El Ascensorista

Joaquín Meza

Escritor

-¡Primero!, doctor dije al nomás poner pie en el viejo ascensor que había quedado como un jeme bajo el nivel del piso.

-¡Adelante, online que para servirle estamos!, fue la instantánea respuesta del ascensorista, la que no alcanzo a comprender si habría hablado en su tono habitual de responder, o si habrá sido un gesto de amabilidad o cortesía extrañamente exagerado que me provoca náuseas y repugnancia escucharla al tipo de gente que se considera normal porque se le ve vitrineando en los almacenes del centro a la salida del trabajo, para ir luego como sardinas enlatadas en el bus con el montón de bujerías: que para las uñas, un fino esmalte de hipocresía nacarada que le infundirá un brillante toque de delicadeza y prestigio; que para que no se le enrede el pelo lo mejor es el acondicionador Tal por Cual; que para el mal olor del sudor no hay como el desodorante Efluvios de Meado Angelical; que para los ojos, ésto; que para los labios, estotro; que para ésto, esto; que para aquello…, amén de si leen o no Vanidades y Corín Tellado.

Lo cierto es que me extrañó ver tras las gruesas gafas oscuras del ascensorista esa mirada lechosa, tan profundamente dormida entre las sombras de la eternidad, perdida en la negrura del más allá, donde nos sentimos desamparados, huérfanos del mundo, abandonados y condenados a no encontrar jamás la salida de aquel terrorífico laberinto de sombras, porque cuando creemos haber encontrado un ínfimo resquicio, una leve abertura en una de esas paredes negramente negras, es para caer dentro de otro túnel más retorcido y estrecho que el dejado atrás, en el cual las sombras se espesan y tupen como hiedras voraces, donde se nos imposibilita todo movimiento porque las sombras se nos van enredando desde los pies para encaramarse hasta la cabeza, y se nos hacen un torzal de nudos que nos angustian y desesperan con ese culebreo de medusa y el ruido ensordecedor de las sirenas del silencio.

Entonces es cuando nos sentamos sobre una piedra hecha piedra hace miles de años, a mesarnos, desgarrarnos y a mortificar las sienes en señal de arrepentimiento para concluir supurando maldiciones a todo el mundo, y reconstruyendo con refulgentes hachones, la hora en que nos pusieron a caminar sobre las veredas del planeta para hacer el papel de payaso bajo una inmensa carpa tachonada de luceritos de azogue.

El ascensorista murmuró algo mientras deslizaba la yema de sus dedos sobre el cartoncillo que utilizaba, escribiendo con su estilete a la manera de pájaro carpintero.

-¿Cómo dice?, le pregunté creyendo que había hablado para romper el ambiente frío y tenso que nos envuelve al penetrar en el ascensor de cualquier edificio.

Siempre he creído que un ascensor es una pequeña cárcel con grandes resorteras para jugar saltacuerdas entre el sótano y el último piso. Pero bajar desde el tercero, en donde estaban ubicadas las oficinas publicitarias donde los poetas fabrican versos televisuales, románticamente destinados a que cada fulano de tal posea un auto último modelo, a que deposite la pesetita diaria en la alcancía para vaciarla a fin de mes en los desmesurados bolsillos del frac del señor banquero, o a que se consuman cervezas de marciano ropaje, etcétera, etcétera, la cosa es muy distinta.

-No. ¡Nada! -respondió con tono jactancioso. Es que estoy estudiando.

-¿Qué estudia?

-National Language.

-¿¡Cómo…!? ¿¡Inglés!?

-No, Idioma Nacional.

-¡¡¡Ah!!!

Mientras las yemas de sus dedos seguían como señoritingas de las primeras décadas, con abanico y miriñaque, danzando un vals multicolor sobre las olas de aquel mar de puntitos tan semántico, semiótico y pragmáticamente lozano y encrespado.

-Servido, caballero…

-Gracias, nos vemos.

-¡Nos veremos! –replicó aquel extraño ascensorista ciego del edificio en donde otrora estuviera situado el famoso casino de galleros, finqueros, oligarcas y truhanes financieros.

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