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Con mucha pena y sin ninguna gloria

Luis Armando González

Recientemente dejaron sus cargos los cuatro magistrados de la Sala de lo Constitucional que asumieron sus cargos hace nueve años. A juzgar por los calificativos que los adornaron –siendo los más estrambóticos y tontos esos que los bautizaron como los “cuatro fantásticos”, los “cuatro jinetes del Apocalipsis” o los “dioses del Olimpo”— y sus inflados egos, era de esperar no solo una salida apoteósica del cargo, sino un derrumbe de la democracia que, según su propia autopercepción y la de sus aduladores, descansaba en su preclara sabiduría jurídica y en el poder del que estaban investidos. Se han ido y el país no queda mejor que antes en el ejercicio político, sino con problemas –entre ellos, el deterioro institucional del TSE y el elevado costo económico de las reformas impuestas por la Sala— que no se tenían.

A lo mejor ellos y sus incondicionales crean que han dejado las magistraturas con la mayor de las glorias, pero un balance crítico de su gestión dice lo contrario: no hay gloria alguna que los adorne y sí mucha pena. Alguien, más moderado o menos informado, se dará por satisfecho con afirmar que esos cuatro magistrados se van “sin pena ni gloria”, pero desde nuestro punto de vista eso suena a una benevolencia excesiva con quienes abusaron extraordinariamente del poder jurídico del que estaban investidos.

Y, para decirlo desde ya, uno sus peores legados para la institucionalidad del país es el precedente que han establecido a cerca de la discrecionalidad con la que los miembros de una Sala de la Corte Suprema de Justicia –la de lo Constitucional— pueden usar el poder que les ha sido otorgado, el cual no solo es parte de todo mayor –la Corte Suprema de Justicia— sino que está (debería estar) limitado, al igual que cualquier otro poder del Estado, por la Constitución de la República.

Estos exmagistrados se pusieron encima de la Corte, del Estado y de la Constitución, y prácticamente nadie los llamó al orden, sino que más bien sus desmanes y abusos de poder fueron aceptados y hasta celebrados por doquier. Después de ellos, va a ser difícil –casi que imposible— no aceptar abusos de poder por otros magistrados de la Sala de lo Constitucional, independientemente del carácter de esos abusos. Ya hay un precedente, y debemos agradecer a esos cuatro magistrados.

¿Cómo usaron y abusaron de su poder los ahora exmagistrados? Primero, como ya se dijo, poniéndose por encima de la Corte, del Estado y de la Constitución (de la cual se apropiaron su sentido). Una vez conseguido lo anterior, usaron su poder para sabotear sistemáticamente las finanzas del Gobierno, sumándose a una estrategia de desestabilización que la derecha impulsaba en otros frentes: Asamblea Legislativa, empresa mediáticas y redes sociales.

El sabotaje económico al Gobierno obedeció a la lógica siguiente: si fracasan los programas sociales gubernamentales, la población va a rechazar al FMLN como opción política. Esto se combinó con una línea de acción enfocada a la manipulación de las percepciones, manipulación que era confirmada y refrendada por las encuestas de opinión, incluidas las más serias.

En este marco, y en conjunto, los exmagistrados fueron afines, en sus decisiones relevantes en materia económica, a los intereses de la derecha empresarial y política. Una especie de “dictadura constitucional” se impuso desde una Sala que operó de hecho, no de derecho, como un Tribunal Constitucional.

A su convicción de creerse por encima de todo –y de actuar conforme a esa convicción— se añadió la percepción que tenían de ser quienes harían avanzar la democracia salvadoreña –“corrigiéndole la plana a los políticos”, como le gustaba decir a uno de ellos— hasta niveles nunca vistos.

O sea, daríamos un salto de calidad democrático sin precedentes. Y, para cumplir con ese mandato casi mesiánico –para lo cual se inspiraron en juristas y filósofos políticos a los que consideran unos dioses— se dedicaron a hacer reformas inocuas al sistema político que entorpecieron dinámicas que lo hacían funcionar de manera aceptable. Nueve años después –contados a partir de su toma de posesión hasta su reciente salida— la democracia salvadoreña no es mejor, sino todo lo contrario; en rubros importantes, como la solvencia del TSE, ha sufrido retrocesos importantes, y ello gracias a los despropósitos de esos magistrados.

En cuanto a la separación de poderes, el saldo es francamente negativo: desde esa Sala, los exmagistrados vulneraron las atribuciones del Ejecutivo y de la Asamblea Legislativa. Se difuminó el principio de la separación de poderes –fundamento del Estado de derecho— una vez que uno de los poderes estatales –en realidad, una de las Salas de la Corte Suprema de Justicia— se inmiscuyó abusivamente en el quehacer de los otros. También se difuminó el mecanismo de los pesos y contrapesos, una vez que había un poder que lo controlaba todo, pero que no estaba sujeto a ningún control.

Los costos institucionales, jurídicos y políticos de la gestión de esos exmagistrados son extraordinarios. Lo mismo que son elevados los costos económicos de las reformas políticas, y, lo que es peor, el beneficio esperado de esas reformas –el salto adelante en la democracia— brilla por su ausencia. Insistimos: la democracia que tenemos en El Salvador es, en lo fundamental, la misma –con sus defectos, que son muchos, y sus virtudes, que son insuficientes— que teníamos hace nueve años.

O sea, el país desperdició nueve años –en recursos, energías y tiempo— gracias a la petulancia de cuatro funcionarios que, con sus pretensiones de seres todopoderosos e infalibles, se dedicaron a imponer sus decisiones (ciertamente, falibles y sujetas a error, como todo lo humano) al resto de poderes públicos. Y así como en lo fundamental el país es el mismo que hace nueve años, también el Órgano Judicial es el mismo. Es decir, este órgano de Estado sigue adoleciendo de debilidades que bien hubieran merecido la atención de los exmagistrados y que, de haber sido superadas, serían un gran legado para el país.

Quienes los endiosaron (y los animaron en su reformismo político) deberían poner sus barbas en remojo. Son responsables, aunque quizás indirectos, de una “judicialización de la política”, que ha resultado onerosa para la sociedad. En cuanto los exmagistrados, pronto nadie los recordará, lo cual es una lástima: nadie debería olvidar a quienes abusan del poder del que están investidos, sobre todo cuando ese abuso genera daños no solo económicos, sino institucionales. Por último: quienes responsabilizan a la política y los políticos, en exclusiva, por los males de El Salvador no deberían volver la vista al otro lado cuando se encuentren con alguno de estos exmagistrados, pues delante de ellos tendrán a personas presumiblemente “apolíticas” que, pudiendo hacerlo, no obraron en función del bien común.

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Cuando ya estaban redactadas estas páginas, algunos colegas me hicieron un par de observaciones de las cuales quiero dejar constancia, dada su relevancia. La primera apunta al rol jugado por la actual embajadora de EE.UU. en el ejercicio de poder de los exmagistrados. No comparto la opinión que sostiene que ellos obedecían órdenes de la embajada norteamericana (y que actuaron siguiendo esas órdenes), sino que creo que los exmagistrados tenían su propia agenda, que fue avalada, en términos generales, por la embajadora. La segunda apunta a la necesidad de realizar una investigación del patrimonio de los exmagistrados. Estoy totalmente de acuerdo, pues cualquier persona que ocupa un cargo público de envergadura es proclive a abusar del mismo. Los exmagistrados tuvieron, durante nueve años –casi el doble de años que un presidente y el triple de años que un diputado— una cuota de poder extraordinaria, lo cual hace necesario el examen de cuál era su patrimonio antes de asumir su cargo y cuál es nueve años después. Es obligación de las autoridades competentes poner manos a la obra cuanto antes.

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