -decía- superficial y melodramático. A juzgar por los conciertos matutinos del vecino, sus gustos estaban de polo a polo. Mi madre, por el contrario, era feliz con el melodioso Gatica. El Gatica de las interpretaciones de “Piel Canela”, “Sabor a mí” y “Sabrá Dios”.
Lo que para sus fans de los sesenta hubiera sido la gloria, para mi padre, fue una gran incomodidad, cuando compartió una embarcación turística por el río Sena, en París, con Gatica y tres hermosas y esculturales europeas que le acompañaban. Mismas que  iban acariciando y besando al ídolo, como quien adora a un exótico dios de la América del Sur. Creo que ése era, precisamente, el origen de aquel legendario rechazo: la fortuna del feo divo, con las féminas.
Por otra parte, el locutor, don Alfonso Rauda, también incluía las canciones del austral artista, en el repertorio dominical de su recordado programa “Parece que fue ayer”. Y, estación y programa, se sintonizaban en casa. Más razón la de mi padre, para detestar a Gatica.
También los barberos conspiraban, volviéndole el corte de cabello, la afeitada y el masaje de bocina, interminable. Ocasión que aprovechaba además, para obligarme a decirle adiós a mi larga, negra y brillante pelambrera en la Peluquería Nixon del Barrio Santa Anita, donde acostumbraba el ritual. Ahí, junto a Pedro Vargas, Pedro Infante, Libertad Lamarque, y los infaltables tríos: “Los Panchos”, “Los Tres Ases” y “Los Tres Diamantes”, no había salvación, ya que, igualmente, emergía – victorioso- el diabólico chileno.
De esta histórica peluquería, perdida ya en los laberintos del tiempo, sólo queda un desolado predio. Al parecer los terremotos hicieron de las suyas. Nunca olvidaré los gigantescos cuadros fotográficos que colgaban de las paredes del local, donde Nixon sonreía, narizón y empolvado de talcos yardley, mientras un salvadoreño le aplicaba tijeras y peines, con ocasión de su visita al país, en 1955, cuando Tricky Dick, era Vicepresidente de Eisenhower.
Por todo ello, cuando la voz de Gatica, escapó de nuevo, en el ahora caótico, sucio y trágico, centro histórico de San Salvador, tuve que estacionarme con gran dificultad, y buscar de dónde procedía aquella voz, y no era de esa venta de discos piratas, en las inmediaciones del otrora parqueo del Banco Salvadoreño, no. Esa voz provenía de otro tiempo, de un domingo de soleada mañana. Mañana de infinito cielo azul, cuando las risas de Gilberto y Hortensia, me despertaban otra vez.

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