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Derecho a caminar

Luis Armando González

Suena trivial hablar del derecho de la gente a caminar. Incluso, recipe puede sonar a una bobería propia de quienes se refieren a lo evidente como si fuera una novedad. Sin embargo, el derecho a caminar, si bien apunta a algo evidente, no es algo a lo que se le dé la importancia debida en el debate democrático. Y es que, aunque no se lo diga en los tratados sobre democracia, las libertades ciudadanas tienen, junto a los principios tolerancia y diversidad de creencias, el principio del libre desplazamiento de las personas. O sea, la libertad de movimiento, que supone el desplazamiento físico (no sólo mental) del individuo, sin restricciones de ninguna naturaleza, por donde su propia voluntad lo conduzca.

La modernidad no se entiende sin la afirmación de esa conquista tan elemental como fundamental: el derecho de los ciudadanos a caminar sin amenazas ni restricciones de ninguna naturaleza. Tampoco se entiende la democracia moderna, en lo que tiene de convivencia en el espacio público, sin esa conquista. A menudo se olvida que la democracia requiere de ciudadanos y que estos se convierten en tales en su relación efectiva, cara a cara, con otros, en el espacio de las ciudades, que son por definición espacios públicos: espacios que no son de nadie en particular, sino de todos y de los cuales ningún ciudadano puede ser excluido.

No debe perderse de vista otro aspecto elemental, pero esencial: al espacio público se llega caminando y se lo usa también caminando. No existe otra forma de dar vida a esa dimensión de la ciudadanía democrática. Ni los carros ni las llamadas “redes sociales” (redes virtuales de comunicación) pueden ocupar su lugar, so pena de empobrecerla (o anularla).

De tal suerte que la salud de una democracia se puede medir por la existencia de una pluralidad de espacios públicos (no cercados, ni con algún tipo de pago por el derecho de usarlo), siendo sus focos principales las ciudades. Pero también las arterias que conducen a ellas y las rodean. En las democracias históricas, siempre ha habido un afán decidido (no sólo de parte de las autoridades, sino de los ciudadanos) por conservar esos espacios públicos y por mantener el derecho a usarlos (y a llegar a ellos) caminando.

De aquí que en esas democracias el derecho a caminar sea siempre un bien a ser resguardado (lo mismo que el derecho a usar el espacio que tienen quienes padecen discapacidades que les impiden caminar), por encima de los derechos de quienes utilizan vehículos. La arquitectura histórica de esas democracias está hecha para que la gente camine, y esa arquitectura –que descansa en una filosofía de las libertades ciudadanas— trata de mantenerse, asegurando que las nuevas construcciones de calles y avenidas cuenten con espacios adecuados para que la gente se desplace sin correr riesgos.

¿Y El Salvador? A juzgar por lo disminuido de sus espacios públicos y por los enormes obstáculos al derecho a caminar, nuestra democracia está en una situación calamitosa. Queremos avanzar hacia unos máximos democráticos, cuando no tenemos asegurados los mínimos sin los cuales aquellos máximos nunca llegarán o lo harán torcidos.

Y uno de esos mínimos consiste en garantizar a cada ciudadano su derecho a caminar, poniendo ese derecho por encima de quienes lo usan con vehículos.

Hoy por hoy, sin embargo, son estos los que tienen la primacía, pues la arquitectura histórica del país –hecha para caminar y para usar carretas— fue cambiada por otra, hecha para que circulen carros.

Los carros –una vez que se puso asfalto a antiguas calles de tierra (Calle Antigua a Huizúcar, Calle al Volcán de San Salvador, por ejemplo)— privaron a la gente del derecho a caminar por ellas.

De tal modo que en El Salvador abundan las calles y avenidas en las cuales no hay espacio para que la gente camine, y quienes osan caminar en los estrechos márgenes de bardas y asfalto ponen en peligro su vida sin que, al parecer, a nadie le importe.

Una forma de cimentar nuestra democracia estriba en garantizar por todos los medios el derecho ciudadano a caminar. No puede ser que cuando alguien sale a dar un paseo a pie tema por igual a ladrones y a conductores.

Para que una ciudadanía democrática eche raíces en El Salvador  se requiere, como algo básico, de espacios públicos que en efecto sean tales –los centros de las ciudades deberían ser privilegiadamente esos espacios públicos— y que los ciudadanos pueden llegar a ellos y usarlos a pie.

Es un contrasentido que se quiera fomentar una convivencia democrática, si los ciudadanos ni siquiera pueden caminar tranquilos por las calles y avenidas de su país, y si éste no cuenta con espacios públicos suficientes y de calidad, pues el hacinamiento en las ciudades, la lógica privatizadora, la soberbia de los conductores de carros,  la estructura de calles y avenidas, y los temores ante la violencia lo impiden o dificultan de forma extrema.

Se suele culpar al crimen de la disminución o anulación de la vida pública. Esta es una visión simplista y parcial. La construcción desaforada de viviendas y centros comerciales, junto con  la privatización de la propiedad, el cerco y cierre (privatización) de parques y lugares de recreación comunitarios, y la primacía y casi exclusividad que se ha dado a quienes tienen vehículos para usar las calles y avenidas,  han sido decisivos en este ahogamiento de la vida pública, siendo, ante todo, la juventud la más golpeada por el cierre de espacios de convivencia y esparcimiento que cualquiera podría usar sin pagar nada, pero también los niños y las personas adultas que corren riesgos en las calles en cuanto son llevados a pasear o salen de sus casas.

Urge invertir la lógica predominante según la cual la persona que anda a pie tiene menos importancia que la que anda en carro: la que anda a pie debe tener la primacía, porque entre otras cosas su vulnerabilidad es absolutamente menor.

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