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De Refranes Bienhablados

René Martínez Pineda *

Son remotas las palabras y cercanos los ecos; son ajenos o raros los significados y propios o familiares los significantes. En El Salvador, healing como en la América Latina de García Márquez y Galeano, sovaldi se propagan una infinidad de refranes cuya contundencia imbatible, prostate por cotidiana alegoría, va más allá de su belleza poética, hasta que se convierten en verdaderas sentencias rimadas de vida, o en guías cadenciosas del comportamiento social. En el caso de los refranes la rima manda: si no hay rima o no hay cadencia rítmica no hay refrán, así de lapidario, lo que puede parecer absurdo para los neófitos, pero la realidad nos muestra y demuestra su validez inexorable. Uno de los refranes más perfectos e insurrectos, por válido y doloso, alega que: “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”. Me imagino, aunque nunca lo he investigado, que dicho refrán fue dicho por un patrono exigiéndole más trabajo al obrero. Ese origen imaginado no es antojadizo, puesto que los refranes sólo pueden ser entendidos cuando se ubican en un contexto sociocultural determinado.

Los refranes, como manifestación de la cultura oral, son transmitidos mediante el aprendizaje para que asuman el papel de constructores empíricos de las creencias y del comportamiento de las personas sometidas a ellos, determinando, de dictatorial forma, lo que es un actuar adecuado o inadecuado, respondiendo, como vocecita oculta o “violinista en el tejado” a las preguntas: ¿cómo debemos hacer las cosas? ¿cómo hay que interpretar el mundo y nuestra situación para salir vivos de la vida? ¿qué es malo y qué es bueno? Por ello, los refranes trepan por nuestras vidas hasta que las cubren con el manto sagrado de las constantes del pensamiento y las regularidades infames de la cotidianidad: “ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón”… sobre todo si su abogado defensor es el fiscal del caso, porque –dice, la gente- “chucho no come chucho, y si come no come mucho”.

Entonces, a la par de las deformaciones o constructos poéticos que se apoderan -y en algunos casos descabellan- de los refranes para hacerlos memorables (“amor de lejos, es de pendejos”) hay que estudiarlos en su contexto sociocultural para valorarlos, compararlos, observar sus variaciones cíclicas y “medir” sus cambios teniendo como referente la cultura hegemónica o, en el mejor de los casos, el sentido común de sobrevivencia. Las variaciones lingüísticas nos permiten abrir y descubrir -más allá de lo obsceno o lo culto; más allá de lo bueno o lo malo; más allá de lo mío o lo tuyo que muchas veces se confunde para no sentirse huérfanos- las percepciones de mundo y patrones inalterables de pensamiento. Los refranes nos muestran y nos hacen aceptar como normales -allí donde se recrean como mandamientos, tan divinos como ladinos- las tétricas y abismales diferencias socioeconómicas (porque “el que nace para maceta no pasa del corredor”) que los especialistas en informes de desarrollo humano disfrazan con números vagos; nos indican y nos hacen aceptar, como predestinada, la desigual apropiación de la cultura tangible e intangible, lo que se manifiesta en su fonología particular. Así, los refranes usan –como métrica de la vida que en lugar de contar sílabas cuentan sobrevivencias o boletas de empeño- estos o aquellos sonidos en el habla dependiendo de: la posición económica, real o imaginaria; el estado de ánimo que le da sustento al cuerpo; la coyuntura cotidiana de miseria que muerde, pero no remuerde la conciencia; o el nivel educativo.

Otro aspecto relevante de los refranes es el léxico usado (casi siempre simple y casi siempre rudo, aunque no vulgar) ya que a partir de él, en un acto místico de fetichismo lingüístico, es que se nos dice que algunas palabras son “malas” y otras “buenas”, aunque, fíjense bien, significan exactamente lo mismo. Lo que obliga -según entiendo yo, que no le temo a las palabras porque “no tengo pelos en la lengua”- a usar esta o aquella palabra en un refrán en particular, es la intensidad del sentimiento que encierra. De ahí que no es lo mismo, aunque sea igual, decir: “La que es puta, vuelve” a decir: “la que es trabajadora del sexo, regresa”. En el primer caso impera un resentimiento infinito propiciado por la desilusión amorosa y, en el segundo, no es un refrán, es un discurso académico. Ese léxico impregnado de intensidad, y no de simples ganas de ser obsceno, es el que despierta el sentido de la poesía delatora, de la aventura profana, de la desgracia inconmensurable, del conformismo impermeable que se deja espiar en: “unos nacen con estrella y otros nacen estrellados”. El léxico que impera en las calles (aunque los mojigatos se tapen los oídos mientras fornican o roban o engañan o manipulan) y en los refranes más invencibles, es el diccionario de bolsillo del pueblo; es el conjunto de nombres, hechos, ideas y cotidianidades que le permiten soportar sus ojos de nostalgia pura cuando pierden lo que no tienen; o le hacen creer que su ropa, bordada de sonidos tristes y etiquetas alegres, le protege del frío; o le llevan a esperar que “no hay mal que por bien no venga”.

La sintaxis de los refranes, entendida como el ensamblado artesanal y caótico de las palabras, depende más de las urgencias de la rima, o de las urgencias de la vida que pueden ser rimadas, o de experiencias particulares que, de tanto repetirse, se convierten en verdades incuestionables aunque no siempre sea así: “cara brava, culo contento”. Los tres aspectos señalados de los refranes (que los hace ser muertos hermosos y enigmáticos porque suscitan cambios lingüísticos, pero no cambios sociales) no obstante su irreverencia explícita a todas las reglas gramaticales, se ordenan cómodamente al momento de delimitar la intencionalidad de los mismos, la que yo denomino como armazón insondable; y buscan la forma más certera y definitiva de expresarse, la que para mí es su armazón trivial, esa razón que se produce y reproduce porque “el papel aguanta con todo… aunque no todos aguantemos con el papel”.

Por eso es que los refranes no se deben evaluar a partir de las palabras “buenas” o “malas”, sino a partir del peso cultural de la sentencia que llevan. Esa sentencia, inapelable, trata de congraciar la diferenciada situación social con la variación lingüística, en tanto es un refrán con un contexto determinado que escribe y describe lo que pasa o puede pasar, y soporta o sostiene el poder establecido sobre la base de lo que se conoce como hegemonía.

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