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La Lógica de la represión-prevención

Oscar A. Fernández O.

Durante las últimas dos décadas, try el problema de la inseguridad de las personas y de las políticas públicas de seguridad, adquirió protagonismo en el debate público como resultado del crecimiento de distintos fenómenos relacionados con la violencia. Este proceso se gestó en un contexto de profundas desigualdades sociales, donde las instituciones, orientadas en pro del modelo económico oligárquico mundializado, han sido al mismo tiempo deficientes para garantizar derechos y activas promotoras de la ilegalidad y la impunidad.

En este contexto, las políticas de seguridad pública, no logran ser asumidas más que como políticas “de reducción de daños” ante el impacto social de cada nuevo hecho delictivo. Se sigue especulando, como lo hemos dicho en reiteradas ocasiones, en respuestas rápidas efectistas, mientras desatendemos las causas estructurales de los problemas. Esto permite, como lo podemos evidenciar, que las acumulaciones históricas de los problemas potencien los efectos, en un ciclo vicioso que frena cualquier forma de desarrollo nacional e inevitablemente conduce a crisis crónicas. Ahora mismo el problema de la violencia parece que se nos escapara de las manos.

Para referirnos al problema de la delincuencia y de las políticas para luchar contra ella, debemos referirnos sin duda a la situación política, económica y social del país. A partir de esto se puede profundizar en la estructura causal de la violencia social y el delito que nos provoca esa sensación de inseguridad creciente, para realizar trabajos comunes entre los municipios y las instituciones del gobierno central. La complejidad del problema y el deseo de encontrar soluciones, es ya una necesidad extendida en toda la sociedad.

Nuestra historia reciente está signada por los siguientes fenómenos determinantes: el crecimiento desordenado de nuestras principales ciudades, sobre todo la llamada “Gran San Salvador”, el fracaso de un modelo económico que incrementó la pobreza y la división social, la migración del campo a la ciudad en condiciones de marginalidad, por la destrucción de la agricultura, el frustrado intento de construir una democracia participativa sustentados en una democracia electoral manoseada, y la ineficacia de los sistemas de regulación de los conflictos. En suma, el fiasco del ajuste del Estado que lo ha llevado a su virtual ineficacia.

Según proyecciones realizadas por estudios e instituciones internacionales sobre el problema poblacional, se afirma que en el año 2020 más del 70% de la población mundial vivirá en las ciudades. Esta comprobación y los datos que podamos tener acerca de esta preocupante realidad en nuestras principales ciudades, están trastornando todos nuestros conceptos sobre la manera de administrar nuestros países. Mientras, el cambio climático sufre una brutal devastación por el saqueo del planeta de parte de las transnacionales capitalistas, amenazando la civilización.

Después de una ciudadanía mayormente rural, hasta años antes del conflicto armado interno y de un modo de producción agro-exportador, se construyó e impuso un tipo de administración centralizado y autoritario del Estado, preocupado esencialmente en combatir el conflicto social resultado de la anarquía económica que privó durante casi una década. La estructura social sufrió un cambio drástico con la implementación del modelo económico llamado sustitución de importaciones y abandonando la producción agrícola, quedando la población rural marginada de la vida urbana que se volvió determinante para el consumo del producto industrial interno. El neoliberalismo vigente viene a agudizar este problema, promoviendo un mercado especulativo y convirtiendo sociedades rezagadas en consumistas.

Aunque siendo El Salvador un modelo sui géneris, en general a la humanidad le ha tomado siglos aprender y construir nuestras civilizaciones rurales; el problema es que no disponemos del mismo tiempo para aprender a administrar nuestras ciudades y hacer que la vida de las personas sea aceptable en ellas.

Bajo el impacto de la mundialización del capitalismo y las nuevas relaciones económicas y sociales que ésta genera, nuestras ciudades deshacen las antiguas relaciones culturales, comunitarias y religiosas, y precipitan a los habitantes a relaciones cada vez más difíciles y agresivas suscitadas básicamente por la exclusión de cada vez mayor cantidad de personas. “La juventud ha sido anatemizada y convertida en objeto de miedo. Los adultos tratamos de beneficiarnos de la impunidad, y cada uno siente que los valores de la vida social están siendo cuestionados más gravemente por estas faltas de civilidad que por el delito mismo (Michel Marcus. El delito y la regulación de conflictos urbanos. 1997).

En el contexto de crisis irreversible del modelo económico, en El Salvador hemos incrementado los niveles de la delincuencia en cotas nunca antes vistas. La imposición del modelo neoliberal tuvo efectos sobre las características de la criminalidad actual y principalmente, incrementó la dificultad del Estado y la sociedad para enfrentarla. A diferencia de países europeos, dónde la micro-delincuencia aumentó y los crímenes violentos permanecieron estables, en El Salvador incrementaron ambos adquiriendo nuevas formas de organización y conexión con las mafias mayores y otros poderes fácticos que infectan al Estado, con el agravante de que el sistema de justicia penal lo han, saturado, enceguecido, desmembrado y convertido en una especie de verdugo de los pobres.

El logro y mantenimiento de la tranquilidad entre los habitantes de la ciudad es una de las principales obligaciones de los dirigentes políticos que las gobiernan, aunque la necesidad y determinación de los ciudadanos de vivir en paz y resolver sus conflictos de manera pacífica está manos del sistema de justicia, debiendo entender el sistema de justicia como la institución que abarca lo judicial y lo policial.

De acuerdo a los principios de las democracias funcionales, las relaciones entre la justicia, los gobiernos locales y la policía deben ser estrechas y equilibradas, y para que se alcancen los objetivos de seguridad se nos plantea la necesidad de que estas instancias funcionen coordinadas, respetando y promoviendo los derechos humanos y las libertades civiles. Sin embargo, la tendencia histórica hegemónica y centralizadora del sistema aún imperante, con una orientación punitiva del derecho, para resolver la alta conflictividad social que vivimos en las sociedades democráticas y civilizadas, tiende a afianzarse.

La crisis económica de las mayorías se acompaña de una alta concentración urbana y ambas multiplican y hacen explotar los conflictos y la violencia, ligados a la sociedad de consumo y al alto nivel de desempleo, que no encuentra desahogo en la sola regulación del sistema judicial y policial, convirtiéndose así en una necesidad de la comunidad. Es urgente emprender la titánica tarea de reconstruir nuestro fracturado tejido social.

Como hemos visto antes, el sistema judicial se encuentra en crisis, la atención a las víctimas es inexistente, las rápidas actuaciones de la policía son solamente reactivas, y la tasa de esclarecimiento del delito es casi nula. Problemas de las grandes ciudades, como la falta de agua, la vivienda adecuada, el desempleo, entre otros, no encuentran ninguna encarnación en el sistema judicial, lo mismo sucede con los delitos contra la propiedad, que muchas veces son resueltos de manera violenta con la participación de la seguridad privada. Se excluyen a las clases pobres lanzándolas a una búsqueda peligrosa de solución violenta de sus conflictos. Pareciera que se han creado sistemas de justicia especializados según categorías de población. No debe haber justicia barata o de segunda, justicia para pobres. La igualdad de los ciudadanos debe prevalecer.

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