Dos palabras

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador

Suplemento Tres mil

 

No importa. Era todo lo que repetía aquel tipo mirando sin mirar. Una mujer pasaba tronando sus tacones y con un leve reojo pretendió cuestionarlo, pero siguió de paso. La tarde se cansaba del sol y poco a poco oscureció hasta que apenas quedó la sombra en una sombra inmensa sin forma.

No importa, repetía igual como si no existieran otras palabras que solo esas: “no” e “importa”, queriendo negarse una a la otra y siendo juntas la misma en un rotundo “no importa”.

Estaba ensombrecido como la tarde nublosa. Sin embargo, su rostro permanecía inmuto. Sus ojos procuraban navegar en las esquinas de las paredes, los colores blanco y gris sus favoritos, colores tenues; que para alguien poco sensible apenas serían percibidos. Entre esas paredes y vitrinas de cristal había alguien que sí le importaba toda esa mezcla de hormigón, vidrio y pintura, a él. Dibujaba las paredes con la mirada queriendo repellarlas y hacerlas más lisas de tanto mirarlas.

Había llegado por culpa del reloj. Tenía una hora de adelanto y no valía la pena comerse los minutos caminando, así que tomó asiento y a la escasa sombra de una palmera veía de reojo la salida del centro comercial, donde la tarde se hacía noche, cuando sin querer dejaba escapar esas dos palabras que repetía sin respirar: no importa.

Apenas parpadea de vez en cuando, y en cada uno se iba guardando para ser parte de esa inmensa masa de memorias que no se recuerda o repiten con la constancia del agua. Había salido de casa, se había acoplado a los vestidos de siempre y tras un breve inclinar de mentón la calle se hacía propia y absurda.

Adentro quedaba todo lo que alguna vez fue él. Los libros, los estantes, los sillones, las cortinas, la cocina, los platos, los cubiertos, las especies, los jabones, la cama, el cepillo de dientes, la mesa de noche, el armario, las sillas y la mesa del comedor donde recibió la noticia que lo tenía ahí.

Reclinó la cabeza e indagó primero a la izquierda, nada, y luego a la derecha, nada. Pretendiendo buscar algo que no existía mientras la gente seguía pasando sin percatarse de sus reflejos en las vitrinas. Pasó una joven rubia blanca, con bustier celeste, así como el saco y el capri, con unas sandalias de tacón alto sostenida por unas cuerdas celestes que mostraban sus pies griegos coronados por unas uñas pintadas de azabache que resaltaban en su piel trigueña. Su ropa parecía de revista y apenas se ajaba mientras andaba con ese delicado ir y venir que mueven el golpeteo de talón-punta hasta los hombros.

Ya decía, a voz casi apagada, algunas palabras que nadie alcanzaba a descifrar.

Pasó otra joven que se detuvo frente a él, como si no lo viera y se arregló su pelo teñido viendo al reflejo de la vitrina. Llevaba una blusa magenta y un pantalón que parecía un  revelado de película antigua que le llegaba al tobillo con unos zapatos amarillos con la punta abierta que dejaban salir tres dedos rosados y sus uñas curiosas.

Llevaba el recuento de ese ir y venir que lo había habitado, hasta que dejó de hacerlo. Esas palabras que escuchó y lo hicieron cerrar camino y tomar otro rumbo: el de salir por salir, porque era necesario, porque ya no debía seguir ahí. Recordaba esas palabras escasas pero suficientes: “te vas”.

No había consideración por los veinticinco años de estar casados o quizá a que ese cuarto de siglo ya había sido suficiente para deteriorarlo todo.

No importa, seguía diciendo para sí, para tratar de consolarse viendo a cada mujer que pasaba. Pero era inútil. Seguía viendo a su mujer reclinarse sobre la mesa para no volver a levantarse y pasando las horas sin moverse, cuando él se quedó esperando cualquier movimiento, aún el más ingrato, hasta que se cansó de esperar. Y al pasar las horas sin ver un movimiento, decidió cumplir con la voluntad. Quizá eso marcaba la diferencia. Se apoyó con las dos manos se levantó de la silla. No volteó a verla de nuevo y sin mirar nada abrió la puerta y salió. Escuchó a su espalda como se cerraba la puerta y como aquellos años de juventud volvió a ver pasar la gente en ese centro comercial, viendo la manada moverse de un lado a otro, y como el sol dejó ver el cuerpo completo de los transeúntes y se limitó a contemplar los zapatos llegar y marcharse con el leve murmullo que emitían las pisadas confundiéndose con la música y el bullicio, diciéndose: no importa.

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