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Desde el hotel embrujado de Montevideo (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

De niño, hechizado por las películas de terror en blanco y negro que por las noches miraba con mi abuela, soñaba con vivir en un hotel lujoso y antiguo, uno de esos hoteles embrujados y densos que custodian calles enigmáticas llenas de personajes indecibles y poderosos; recorrer a media noche sus pasillos fríos, misteriosos, salpicados con ruidos de gente muerta; asomarme, sigiloso, a las puertas de madera olorosa a maple que crujen lamentos espectrales y opacos; compartir historias sin fin con los fantasmas bonachones y vitalicios que no pierden la hora del mate; deambular por las escaleras que crujen de dolor sintiéndome uno de ellos, o meterme en un ascensor telúrico que lleva a la dimensión desconocida, a otro tiempo, a otro lugar, digamos al Café Brasilero donde Galeano garabateaba escritos brillantes al compás del dictado del café con amaretto y dulce de leche. Siempre quise vivir en un hotel embrujado. Desde que tenía diez años, desde que tenía veinte, cuando tengo cincuenta y cinco, cuando tenía seis kilómetros de vida. Recién he llegado a Montevideo y es bueno saber que existe ese hotel. Como si viniera en un carruaje halado por caballos desbocados, recorrí las calles solitarias de la Ciudad Vieja hasta llegar a la entrada nebulosa del Hotel Balmoral. Eran las cinco y diez de la mañana. Las luces de los faroles que cual gendarmes decimononos lo custodian sin moverse, ni un milímetro, apenas bostezan y parpadean para espantar el frío. Son luces fuertes y amarillas, pero desde la calle las veo como un leve destello que se mezcla con el azul de su rótulo. Siempre quise vivir en un hotel embrujado y antiguo para imaginar que huyo de personas sin rostro, y eso es como si imaginara la dictadura militar como un fantasma ignoto. Sinceramente creo que todos, más de una vez, sentimos que huimos sobre una calle de lodo resbaladizo; sentimos que no avanzamos, que nos alcanzan para matarnos o torturarnos… sentimos que huimos, pero no sabemos de quién o por qué o hasta cuándo. Estoy seguro de que no lo sabemos, solo huimos y ya. Contra esa pizca de locura no hay doctores sabios, ni píldoras infalibles, ni penicilina milagrosa, porque quienes vivimos eso somos prófugos anormales. Nadie que habite, o crea habitar, en un hotel embrujado puede ser normal.

Pero yo siempre soñé vivir en un hotel embrujado como el Balmoral, digamos ese, e ir a beber café al Brasilero para toparme con Galeano o Benedetti y deshacer con metáforas el fraude en Honduras y el pecado original de las dictaduras latinoamericanas. En el Brasilero, el café sabe diferente por instinto… y por los libros, las fotos, los poemas, los anuncios viejos, los edificios y plazas de tiempos corajudos, las paredes autografiadas, la ventana que refleja siluetas únicas. El encargado de la recepción, un joven con aspecto de enterrador por su carencia de gestos, tomó como con pinzas mis datos de viajero y extendió la mano: son seiscientos treinta dólares o dieciocho mil novecientos pesos uruguayos, usted escoge. Al nomás registrarme pasé a la habitación asignada, la 704, y desde su ventana, haciendo a un lado el hielo de la mañana, me comí los balcones vecinos, reproduje la cuadrícula de la plaza Cagancha y sus luchas de antaño contra los invasores. Una mirada y, como por embrujo, la sensación de fuga desapareció, aunque no así el rumor de los fantasmas del hotel que vaticinan golpes de Estado blandos y asesinatos políticos.

Pero dominar las alturas desde una ventana de hotel es como apropiarse de los secretos íntimos de los otros, tanto en Montevideo como en San Salvador o Buenos Aires. La gente de los balcones vecinos sale a tender la ropa interior mancillada, a ocultar amoríos tremendos, amontona mapas para decidir el lugar del disparo, lava ropa sucia para limpiar sus pecados, espanta el frío con una dosis de sol sin importarle su físico ni el qué dirán ellas, toma café, lee, memoriza el rostro de Juan María Bordaberry, piensa, añora, se fuma un par de cigarros Fiesta y expulsa el humo a la calle. Un hotel embrujado es como una casa ajena donde somos recibidos como si fuéramos parientes cercanos. Bienvenido, señor, que todo salga bien. Por supuesto que hay hoteles de esos que tienen fantasmas y mucamas de más de cien años, y eso es inoportuno cuando se quiere cometer un asesinato o descansar sin contratiempos. Claro que siempre queda el recurso de tirarles piedras, ahuyentarlos con una escoba detrás de la puerta o asustarlos con cruces bendecidas en la catedral y borrar la sensación de fuga. Pero a mí me gustan los fantasmas, incluso los inoportunos y chambrosos que miran todo lo que hago o pienso hacer y salen con el pito y el tambor a delatarme: Es un Tupamaro. Es la Operación Bálsamo.

Un hotel embrujado le da otra connotación a la nostalgia y, entonces, es el lugar más propicio y cálido, si los fantasmas tienen cara de fantasmas, o es el lugar más temible y frío si los fantasmas carecen de rostro. A mí me gusta estar en un hotel con fantasmas con cara de fantasmas porque es un recordatorio de que salí vivo del lugar donde miles salieron muertos. No me gustan los perros callejeros porque no tienen idea de la lealtad y cada vez que pueden muerden la mano del que les da de comer sin perder la cara de “yo no fui”. Pero con los fantasmas de los hoteles antiguos es distinto, puedo sentirme perfectamente parte del cielo, o viajar en avión, Clase Económica, sin temor a que se estrelle en la cordillera de los Andes, o hacer un disparo certero al pasado. Desempaqué con cuidado y me dirigí a la terraza de la habitación, la 704, para memorizar los balcones vecinos y la plaza y la gente. Siempre quise vivir en un hotel embrujado y hacer buenas migas con sus fantasmas.

La 704 es una habitación hermosa y sobria, pero tenía el inconveniente de que solo era alquilada por una semana. La presencia de Armando y Noé no dejó que me sintiera extranjero, ni invasor, ni enemigo, porque eran la territorialidad que llevaba conmigo para cumplir la Operación Bálsamo con décadas de retraso; pero por ratos sentía la nostalgia mordiéndome el cuello. Era el miedo. El problema sería la fuga después del disparo. Para escapar de algo distinto a los fantasmas es necesario hacerlo solo.

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