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Buen vivir e inclusión

Luis Armando González

En 2013, clinic el entonces Vicepresidente de la República, viagra y candidato a la Presidencia por el FMLN, Salvador Sánchez Cerén, publicó un nuevo libro: El buen vivir en El Salvador (San Salvador, Impresos Los Planes, 2013).

Se trata de un libro que, aunque pequeño en su extensión –se trata más bien de una especie de folleto popular— es sumamente sustancioso en su contenido.

De alguna manera, el mismo es una continuación de la línea de reflexión que Sánchez Cerén formuló de manera amplia y sistemática en su libro El País que quiero, que tan buena acogida tuvo en los distintos ambientes de El Salvador: profesionales, intelectuales, religiosos, sindicales y populares.

En El buen vivir en El Salvador, Sánchez Cerén plantea de manera sencilla y breve su concepción del buen vivir, así como sus principales implicaciones (y aplicaciones) en la realidad salvadoreña. Nos aclara que el buen vivir es una concepción humanista de la vida individual y social, una concepción que se nutre de distintas tradiciones filosóficas y éticas que centran su atención en el bien común y la realización integral de la persona humana.

El buen vivir es una aspiración, una esperanza, un sueño: las  situaciones de inhumanidad que afectan a nuestro país –y a otras sociedades— pueden ser superadas por un ordenamiento socio-económico y político distinto, que sea más humano, solidario y justo.

En el centro del buen vivir –de la esperanza de una vida buena— está la persona, no vista como un átomo, como algo separado y en competencia con los demás, sino en sus vínculos con los otros, en sus relaciones solidarias con quienes la rodean. Pero también en una relación de respeto y cuido hacia la naturaleza. Y, asimismo, con un anclaje en las propias raíces históricas, culturales y comunitarias.

Buen vivir, como vida buena, no significa “vivir bien” –como dice la propaganda comercial—, no significa poseer muchas cosas, mucho dinero, residencias lujosas o algo semejante. Buen vivir significa contar con las condiciones de realización –materiales, culturales, sanitarias, educativas, etc.— que aseguren a cada cual tener una vida digna.

De aquí que el buen vivir apunta a una vida individual y colectiva plena en humanidad, sin dejar de reconocer que esa humanización plena no se logrará de un solo, sino paso  a paso, con conquistas graduales, pero estructurales. No gracias al trabajo de un líder o un partido, sino gracias a la participación de todos: hombres, mujeres, campesinos, obreros, obreras, profesionales, intelectuales, técnicos, comerciantes informales, pequeños y medianos empresarios, personas de iglesia… Es decir, el buen vivir es una obra colectiva, para la cual no hay recetas universales, sino que cada sociedad define sus formas y concreción particulares del buen vivir.

En la actualidad, el  mercado es el gran mecanismo de exclusión: excluye a quienes  no pueden ser ni compradores ni vendedores de lo que está controlado por él. Y el mercado, en el marco del neoliberalismo, se fue apoderando de recursos y bienes esenciales para una vida digna. Lo cual quiere decir que una vez en manos del mercado –y de las familias, empresas y corporaciones que lo controlan— esos recursos y bienes dejaron de estar disponibles para todos y todas. Quedaron a disposición de quienes, como consumidores, podían y pueden comprarlos. Los no compradores –grandes segmentos de la población— quedaron y quedan excluidos de la posibilidad de acceder a esos bienes y recursos.

¿Es el buen vivir inclusivo? Por supuesto que sí. Hay que recordar que inclusión es algo opuesto a exclusión. Esta última se caracteriza por poner, a amplios sectores sociales, al margen del acceso de bienes y recursos esenciales para su vida.

Pese a la retórica de los defensores de la privatización de la salud, la educación, el agua, el medio ambiente…. Pese a su retórica, la exclusión es la consecuencia necesaria de la privatización.

El corolario de ello es que mediante esa privatización se transfieren bienes y recursos públicos –que son de todos y todas— a manos de unos pocos, que terminan conformando una élite ajena a la realidad de la mayoría en su bienestar, riqueza y privilegios.

La única manera de revertir la exclusión es impulsando mecanismos de inclusión que, por definición, no pueden ser generados desde el ámbito empresarial privado (sea universitario, sanitario o de otro tipo), sino desde el ámbito estatal. O sea la inclusión obliga al fortalecimiento del Estado, lo cual no significa ahogar al sector privado: significa que este último, por su naturaleza, no puede tener en sus manos el bien común, que es el ámbito de la inclusión….. Y también de la democracia.

Significa también que el sector privado (y el mercado) no puede hacer y deshacer indiscriminadamente, o que la esfera estatal debe ser su cierva incondicional.

El Estado debe dialogar, debe ser el interlocutor del sector privado; debe ponerle límites cuando se excede, debe marcarle la pauta de sus responsabilidades y obligaciones. No puede hacerlo si es débil, si no tiene una capacidad de incidencia efectiva en aquello que es de su competencia exclusiva o casi exclusiva.

De aquí que, por un lado, el buen vivir se concreta –aunque no se agota— en la inclusión.

Por otro lado, la inclusión es responsabilidad de un Estado democrático y constitucional. En la medida en que el Estado se fortalece para cumplir esa responsabilidad, en esa medida el Estado contribuye a la construcción del buen vivir.

Tomado del libro: Educación, cultura y emancipación. San Salvador, EDIPRO, 2014, pp. 108-110

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