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DÍA A DÍA CON EL DIÁLOGO

Santiago Vásquez
Cuentista

Cierto día, sick donde la brisa canta al compás de la soledad de los lugareños, buy dos amigos decidieron emprender un viaje, abrigados con sus esperanzas y alentados por la imperiosa incertidumbre de  cubrir sus necesidades en la aldea.
Algo curioso sucedía entre aquellos hombres, no se dirigían  una sola palabra, es preciso mencionar que eran muy amigos desde su infancia; sin embargo, algo pasaba, el silencio y la indiferencia eran tan notorias que cualquiera que los observara podían concluir que estaban frente a dos personajes totalmente desconocidos entre sí.
En ese intermedio de ninguna palabra, surcaban sus pasos, avanzando y devorando el camino como dos soldados del tiempo.
La brisa dibujaba pequeños contornos en la silueta del vacío dejando escapar leves quejidos a lo lejos.
Cuando llegaron bajo la sombra de un frondoso conacaste, uno de ellos se sentó en una de sus raíces que salía angustiosa desde las entrañas de la tierra, el otro disimuladamente se detuvo, pero rodeado por ese misterioso silencio.
Don Fermín, incómodo por la situación que se había presentado, se dirigió a don Andrés y le dijo:
-Andrés ohhhhh, quiero hacerte una pregunta.
¿Se puede oh?
Su amigo no le contestó y siguió de largo, adelantándose en su infinita trayectoria, salpicado por pequeñas pringas de nostalgia.
El camino era largo y fatigado, cubiertos por la inclemencia del fuerte sol, sacaban de su bolsa sus pañuelos y secaban sus quemadas y sudorosas frentes, tratando de acortar la distancia con su aligerado paso.
Cuando llegaron al pueblo, se dirigieron a un pequeño comedor que frecuentaban todos los domingos cuando eran unos cipotes apenas. Se sentaron frente a frente en la pequeña mesa de madera desnivelada por la superficie del piso.
Dos chuchos pulguientos y giotosos descansaban bajo las destartaladas bancas.
-¿Qué van a comer los señores?
-Preguntó la niña Tancho.
A la pregunta, solo contestó don Fermín.
-Y este, ¿Qué chinche le habrá picado? como no dice nada, le voy a servir lo mismo que a vos Fermín.
Y les sirvieron.
Los cipotes entraban y salían de aquel viejo comedor con sus bolsas de frijoles, arroz y tortillas, correteando felices por el sustento y huyendo de los chuchos que vigilaban sigilosos aquel lugar.
Dos viejos pordioseros suplicaban en el andén por un pedazo de tortilla.
Aquellos hombres, marcados por ese profundo y extraño silencio comieron de prisa, con la mirada baja como dos personas que no se conocían y que estaban allí por casualidades del destino.
Después de haber compartido, sin compartir de hecho la mesa, continuaron su viaje, hicieron sus compras y de regreso a casa, cada quien lo hizo por su propia cuenta haciendo más evidente su indiferencia.
Al llegar a su rancho, el amigo de don Andrés, hombre muy humilde, tranquilo y educado, se dirigió a Rafaila, su  entrañable compañera de vida y le comentó lo sucedido.
-¡Gran poder de Dios muchaaa!
¿Qué le pasará al tal Andrés?
-Pues, la verdad, no lo sé.
-Deberías ir a verlo y preguntarle cual es el problema, aquel, tan buena gente que es.
-Ni de bobo, no quiere hablarme, que no me hable.
Así pasaron aquellos días entre aquellas familias.
Una noche, sentado bajo un cielo estrellado, escucharon el ladrido de la pelusquilla, su fiel guardiana, ladraba, alguien llegaba, era Catalina, la hija de don Andrés.
-¿Qué andás haciendo por aquí cipota, no ves que ya es muy noche?
La Catalina rompió en llanto.
-¡Mi tata!
-¿Qué pasó?
dijo Fermín en un tono de angustia.
-¡Se cayó del puente de hamaca!
¡Está muerto!
-¡Sangre de Cristo!, entrá mujer, ¿Cómo fue?
Catalina les explico los pormenores de la desgracia.
-Fíjate que tu tata estaba molesto con nosotros, uno le hablaba y no contestaba.
-Niña Rafaila por Dios
¿Qué no sabían nada?
-Que no sabíamos nada
¿De qué?
Replicó don Fermín
-Que mi tata perdió el habla, el oído, todo se le olvida, desde que lo picó un animal en el río se le durmió la lengua y  la mitad de la cara.
-¡Jesús del Huerto?
Murmuró Rafaila
y por qué no nos habían dicho nada.
-Alistate mujer- dijo aquel hombre muy angustiado- Vámonos. Llevémonos a los cipotes.
Las horas corrían como queriendo alcanzar alguna fortuna escondida en su misterio.
La noche comenzó a cubrir de frío los secos huesos de los asistentes, el rancho se escondió en la quebrada con timidez.
La noche pintaba de luto aquel ambiente.
Los tamales se repartían de dos en dos.
El café se levantaba a borbollones como queriendo hacer estallar nostalgias de lo más recóndito de aquella pena.
Catalina, entre su llanto, desprendía miradas maliciosas entre los curiosos que la veían.
Un destello de angustia cubría todo aquel ambiente.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado conseguido.
-¡Niña por Dios!
Refunfuño alguien
-Es sin pecado concebido hombre
Las candelas comenzaban a llorar desesperadamente.
El cielo apagaba sus faroles pestañeando de cansancio.
Amanecía.
Don Fermín se dirigió al ataúd.
Se quitó su viejo sombrero.
Miró fijamente por la ventanilla.
Una lágrima rodó por su mejilla.
Lloró tendidamente.
Un cipote se chamuscó las planchas en el incienso.
La Cata, en un descuidito de su nana, despabilaba un coqueteo a los hombres que maliciosamente le desprendían miradas de ardiente fuego bajo el sombrero,
-Mirá vos, este tamal no tiene carne
decía uno de los asistentes, acurrucado bajo la sombra de la noche
-¡Ave María Purísima!
Las rezadoras se ladeaban del profundo sueño que sentían.
-No es la salve mucha, es el padrenuestro el que sigue….
El murmullo del viento acariciaba las trenzas de las mujeres y huía, mirando de reojo al vacío.
La Cata estaba triste con su pena, pero coqueteaba.
En una  barranca, cerca de la casona de aquel  velorio, se alcanzaba a oír el llanto de la Siguamonta, una pequeña avecilla en  forma de gallina a quien nuestro señor la convirtió así, y la condenó a vagar por montes y barrancas por desobediente, según relata la tradición oral de aquellos tiempos.
El viejo Cande, contaba historias, arrancando carcajadas a sus oyentes.
Una rezadora cayó doblada sobre un tabanco agobiada por la magia y el embrujo de Morfeo.
Un murciélago le pasó rozando la nariz a un borracho,
¡Huta!
Murmuro
La Cata seguía con su maliseyo.
El viejo Gilberto, vigiaba bajo el manto inquieto de su nerviosismo aquellas contorneadas caderas listas para un sacrificio sagrado.
Sólo, y bajo la inmensa oscuridad, arrecostado sobre unas matas de huerta, recibió el tamal y el café que le llevó la Cata.
Le sonrió con su gracia de inocente campesina.
-Mamayitaaa… murrmuró el viejo Gilberto.
Escondiendo su malicia en su inmensa pena, se alejaba, mientras las rezadoras se preparaban para su segundo misterio de dolor.
Salomón, el curandero del lugar, temblaba de frío.
La Siguamonta continuaba su lamento.
La Cata desprendía perfume de caricias.
Los chuchos de los vecinos escudriñaban entre la basura.
El viejo Gilberto seguía vigiando, jumaba projundo como queriendo espantar una extraña pena de amor que le ahogaba el alma desde hacía mucho tiempo.
La Cata, le sonreiba como queriéndolo abrazar con su mirada.
Amanecía y los borrachos hacían equis en el monte.

Creación

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