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Ya ni te acordás de Chepe…

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

No sé si te acordás de Chepe. Dudo que existan documentos escritos de su presencia en este pueblo. Desde que se quemó la Alcaldía, las autoridades sólo restituyen los documentos de quienes reclaman actas de nacimientos y títulos de propiedad por razones legales. Esos asuntos del derecho le eran ajenos, ya que se creía torcido de origen. Brotó más pandeado que las veredas de estos rumbos. A diario las recorremos en espiral al salir y entrar del pueblo hacia los cafetales, milpas y potreros. Nos infunden el ánimo de su sendero en arco.
Chepe apenas podía leer y escribir. Garabateaba unas cuantas letras de molde rústicas y curvas que casi nadie le entendía. Al leer jamás profería el escrito que veía ante sí. Más bien lo inventaba, refiriendo anécdotas de sus andanzas por estas montañas en altibajos. Frecuentaba la cumbre nublada y fría hasta el mar rocoso en surcos de espuma y sudor. Para él la escritura no registraba ningún contrato ni cédula fiscales. La imaginaba un asunto tan natural como la bruma y el sereno que, a contracorriente, humedecían los sueños. Por tal razón, proseguía el rastro de los animales como si su huella hubiese estampado la verdadera historia de esta comarca. Así también transcribía las temporadas en troncos barnizados a medio esculpir. El vuelo nocturno de los murciélagos. El rascar del tacuazín hacia la medianoche. El trino del cenzontle al amanecer. Y el florear de las orquídeas en el musgo, acumulado a la sombra tibia de los cafetales. Acaso, repetía sin cese, “los pétalos bermejos de la pascua anuncian siempre la sangre que nos renueva en el alimento cotidiano”. El rubor trágico siempre nos acompañaría desde niños en el mundo. Éramos cipotes encorvados en las lomas.
Te juro que ningún expediente municipal guarda su experiencia. Ni siquiera el epitafio de su tumba recauda las dos fechas públicas de su vida dilatada entre el trabajo campesino y el servicio de mayordomo. Su vida privada —íntima y estafada en lo público— quedó en el silencio. El ensueño todavía recorre la ilusión de lo truncado, asomate y lo notarás. Diáfano transcurre por los ausoles de la memoria. De seguro no te acordás del Chepe, ya que vivís con los pies a tierra en la política. Sólo yo que vago por el moho del olvido recuerdo que nos llevaba a ordeñar vacas. Entre pleitos por apuntar la ubre y el chorrear certero de leche tibia hacia el rival. Nos acarreaba hacia Germania por la cuesta empedrada, a la sombra de los amates. Ahí donde los bejucos se retorcían al escuchar el reclamo de las reses. Intuían su sino de carne y sustento humano al percibir el rastro en los vestigios del matadero.
Chepe nos arriaba siempre hacia la cumbre de los bellos celajes en esos días límpidos de diciembre, cuando las olas marinas lejanas sustituían las nubes y la lluvia. Semejaban la tenue premonición del vapor deserto que bajaba hacia la poza de la Sihuanaba. En todos esos atardeceres del mundo que te inculcaronn la vocación de Cipitío desgajando palabras. El espíritu aún ronda a cuerpo marchito entre la fronda de los pepetos en flor. Cabal ahí donde las orquídeas coronan los cafetos enrojecidos de vergüenza. Acaso él mismo había salvado la vida del abuelo, durante aquel enero distante. Tan oculto de nuestra vivencia —tuya y mía— que sólo conocíamos en el cuento. En esa fábula nocturna Chepe la relataba al lado de una fogata. A la luz de la luna, en playas custodiadas de peña en lunares a astilla. Sentados siempre en círculo sobre la arena negra a metal tan lustroso como la Estrella de la tarde.
Ahí nos hallábamos al acecho de las gigantescas tortugas que salían a desovar en túneles que las escoltaran del pillaje humano. Como esa noche memorable, cuando muerto de risa, ondeabas sobre el carey sumergido entre las olas en bamboleo. Chepe lo retenía atado a un largo lazo que te apadrinaba a la reventazón. Ya ni te acordás de tu infancia, ahora que el rédito político empaña la biografía. Ese mismo Chepe esparcía el café en fruto en los patios adoquinados de la casa en el pueblo. Intensas, las guindas recibían el sol que les pudría la pulpa. Esa pasta del rubor había turbado los ánimos de aquel verano distante. Mientras los tragamonedas vecinos los evaporaban en el olor fétido de la cuita. Los bronceaban hasta que la pepita quedaba desnuda, lista al transporte. En verde ánimo, el grano dorado era la semilla sólida de tus estudios. Empero, desconocías el alimento y el amparo de tu inocencia.
Por eso, no recordás a Chepe. Las correrías sinfín hacia el Peñón pasaban por su casa. Por la bajada resbalosa de El Pito. Una choza a suelo raso, untado de barro liso bajo la lluvia que salpicaba el pie descalzo. A grieta espesa en el verano reseco de las patas chuñas. Cruzabas luego por la cancha hacia el risco y el cementerio a la sombra de los cujunicuiles. Bordeando laderas que conducían a la peña ornada de vistas marinas. Leyendas cadejas de bosques entre el fango.
Ya ni te acordás del Chepe. Por aquella anécdota curiosa de servir de guarda-espalda. De defender al patrón y proporcionarle el sustento habitual de la carne. A similar sazón, el manjar y la lascivia las unía bajo igual servicio al dueño. Su derecho consuetudinario lo llamaba el jefe, sin tuerce. Esa deuda de su justicia antigua que se prolongó por siglos, aun si ahora la desdeñás. Adrede, al recorrer de nuevo las calles empedradas de niñez. Y te topás con tías desconocidas, quienes te identifican pese a la ausencia de años. Tu huida del pueblo hacia la ciudad. Y este retorno tardío cuando ya nadie te atiende. Ni por glorias, ni para augurarte la tortura a la entrada de la cueva de los comienzos. De esa gruta conclusiva poblada de espectros del pasado. Hecho tizne de roza luego de la siembra. No te llamás Juan ni el aprecio consigna tu apellido. Aquí sólo habita el desdén de lo marchito y el boicot de la fuga. Esas rutinas envueltas de bruma ni siquiera humedecen las nuevas cosechas. No hay retoños ni frutos que adornen el futuro. A pausas arrastrás la silueta de extranjero entre familiares ignotos.

Por eso te aseguro que ya ni te acordás del Chepe. Ni él se acordó de vos en sus últimos momentos de agonía. Junto a la muerte aguda que ninguna limpia le disipó el mal aire, al despedir este reino de vivo anhelo. Ojalá recordés a Chepe y al reverso de su lápida inscribás la humedad profusa que lo evoque en musgo verde y perenne.

Dudo que te acordés de Chepe. Ahora que ya nadie recuerda al Chepe…

 

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