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El Balcón sobre la tarde

Armando Molina/

Escritor

El viaje en el tren le había parecido interminable; desde la salida de la Gare de Lyon en París, el trayecto se había constituido de paradas en estaciones cuyos nombres no le decían nada; de rostros desconocidos que salían del anonimato de la noche para volver a ser tragados por la oscuridad de la campiña francesa. De cuando en cuando, sumido en la espesa oscuridad del compartimiento de primera, Fernando Imendia oía el impetuoso estruendo de los trenes que pasaban en sentido contrario, posiblemente en dirección a París. Aunque tal vez se dirigiesen hacia alguno de aquellos destinos que, meses atrás, todavía estando en San Salvador le habían parecido exóticos… No obstante ahora los encontraba más próximos y familiares a medida que se desplazaba hacia el Mediterráneo… aunque tampoco sabía hacia dónde exactamente se dirigía.

Durante las últimas cuatro horas Imendia no se había movido de su asiento más que para correr la cortinilla de la ventana que daba al pasillo del tren. El constante traqueteo de los rieles bajo sus pies hacía que su mente se hundiera en una especie de trance imposible que lo mantenía en su asiento, como si hubiese sido puesto allí por una orden fortuita, so pena de perderlo y ser castigado. Lo curioso era que el tren viniera semivacío a pesar de ser el comienzo del verano europeo. Había sido una buena idea lo de viajar en primera; ya antes de abordar el tren en París y en las primeras estaciones, había notado la cantidad de gente que se subía a los vagones de segunda y tercera. No tenía ganas por el momento de entablar conversación con nadie; se dijo que lo mejor sería ir pensando en dormir. Se relajó en su asiento, y estiró las piernas con la idea de desentumecerlas.

… La noche se extendió sobre el vidrio de la ventana con el efecto de un tinte malva…

Luego de una parada más en una de aquellas ubicuas estaciones nocturnas cuyo nombre deletreado en un fugaz rótulo se hundió en la oscuridad, Imendia oyó pasos que se acercaban por el pasillo; el eco de los tacones indicaba que eran varios los que venían. Buscaban asientos, indudablemente. La puerta del compartimiento se abrió con violencia, y un rostro blanco, andrógino y rubio se asomó por el hueco luminoso. El rostro exclamó unos cuantos sonidos en un idioma del que no reconoció palabra alguna.

Lo que siguió a continuación fue una mezcla caótica de pasadas de mochilas y equipaje de mano, de puestas de suéteres y chalecos, y de palabras en un idioma extraño dichas al azar en una confusión de ruidos y exclamaciones. Inmediatamente después siguió un embarazoso silencio. Finalmente un joven rubio que ostentaba un bigotillo ralo y adolescente le extendió un cigarrillo: “¿Smoke?” le preguntó en inglés, mientras sonreía con un aspecto perfectamente sincero.

Imendia negó con la mirada. El rubio sonrió un instante más, y luego se dejó caer en el asiento a su lado. De su chaleco de bordados griegos en colores azules y rojos sacó esta vez una olorosa petaca; desenroscó el tapón y se la ofreció a Imendia: “¿Calvados?” volvió a preguntar el rubio siempre sonriendo y con aquel aspecto sincero.

Imendia aceptó esta vez.

Había entendido que eran noruegos, que él y la joven que lo acompañaba venían en pareja desde Grecia; el otro se les había unido en París. Se dirigían todos a Barcelona, pero ellos iban de largo hasta Lisboa. Bebieron el resto de la petaca, y el resto de una pinta más de un brandy francés que la muchacha, que dijo llamarse Grü, traía en el bolso de mano.

En su inseguro inglés de academia él les contó que venía a “intentar vivir en este país”. Pero no estaba seguro si ellos le habían entendido; ni a cuál país se refería.

Al amanecer, con las primeras horas de un día que se perfilaba sobremanera caluroso, y sin saber exactamente cómo, Imendia se encontró apeándose del tren en una atestada estación de la Costa Brava, donde un perentorio rótulo les indicaba que se encontraban en Tossa de Mar, Cataluña. Apenas recordaba el paso de aduanas.

Su equipaje era pesado y lo arrastró de cualquier manera por las calles de aquella población que iba recalentándose paulatinamente mientras buscaban un sitio donde alojarse. Cuando subía el último escalón de la Pensión Tarragona, sintió que iba a caer dormido.

Ni siquiera abrió las ventanas. Se dejó caer sobre el catre de la pieza y la vertiginosidad del cansancio le empujó a un sueño pesado.

Lo despertaron unas voces violentas que discutían en la calle y el sofocante calor atrapado en la reducida habitación. En esa difusa región del sueño profundo soñaba que dormía en el fondo de una exótica poza tropical, rodeado de unas amenazantes anguilas negras; recordaba que podía respirar bajo de agua. Cuando finalmente pudo enfocar su reloj de pulsera en la penumbra, apenas descifró las manecillas que indicaban las cinco y diez de la tarde.

De lo primero que se dio cuenta era de que tenía hambre; y sed: tenía la boca seca. Más tarde, ya refrescado y con ropa limpia y la mente despejada, salía a la calle y se mezclaba con el flujo de turistas europeos que atestaban las callejuelas de la villa catalana. Imendia caminaba despacio entre el gentío, miraba sin interés los escaparates de las tiendas de fiambres y artículos de cuero, se desplazaba por las aceras mirando las esmeradas vitrinas de las zapaterías y las tiendas de souvenirs, sin ningún pensamiento en particular, experimentando en su cuerpo el aire cálido y seco del ambiente, sólo sintiéndose afortunado y con una sensación de placidez y lujo.

Llevado por aquel peculiar estado de ánimo entró a cenar en un restaurante que le llamó la atención debido a que a la entrada había una pareja vestidos en trajes medievales —un hombre y una mujer que tocaban música clásica acompañados por una flauta y una guitarra—. Era un restaurante catalán muy limpio y moderno, con un piso de lustrosas baldosas verdes y rojas, y se sentó afuera a una mesa que encontró sola en la terraza, exactamente junto a la acera y frente a un coloreado jardín donde dos palmeras indicaban el senderillo que conducía a la playa de guijarros blancos. Desde allí decidió contemplar el flujo de turistas que bullía sin cesar en las calles, hombres y mujeres tan anónimos como él que entraban y salían de los bares y restaurantes con la idea de divertirse y olvidarse de sí mismos a toda costa; toda aquella masa compacta de pieles bronceadas y ropas de verano con rostros franceses, alemanes e italianos de nombres impronunciables. Son todos tan distintos, pensaba Imendia; cada uno de ellos seguros de su historia… Pero nada de ideas, de eso no quería nada por ahora. Se negó a seguir pensando. Decidió alejar esa clase de pensamientos y, al hacerlo, optó mejor por concentrarse en satisfacer su apetito.

Después de cenar, Imendia pidió un Calvados automáticamente, y casi al instante sonrió por lo probable de su elección de licores. Llegó el trago y mientras lo saboreaba esta vez, estuvo mirando a su alrededor a la gente que seguía yendo y viniendo de la playa cercana. Curiosamente, por un instante, el delineado horizonte del cielo y el mar que siempre le había parecido familiar, le pareció ahora de un azul intenso y mágico. Pensó entonces en hacia dónde se dirigía realmente, y en que tarde o temprano tendría que averiguarlo. Quizás muy pronto, se dijo en su atribulado interior.

Pero el que pensaba ahora era el nuevo. El otro. Al que estaba aún por descubrir.

*    *    *

Desde antes de su partida de San Salvador y durante su estancia de dos meses en París, Imendia había tenido el tiempo suficiente para pensar en lo que significaba este viaje —y en sus consecuencias, si es que existía tal cosa. ¿Y qué significaba realmente? ¿Un escape a la monotonía tropical? ¿Acaso era un reencuentro? Su nombre y su apellido se repetían en los miles en este país. Y lo cierto es que para él un nombre no significaba nada, a menos que viniera acompañado de un hombre y una historia de verdad, jirones ostensibles de existencia. ¿Qué encontraría en Europa? El paliativo temporal era el decirse, sin demasiada convicción, que lo había traído el deseo de comenzar una nueva fase en su vida. Lo que había dejado en San Salvador ahora sólo representaba un fragmento insignificante en lo que él esperaba sería el paso definitorio en su carrera. “Deshacerme de la horrible ordinariez”, decía no sin cierta amargura. Sonrió al recordar el rostro desconcertado de su padre al decirle que abandonaba su carrera de medicina por algo que él mismo, en su ofuscación, había llamado “buscarme a mí mismo”. El silencio de su padre había sido elocuente en extremo. Había ocurrido todo tan rápidamente, hasta creyó ver en la vertiginosidad conque tomó la decisión cierta espontaneidad agradable jamás explorada en su personalidad. Atrás quedaba la carrera, “la antigua”, su media docena de amigos casuales, Marta Alicia y sus deseos de formar un estólido matrimonio; también estaba su hermano Eduardo y su bufete establecido: el signo de la solidez familiar; las visitas formales de fin de semana a sitios y a fiestas “de sociedad”, sociedad que más bien le había parecido siempre como un amorfo animal de cualidades entre obscenas y repugnantes. Su afán era estar solo y ser capaz de vivir a su manera; en tomar decisiones sin pensar en consecuencias. En eso precisamente creía él consistía su definición de libertad. Lo demás carecía de importancia. Al menos por ahora.

De entre el gentío Imendia vio emerger a la pareja de noruegos que venían sonriendo. Imendia tuvo la súbita impresión que los suyos eran unos rostros remotos, y no entendió lo que aquello significaba. Sin reparar demasiado en el furtivo pensamiento, él ofreció comprarles un Calvados; pero ellos, después de echarse a reír, prefirieron beber cerveza. Estuvieron los tres conversando, esta vez menos desordenadamente que la noche anterior.

Más tarde decidieron ir a un club a beberse un par de copas. Durante una hora caminaron sin rumbo fijo entre el gentío, hasta alcanzar una plazoleta donde encontraron estacionados una decena de abigarrados minibuses. Uno de los choferes se acercó a recibirlos; se tocó la gorra en señal de saludo y les dijo en un idioma extraño, pletórico de ademanes, que se subieran al bus. Aunque ya era de noche, el calor dentro del minibus era aplastante; una brisita cálida apenas refrescaba el interior. Se dieron cuenta, asombrados, que eran los únicos pasajeros. Ni siquiera sabían hacia dónde se dirigían ni cómo habían decidido subirse al minibus. Durante el corto trayecto hasta el club el chofer, que tenía un curioso rostro anguloso y cruel, dirigió toda la conversación a Imendia. Fue hacia el final de la perorata que se dio cuenta que el hombre le hablaba en catalán. No había entendido absolutamente nada.

El club resultó una exigua versión de un bar de película de Hollywood. La música era infernal. Las paredes del bar aparecían forradas de carteles de viejas películas de gánsteres, que le imponían al sitio un aire de angustiosa sofisticación. Los noruegos no repararon en ese curioso detalle, y por un buen tiempo se fueron a bailar a una pista circular donde un resplandeciente globo prismático derramaba luces multicolores. Imendia se fijó que en el club había de todas las nacionalidades bailando, con la excepción hecha de españoles que eran quienes servían las mesas y atendían el bar. Pensó que aquello era una mera observación. Cuando los noruegos regresaban a la mesa, procedentes de la patética pista de baile, Imendia había decidido que lo mejor sería largarse de allí. La escena le resultaba espléndidamente vomitiva. Pero no sabía la razón.

De regreso a la misma plazoleta de donde habían partido, Stein-Äre, que era el nombre del noruego, le dio unas palmaditas al hombro y enseguida le convidó a un tequila. Grü dijo que jamás en su vida había probado un Tequila Sunrise y eso le bastó a Imendia para decidirse a acompañarlos. Al doblar la siguiente esquina encontraron un bar.

El bar estaba atestado de gente. En su mayoría eran jóvenes vestidos con ropas ligeras de verano y sandalias. Como pudieron, los tres se apretujaron frente a la barra, entre un grupo de alemanes borrachos que se desgañitaban cantando una tonadilla de cierto aire campesino. A gritos, Imendia pidió la primera ronda de tequilas y el Tequila Sunrise para la muchacha. La música irrumpió estridente.

Los noruegos se fueron a bailar inmediatamente, e Imendia se quedó solo a la barra, mirando a su alrededor, esperando quizá aquella sensación vomitiva, pero extrañamente gozando de la acción del tequila que le subía lentamente por el cuerpo desde su estómago satisfecho y ejercía un efecto de pura exaltación en su cabeza. Los alemanes borrachos se levantaron con gran ruido y, siempre cantando, desaparecieron entre los que bailaban frenéticos. Al pasar junto a él, varios de ellos le miraron con desprecio.

Mientras Imendia los seguía con la mirada tratando de adivinar cuál era el sentimiento que despertaban en él aquellos hombres de pelo pajizo y de piel del color de las salchichas, tres taburetes más allá, a su derecha, descubrió un agradable rostro cuyos ojos le miraban fijamente. Era una joven hermosa, alta, de cabello castaño que le caía sobre unos hombros desnudos y morenos, que traía un vestidito veraniego blanco con florecillas estampadas. Bebía un vaso de cerveza, de una forma que él sólo podía asociar con razas teutonas. Imendia le había reciprocado la mirada y se había encontrado con unos ojos brillantes. Ella levantó su vaso en señal de saludo. Aquí viene mi primera aventura, pensó Imendia rápidamente, retrepándose en el taburete; ojalá y no resulte en un fiasco como en París. Y enseguida recordó la mujer de infinitas arrugas que le invitaba a una noche de dudosas delicias francesas. Tengo que tomármelo con calma, hermano. Con calma, eso es.

Y el que pensaba ahora era el nuevo, el otro, el aventurero, el que venía a intentar vivir. No el que ambicionaba a llegar a convertirse en doctor, el aspirante a la sociedad y a un sólido matrimonio, a la clase de vida que los otros defendían.

*    *    *

Precisamente un año atrás había empezado a embargarlo un visceral hastío. Imendia cursaba su año social de médico en un hospital de provincias, cuando una noche que regresaba del hospital luego de atender un parto descubrió de golpe la soledad y la miseria del mundo que lo rodeaba: era una niña con deformidades y había nacido muerta. La noción había sido implacable. La vida se le reveló de repente como algo efímero, fugaz, y desde entonces le obsedió la idea de que sería preciso encontrar un sitio que le brindara un resquicio de solaz para su espíritu apenado. Pareció como si desde ese momento hubiese sido condenado a esperar la respuesta a algo que apenas sí sabía qué era. ¿Acaso no era así para todos; aquel lento arrastrarse hasta la muerte? Su carrera de médico se convirtió en una dudosa convicción y ya no estuvo seguro de “querer ser alguien”, como le aseguraba su padre cuando empezaron a discutir sobre su evidente apatía. Sabía que sería así durante el resto de su vida.

Al principio intentó sacudirse de la mente aquella absurda idea de cualquier manera; empezó a salir con más frecuencia con su hermano Eduardo a reuniones sociales donde la mayoría de gentes que conocía le resultaban cada vez más tristes y patéticas. Pero para su mayor detrimento, lo mortificaba la extraña vergüenza de mentir constantemente. Intentó entonces resguardarse bajo el incierto amparo de Marta Alicia, “su prometida”, aquella hermosa mujer, voluptuosa sirena cuya vida consistía en idear viajes a la playa y frívolas excursiones a la finca de sus padres… Había terminado huyendo.

Y allí estaba ahora aquella muchacha, mirándole con ojos brillantes en la penumbra del patético bar, sonriéndole impúdicamente, invitándole a intentar, exhortándolo a empezar a algo nuevo, casi exigiéndole a unirse al viejo continente donde él era un extraño y donde sabía seguiría siéndolo por siempre: aquella geografía que jamás sabría suya, lugar de calles desconocidas y tradiciones ajenas, de hombres indiferentes, hoscos y hostiles, con los cuales apenas tenía algo en común: el odio y los deseos. ¿Quién era ella? ¿Acaso importaba, realmente? Lo importante era sentirse bienvenido en aquel país extraño, encontrar ese gesto amistoso que era el equivalente a la tonalidad peculiar de una calle conocida al atardecer o el aroma de un recuerdo. Bajo las luces de colores del club el rostro de la joven se descubría inaugural, iniciativo, e Imendia pensó que era el momento de empezar de veras el asunto que lo había traído hasta esa pequeña población en algún punto de la Costa Brava; aunque la noción todavía se le presentaba como algo totalmente ambiguo y confuso.

Por un instante le horrorizó la idea de que todo esto fuera un mero producto de su imaginación, que todo fuese un espejismo producido por el efecto del tequila. Recordaba otras instancias parecidas, si no exactas. Pero el poder del tequila podía más. Y esa pusilánime excusa le sirvió para dejarse persuadir de sus deseos, que más bien eran carnales. Le constaba que eran precisamente esos deseos lo que lo habían traído a Europa. Mis quimeras adolescentes, solía llamarlas al estar en su dormitorio de estudiante pobre. ¿Tanto había envejecido?

Pidió una cerveza, y ya había tomado la botella y empezado a moverse hacia la muchacha que seguía mirándolo fijamente, cuando se detuvo de pronto al ver que uno de los alemanes borrachos que había estado cantando junto a la barra se acercaba a la muchacha por detrás, la abrazaba y comenzaba a besarla en la nuca y en el cuello con la avidez de un animal en celo. No obstante ella seguía sosteniendo la mirada en sus ojos; sus ojos brillaban con más intensidad ahora. Imendia creyó reconocer el rastro de la lujuria en aquella mirada abierta y desafiante. ¿Qué significaba todo este juego? Tiene que ser el tequila o me estoy volviendo un viejo senil, pensó.

Por un segundo se sintió arrastrado a cometer un acto absurdo, trágico. Los puños se le crisparon momentáneamente. Experimentó con violencia el tequila en la mente, en el cuerpo; sentía sus facciones endurecer. Con calma, hermano, con calma. Cuando volvió a mirar, ya estaba junto a ella. El alemán le miraba a los ojos; sus facciones habían endurecido también.

Ella exclamó una frase en alemán que pareció un chillido de protesta, y se deshizo de la mano furtiva del hombre; éste era joven y tenía un rostro de duras facciones, inexpresivas. Con una inclinación de cabeza, el hombre señaló a Imendia e hizo un gesto de desprecio. Imendia apretó la botella de cerveza que tenía en las manos. Ya la tenía. Aquí venía, ahora era sólo cuestión de… La alemana se levantó bruscamente de su taburete y le empujó levemente en el pecho; volvió a soltar uno de aquellos mandatos sin sentido. Imendia se echó hacia atrás, con torpeza. Se detuvo por un instante. Y por último la miró, mientras se estremecía…

Cuando salió del bar recibió en el rostro una amable brisa marina. Volvió a respirar con vigor y sus pulmones se llenaron del hálito estival de la noche. Empezó a caminar en dirección a su hotel sin fijarse en el nombre de las calles. Caminaba con vehemencia hacia adelante, pero sin estar seguro de si era la ruta correcta. ¿Acaso importaba?

Los ruidos se ahogaron en la tenue claridad de la calle que cada vez se alejaba más de la playa. Imendia siguió andando por unos minutos más por calles que cada vez le parecían menos familiares. Al cabo, tuvo la clara sensación de que alguien le seguía. Se detuvo a encender un cigarro a la orilla de un muro, al lado de la callejuela que oscurecía a sólo unos pasos más allá y desde cuya acera podían observarse las lucecitas de la villa extinguiéndose vertiginosamente hacia abajo hasta desembocar en la negrura del mar. Cuando calculó la presencia del otro a su lado, se dio vuelta con brusquedad.

La alemana lanzó un grito más bien de sorpresa. Luego bajó la cabeza y se echó a reír de una forma descarada. Dijo una frase a Imendia en alemán. Hubo un silencio cargado de ruidos nocturnos. Ella repitió la frase. Esperaba una reacción. Pero no ocurría nada. Seguían mirándose bajo la noche.

Cuando abrió los ojos, la vio salir de la pieza. Apenas alcanzó a ver por última vez aquel hombro redondo y joven. Pensó que sería bueno ir pensando en largarse de regreso. ¿Pero hacia dónde? ¿Hacia dónde se volvía? Sintió cómo lo invadía la misma sensación de desesperanza de la noche anterior.

*     *     *

El bus se contoneó suavemente y fue a detenerse a un costado de la Plaza Cristóbal Colón. A través de la ventana Imendia todavía observaba absorto la reproducción en colores chillones de una de las carabelas en que había viajado el supuesto descubridor; se balanceaba sola y abandonada en un recodo de la playa. “Como yo mismo”, pensaba él. El paisaje más allá de la ventana le parecía una absurda caricatura cuyo chiste resultaba más bien una cruel broma si es que se entendía a cabalidad.

Y a su mente llegó la clara imagen de vastos paisajes verdes hundidos en una lechosa bruma inmemorial.

“Bienvenidos a Barcelona, señores y señoras.” La voz del motorista sonó seca y desencajada, totalmente fuera de contexto entre la frescura de la visión vegetal. A la frase se le unió el silbido cansado de la puerta automática. Y el virulento calor que se coló de inmediato en el interior del bus.

Imendia descendió del bus y de inmediato empezó a sudar. El calor y los rayos de sol eran aplastantes. El metálico estertor de la ciudad se definía en sus oídos con una claridad inverosímil; empezaba en un murmullo que subía de volumen a intervalos, hasta convertirse en un estruendo apagado. Se acercó a la acera donde un mozo de rostro árabe ponía sus maletas luego de haberlas extraído del vientre del bus. Cuando Imendia miró al hombre a la cara, lo sorprendió la frescura de una furiosa cicatriz que le corría desde la orilla del cuero cabelludo hasta la base de la mandíbula. El árabe estudió el rostro de Imendia por un instante. Dijo, perentoriamente: “Mujeres, señor. Mujeres.” Y agregó: “Barcelona es nombre de mujer; así que recuérdelo bien.” Luego se alejó sin que Imendia pudiera decirle algo.

Se quedó solo en el andén; los demás pasajeros desaparecieron rápidamente entre el gentío que se movía al final de Las Ramblas. Consultó su reloj. Las dos y cuarenta y uno de la tarde. Qué hora más sin gracia para llegar a alguna parte, pensó. ¿Cuál sería una buena hora? Sonrió por un instante. Aquí estaba ya; aquí estaba la gran ciudad de la que hablaban los libros y revistas. Había llegado. Un nuevo extraño a esa ciudad en la que él poco o nada contaba. La ordinariez… la ordinariez. Frases gastadas: energía nada original para lanzarse a existir. A existir… a existir.” Sonaba todo tan absurdo. ¿Qué ocurría? Allí estaba la ciudad. Llena de posibilidades; vibrando de vida. Se preguntó si traería anotado el nombre de algún hotel en su agenda como lo hacían los tipos de las películas. Lo absurdo de sus ideas le hizo sonreír. Tranquilo, hermano, tranquilo… es sólo natural… sólo natural.

La ciudad era azotada por un malévolo calor; pero el gentío en las calles bullía sin cesar indiferente a lo brutal de la temperatura. Parado en medio del andén, Imendia trataba de idear un plan de avance, cualquier cosa que echara a andar el mecanismo del azar a su favor. Levantó del suelo su maleta e hizo una seña a un hombre que ojeaba una revista deportiva. Con destreza, el hombre estuvo a su lado al instante, abrió la portezuela del taxi y luego quitó llave al baúl. Colocó todo en orden y vino a sentarse al frente. Ajustó el retrovisor y esperó. “¿A qué hotel, señor?” Imendia arrugó el ceño, como si hiciera un gran esfuerzo en recordar el nombre de algún hotel del que jamás había oído hablar. “¿Alguna sugerencia?”, preguntó él, luego de una mínima pausa. “Hotel Suizo,” decidió el taxista, ajustándose unos lentes oscuros que le daban un aspecto insolente y siniestro.

El trayecto hasta el Hotel Suizo fue corto. Imendia apenas tuvo tiempo de observar nada por la ventana. El taxista rápidamente tuvo sus maletas en manos de un botones envuelto en una gruesa chaquetía que, cosa extraña, parecía tan fresco como un actor que recién sale a escena. Imendia pagó al taxista. Y luego siguió puertas adentro al botones, que ahora le esperaba parado frente a recepción. Le llamó la atención un penetrante aroma a jacaranda que colgaba en el umbral de la entrada.

Al contacto con el aire acondicionado del hotel se sintió inmediatamente aliviado. Ya más tranquilo por lo acertado del sitio, Imendia firmó su nombre en el registro. Lo sorprendió la eficacia de los empleados. Todo resultaba sencillo y natural, a pesar de que había mucha gente por el lobby haciendo preguntas en un español chapurrado o esperando sentados frente a un escritorio atestado de panfletos turísticos y revistas extranjeras, o reunidos en grupos charlando en voces alegres. Mientras el hombre de recepción verificaba su pasaporte y su registro, Imendia miró a su alrededor. Una mujer de rasgos distinguidos leía una revista de modas en una de las salitas del lobby; era un rostro hermoso y antiguo; perfectamente bien colocado donde estaba. ¿Qué significado tenía esa perfección? Los ojos eran levemente rasgados, elegantes. Las piernas eran hermosas, esbeltas, ¡perfectas! El vestido exacto, el color perfecto de piel, la revista que señala una fecha importante, trascendental. “Barcelona es nombre de mujer, recuérdelo bien.” La sentencia del mozo que le había entregado las maletas hacía unos cuantos minutos le parecía un corolario inexorable… El dulce aroma de jacaranda en el umbral. ¿Eran necesarias las preguntas?

El hombre de recepción hizo una seña al botones, quien hábilmente cogió las llaves de la habitación y recogió las maletas, todo en un mismo movimiento. “Tenga muy buenas tardes, señor,” dijo el hombre de rostro pulcramente afeitado en un acento castellano, que le sonreía con una amabilidad extraordinariamente sincera. “¿Ves como todo va bien? Aún hay vida de por medio, ¿te das cuenta?” La frase de aquel hombre le resultaba excepcionalmente natural; toda la acción se desarrollaba ahora con asombrosa naturalidad, como siguiendo un curso antiguamente conocido. Imendia siguió al botones hasta el ascensor, y esperaron brevemente junto a una pareja de italianos de rostros distantes que consultaban un plano de la ciudad. Subieron hasta el tercer piso. Los pasillos eran trágicamente elegantes y suntuosos. Sus pasos eran afelpados por la mullida alfombra de arabescos negros y ribetes amarillos. Mientras seguía al botones, su cuerpo le parecía liviano, sosegado. Pasaron frente a un inmenso espejo de marco forjado y allí, Imendia tuvo la oportunidad de mirar su rostro fugazmente. Y el rostro que vio lo conmovió; una emoción de dulce angustia empezó a llenarle el espíritu e iba amontonándosele en el pecho. Era la vieja sensación de llegar a sitio seguro, a un sitio desde antes conocido: un lugar adonde sólo importa llegar. Por eso la imagen de su rostro.

Para cuando el botones dejó las maletas en la hermosa habitación, Imendia había empezado a comprender la naturaleza de sus sentimientos. El joven se dirigió después al balcón para abrirlo. Pero antes de acercarse al balcón se volvió. “Dejaré que usted abra este balcón, señor”, dijo en un tono perfectamente natural. “Ya me comprenderá”. Luego preguntó: “¿Quisiera algo más?” Imendia pensó que decidiría no contestarle, o que diría algo tan banal como “gracias, puede marcharse”, o cualquier tontería por el estilo. Pero se encontró diciendo, “traigame una botella de whisky, hielo, soda, y el periódico de hoy. Eso será todo”. También esas palabras eran perfecta e intrínsecamente normales. Como el rostro de la mujer que leía la revista en el lobby. Naturalmente trágicos. ¿Acaso no eran todos suyos? Instantes de vida. De otros, pero suyos.

El mozo desapareció con la orden. “Y bien, ahora una buena limpieza”, pensó Imendia, parado en medio de aquella agradable habitación que le hacía sentir seguro y a gusto. Le pareció extraña la familiaridad del sentimiento. Después miró el balcón que permanecía cerrado. Como aguardando su presencia desde hacía mucho tiempo. Como su propia vida.

Y podía quedarse allí por mucho tiempo sin que nada cambiara en su vida; esperando. El lento arrastrarse hacia la muerte. La eterna espera.

Se dirigió al cuarto de baño que era todo espejos; el techo alto le ofrecía a la habitación un aspecto refinado y masculino, con el chorro de agua caliente cayendo ahora a borbollones dentro de la amplísima bañera. Imendia se deleitó con lo que miraba y le hacía sentir toda aquella conjugación de elementos viejos y conocidos: El ritual de ser. Su pensamiento volvió a la idea del balcón. Se desnudó y se puso el perfumado albornoz blanco con el monograma del hotel, que encontró en una de las gavetas de la cómoda del baño. El mozo llamó discretamente y a continuación entró con la orden de Imendia en una bandeja. Procedió a servirle un trago. Éste le reciprocó con una propina. El mozo se despidió satisfecho con el intercambio de gestos ceremoniales, algo que ocurría millones de veces al día alrededor del planeta.

El agua seguía cayendo en la bañera y el ruido le resultaba el de una tumultuosa felicidad que se desbordaba desde su propio interior. Imendia tomó un sorbo de su trago y sintió la aspereza del whisky que empezaba a mezclarse con el hielo y se suavizaba al contacto con su paladar. Se acercó al balcón.

Y entonces lo abrió de golpe.

La ciudad se desbordó a raudales por el balcón que se tendía sobrio y expectante sobre la tarde de Barcelona. Imendia se sintió embargado de pronto por una avasalladora ola de vida que le embriagaba como un poderoso aroma. Se sintió impulsado hacia el horizonte de la ciudad, donde una bandada de palomas se agitaba alocada sobre un cielo azul y lejano. Por largo rato se quedó allí parado, inmóvil, en medio de aquel balcón, sólo sintiendo aquella comunión entre elementos en la que él había sido el único ausente. Sabía que por hoy había llegado a casa.

San Francisco, California

Julio de 1994

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