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Buen viaje, maestro (2)

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René Martínez Pineda
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Él no respondió nada, health see sólo esbozó una leve y pícara sonrisa, see como aceptando la afirmación hecha por la abuela de la Cándida Eréndira. Después de ordenar casi todo, pensó en que no era tan fácil partir. Ese dolor en el costillar era, más bien, un dolor subjetivo y escurridizo, porque deambulaba por todo su cuerpo sin atracar en ningún puerto definitivo. Fue entonces que recordó que el médico del pueblo le dijo -poniendo el dedo índice en la sien derecha- que: “aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí, aquí”. Por eso había decidido, esa noche del miércoles santo, irse tranquilo al día siguiente sin más demoras ni excusas. Prepara tus cosas y vete tranquilo, ya hiciste bastante, Gabriel -le dijo, en tono insoportable, Fernanda del Carpio, la esposa de Aureliano Segundo, con quien nunca había tenido una amistad memorable y a quien saludaba sólo por no romper el protocolo de las vidas armoniosas.

Pero, por más que trataba de hallarle el lado amable, ese no era un buen mes para digerir los vaivenes e incertidumbres de la mala noticia que le había llegado, bajo la forma de inmensas papalotas negras, esa noche premonitoria, y menos aún en la intemperie borrascosa de su enorme biblioteca que, por voluntad propia, vestía un ropaje lúgubre. Volviendo a las coordenadas de la cordura mundana con un suspiro hondo y sacudiéndose el sudor acumulado en la cabeza, mandó mucho a la mierda todas las dudas y los temores ciertos que lo asaltaban, y prosiguió con los preparativos, tal como hizo hace más de setenta años cuando, sin decirle nada a nadie, tomó la irrefutable decisión de abandonar el pueblo para ir a descifrar el fulminante misterio de las mariposas amarillas que pusieron en estado de vigilia al pueblo.

La biblioteca, en señal de muda y agónica protesta por el desenlace previsto, se desgreñó como un mar tenebroso, y un huracán azul tan fascinante como peligroso revolvió los papeles del escritorio y espantó a las papalotas negras que habían atracado en el techo. Sin embargo, él no le puso atención a la tromba. Se acercó con pasos tenues al escritorio, que estaba irreconocible, y se sentó, con tal aplomo, que cualquiera diría que no tienes intenciones de volver a levantarte, le dijo, el coronel, sin dejar de examinar con detenimientos un cubo de hielo, como si fuera la primera vez que veía uno. Aquí están los lentes, señor -le dijo, en tono cándido, una joven que, según lo delataba su piel mustia y sus ojos nostálgicos y su cuerpo magullado por manos bruscas y fornicaciones cronometradas, había sido llevada, a empujones, de la infancia a la madurez por el desierto calcinante de las camas de los burdeles más infames y degradados de los pueblos que no existen ni para dios. Con la mano derecha, cogió los lentes de media armazón negra como quien, resignado, acepta una limosna, y hasta entonces tomó plena conciencia de que había llegado el otoño, allá afuera.

Contrariando, sólo por joder y mientras tanto, las indicaciones médicas recibidas un par de años atrás, se sirvió un buen trago de licor clandestino: este es para tomar impulso o para restarle algunos minutos a la mala hora -dijo, en tono sepulcral, como si le estuviera dando lecciones de soledad a la viuda de Montiel. –Ah, está como para despertar a un muerto consagrado –dijo, en tono robusto, como para que lo oyeran todos en la casa; todos, por si alguno de ellos se oponía a ese rito etílico, que lo dijera en ese preciso momento o que callara para siempre. El silencio siguió gobernando el lugar con mano de tirano.

Se lo tomó sin hielo, sin gestos sobreactuados, sin palabras de por medio; se lo tomó a sorbos lentos, átomo a átomo, y después, tal como lo indican los gitanos sabedores, escurrió las últimas tres gotas en el suelo para que las sobras de licor dibujaran con tiempo y buena mano su futuro. Ese sabor violento pero delicioso a la vez, propiedad de los pescadores más recios, lo tomó del pelo y lo sacó, por un instante, del mal momento que lo tenía tomado del cuello. Tan sólo un instante después, como eslabón más débil del mismo embrujo que lo embrujaba, sintió que alguien lo miraba pacientemente. Mirando, por instinto, sobre los lentes, afinó la puntería de los ojos. Ah, eres tú, Florentino Ariza -le dijo, al hombre enjuto que lo observaba con una calma aprendida en el crisol de la espera interminable. Tenía la piel sin color y el manglar que había crecido en su cara era una evidencia de que tenía varios meses sin rasurarse. Como evitando ser desnudado al primer gesto, apartó la mirada al reflejo para no tropezar con la suya.

 Hasta hace poco -pensó, mientras colocaba el vaso en el escritorio- creí que todo estaba terminado, que no había nada más que agregar o quitar, pero no es así. Debo reescribir todos los cuentos y todas las novelas otra vez, desde el principio. Váyase tranquilo para su pueblo, Gabriel, no se preocupe más, ya no hay nada que agregar; todo está escrito como debe estar escrito y como debió haber sido escrito, este es el punto final, ya no caben más metáforas mágicas; ni más puntos suspensivos libertarios y utópicos; ni comas escatológicas –le dijo, solemne, el Padre Cayetano Delaura poniéndole la mano en el hombro. Él no le puso atención, al principio, y se dispuso a modificar la frase: “veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo…” pero, después, acató el consejo y siguió arreglando sus cosas, porque el propio Margarito le dijo: así está bien, maestro; así está bien. Más que bien está perfecto –le corrigió, Sierva María de Todos los Ángeles, con la voz friolenta y las manos de pandereta.

Terminó de acomodar, sin prisa, las cosas, en la misma maleta que usó cuando salió del pueblo, navegando a la deriva en el piano irreal de Mozart, hasta que la nostalgia punzando en el costillar izquierdo fue más contundente que el vaho de la música. Entonces, al reflejo, miró el reloj de pared para seguir, de puntillas, el tic tac que, como bomba de tiempo, amenazaba con explotar.

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