Viento de ceniza (8)

Carmen González Huguet

 

Ya llegamos  anunció.

Jaime había visitado por primera vez aquella ciudad hacía muchos años, durante sus andanzas conspirativas, y lo que jamás había olvidado era el frío. Un frío que se le había clavado no solo en los huesos y en la memoria, sino en lo más doloroso de la soledad. El círculo de columnas del parque y la Pensión Bonifaz, con sus balcones de hierro forjado, seguían en su sitio. También las moles del Palacio Municipal, de la Casa de la Cultura y de la catedral. Sin vacilaciones, Rafael condujo hasta un hotel cercano, se estacionó en el parqueo anexo y entraron. Pagaron la habitación y guardaron el equipaje. Luego, caminaron por las estrechas calles de un solo sentido.

Según el reloj de Jaime, el altímetro marcaba dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar y la temperatura rondaba los dieciocho grados. Una leve llovizna caía desde el cielo gris y en el laberinto de avenidas se encajonaba un viento sutil pero insidioso, cargado de humedad, que Jaime sintió que le quemaba la cara. Llegaron hasta el parque atravesando el pintoresco Pasaje Enríquez.

¿No se te antoja una cerveza?  preguntó Rafael, mirando el letrero de un establecimiento cuyo balcón se abría a la calle.

Jaime le lanzó una mirada reprobadora.

No me jodás. Son apenas las diez de la mañana y andamos trabajando.

No tenés sentido del humor  concluyó su compañero de andanzas.

Pues, no. A Jaime le parecía, en cambio, que la situación era seria. Muy seria. Pero Rafael no había visto la autopsia de Candelaria Bermúdez, recordó. Y pensó que tenía que ser más paciente. Entre tanto, y mientras el chapín se empeñaba en hacerle el tour, atravesaron el parque hasta el andén de la Municipalidad. Siguieron avanzando y se metieron al mercado.

Rafael lo condujo con rumbo seguro por entre laberínticos pisos y corredores hasta hallar el puesto que buscaba. Era una venta de ropa. De una barra metálica en el techo colgaban chumpas de cuero, suéteres a tricot, ponchos de lana gruesa. Sobre el mostrador había un montón de jeans doblados. Se aproximó a la vendedora y le tendió un papel.

Esto es lo que quiero  afirmó.

La muchacha que despachaba, una joven bajita, morena, de larga cabellera negra peinada en dos trenzas, leyó el recado, levantó la cortina de tela, al fondo, y desapareció tras ella. Al regresar le dijo:

Pase al probador.

Rafael la siguió a un rincón donde había un pequeño cuarto hecho con cartones. Entró y bajó la cortina. Al otro lado había una puerta. Esta se abrió y lo dejó pasar al puesto aledaño, que de cara al público tenía la cortina metálica bajada. Se tardó menos de dos minutos en salir.

No  le dijo a la joven morena.

No me queda. De todos modos, gracias  añadió.

Se despidió sin énfasis. Luego, salieron a la calle y Jaime se limitó a seguirlo en silencio. Cruzaron de nuevo el parque y tomaron la Quinta Calle. Rafael empujó la puerta encristalada y comenzó a subir los escalones. Sobre el dintel había un rótulo verde que rezaba: «Café Baviera». Se sentaron y pidió dos cervezas. Eran las once de la mañana y Jaime decidió no protestar.

Bueno  dijo Rafael, una vez que la mesera les hubiera servido . Ya está hecho. Ya trabajamos.

¿Qué querés decir?  preguntó el inspector en voz baja.

Nuestro contacto nos estará esperando mañana a las cinco y media.

¿De la mañana?  volvió a preguntar, con cara de sorpresa.

Sí  asintió . ¿Algún problema?

Pues, no. El inspector no tenía problemas para madrugar, y así lo manifestó.

Perfecto. De modo que, como no tenemos nada más que hacer hasta mañana, mejor te relajás y aprovechamos el tiempo para tomarnos un descanso. No sé vos, pero yo lo necesito.

Se bebieron las cervezas sin prisa, mientras repasaban los periódicos. A las doce almorzaron ahí mismo y luego caminaron hasta el hotel. Después de una corta siesta, se dirigieron al pequeño pueblo de Zunil donde disfrutaron del baño en un manantial azufrado. Regresaron al atardecer y fueron a cenar a un restaurante en las lomas de las afueras, desde donde podía contemplarse toda la ciudad y sus luces nocturnas. Después de cenar volvieron al hotel y se durmieron enseguida.

Siete

Despertaron a las cuatro y media, cuando la alarma del celular de Jaime sonó. Él se levantó de inmediato y se metió al baño. Diez minutos después salió envuelto en una toalla. Rafael se fue a duchar mientras el inspector se vestía: unos pantalones negros con muchas bolsas, una camisa blanca, calcetines oscuros y las zapatillas deportivas. Cuando Rafael apareció, ya Jaime había arreglado su cama y terminado de empacar.

En cuanto Rafael se vistió y rehízo su equipaje, salieron del hotel y abordaron el Land Rover. Antes de arrancar le entregó una sobaquera, una pistola Beretta 92 y dos cargadores extra.

Sin hacer comentarios, Jaime se abrochó la sobaquera, revisó el arma, la colocó en su lugar y guardó los cargadores de repuesto en las bolsas laterales de los pantalones. Luego, se puso la chumpa.

Hay que estar alerta  dijo Rafael.

No hacía falta decirlo, pensó Jaime. Miró el reloj. Eran las quinientas quince. Entre tanto, Seigner arrancó y atravesó la ciudad dormida. El inspector cerró la ventana del vehículo. Afuera el viento frío soplaba con inusitada fuerza.

A las cinco y media los faros del pícap iluminaron a la figura que aguardaba cerca de una gasolinera. Como una sombra, el hombre subió al vehículo en completo silencio y se tendió en el asiento trasero. Se cubrió con una colcha de lana y no volvió a moverse en lo que duró el viaje.

El todoterreno ascendió a través de curvas y contra curvas ganando velocidad. Cada tanto, Jaime controlaba por los espejos y con rápidas ojeadas al hombre que permanecía inmóvil en el asiento trasero. El cielo estaba de un azul claro para cuando llegaron a Los Encuentros, pero no se detuvieron ahí ni en ningún otro sitio hasta arribar a la Antigua. En promedio, la velocidad no bajó de ciento diez.

Dejaron al desconocido en el mercado y entonces Rafael condujo hasta un parqueo seguro. Eran las ocho y media cuando encontraron un sitio para desayunar. Jaime había evitado hacerle preguntas, sobre todo en lugares públicos, de modo que se limitó a comer en silencio.

Terminaron y fueron al banco, cerca de la catedral, para que el inspector cambiara moneda. A pesar de que estaban en una ciudad turística, Jaime comprobó que aquel proceso era una tortura. No solo tuvo que hacer una cola que se le antojó larguísima, sino que al final le preguntaron si tenía cuenta en ese banco. Al responder que no, le dijeron que no le podían cambiar dinero.

En la primera fracción de segundo pensó en mandar a la cajera a que se comiera un camión relleno de la más pura mierda. Pero se contuvo. De nada servía encolerizarse, comprendió. Fueron a otra agencia y ahí Rafael realizó el trámite. No tuvo mayor problema. Contó los billetes y se los entregó. El inspector prefirió no hacer comentarios, pero el disgusto aún le duraba cuando volvieron a casa de la tía Violeta y bajaron al despacho.

Esta noche iremos a buscar a Samanta  afirmó Rafael.

A Jaime se le iluminaron los ojos. Al fin. Ya estaba deseando avanzar. Tanta demora, tanta comida y tanto descanso ya le incomodaban. Y no era que no lo estuviera disfrutando, pero no era para eso que estaba ahí.

El hombre que fuimos a traer a Xela se llama, para los efectos de esta operación, Adán Maldonado. Es taxista y se mueve en ese ambiente de los burdeles y de las barras shows. Le mostré la foto que me diste. Dice que cree conocer a esa mujer. Nos llevará esta noche a hacer un recorrido. La idea es conseguir que a través de esta mujer averigüemos adónde estuvo Candelaria y cómo fue que terminó muerta.

En un lugar del enorme sótano de la casa, Rafael había montado un local para sus prácticas de tiro. Después de una hora de ejercitar la puntería con los audífonos de seguridad puestos, pasaron de nuevo al despacho. Fue entregándole más información sobre el general.

¿Alguna vez hablaste con él? ¿Lo conociste en persona?

No  repuso.

Y después de una breve vacilación, añadió:

Lo que voy a contarte es un secreto de familia. Yo tuve un hermano. No sé si te acordás.

Sí, Jaime se acordaba. Se llamaba Román. Rafael siguió hablando:

Fuimos gemelos idénticos… Las fotos son un tanto fuertes, así que es mejor que estés preparado…

Le tendió un cartapacio donde había una serie de ampliaciones.

La mayoría piensa que mi hermano murió en un accidente automovilístico. Esa fue la versión que se dio a conocer. Y la razón para no abrir el ataúd en el velorio. Pero la realidad fue distinta. Mi hermano, como yo, pertenecía a una organización de izquierda. Un día desapareció. Mi padre intercedió por él ante el presidente militar. Pero fue en vano. El encargado de interrogarlo fue Rojas, que entonces, por supuesto, no era general. A mi hermano lo asesinaron a sangre fría.

Rafael hizo una pausa y Jaime no dijo nada. Poco después, retomó el hilo del relato.

El cadáver fue encontrado cerca de aquí, en un terreno propiedad de la familia. Mucho tiempo después tuve diferencias con mi organización, que prefiero no detallar, y me salí. Para entonces yo estaba fuera de Guatemala. Contacté a mi familia. Mi padre, que no tenía más hijos, me aceptó de vuelta. Creo que la muerte de Román cambió muchas cosas para él y para mamá. Y, claro, también para mí. Terminé de estudiar en una universidad extranjera. Sí, no me mirés con esa incredulidad. Estudié economía y administración, como mi papá quería, y me regresé después de la firma de los acuerdos. He estado trabajando con él desde entonces.

Se interrumpió de nuevo. Le dio la impresión de que le faltaba el aire. Pero se rehízo.

Mi padre tiene cáncer. Es terminal. Me pidió que me encargara de Rojas. Quiere saber que ese asunto está saldado antes de irse…

Tú no vas a entregarlo a la justicia  dijo Jaime.

Y aquella no era una pregunta.

Rafael negó con la cabeza.

En nuestros países, no hay más justicia que la que uno se pueda comprar y otorgar… Ahora, la cuestión es: ¿Vas a ayudarme?

El inspector lo miró a los ojos. Leyó una decisión inquebrantable en ellos. En el cartapacio, además de las fotos del cadáver de Román, se desplegaba una serie de aldeas incendiadas, cadáveres de campesinos, fragmentos de declaraciones de testigos y demás horrores.

Jaime asimiló todo eso y asintió en silencio.

Hacía mucho que había cruzado el punto de no retorno. Y de nada servía preguntarse cuándo había sido eso. ¿Qué más daba? Como decía Morrison: uno hace lo que puede.

Trabajaron un rato más hasta la una. Almorzaron y después durmieron una corta siesta. Luego volvieron al despacho.

Adán Maldonado vendrá por nosotros a las ocho y media. Nos haremos pasar por turistas. Yo voy a ser el gringo pasado de tragos y tú el latino que le sirve de intérprete.

Afinaron los detalles de la operación y cenaron temprano. Después, Jaime se fue a su cuarto, se duchó y se cambió de ropa. Unos jeans, una camisa blanca de discretas rayas azules y las zapatillas deportivas. Ajustó la sobaquera y metió la pistola en ella. Luego se puso una chumpa de lona azul. La prefería porque tenía bolsas interiores para guardar los cargadores de repuesto. Así vestido caminó hasta la sala.

A la hora convenida el taxista apareció y los condujo a la ciudad de Guatemala. No tardaron en detenerse frente a un club nocturno en la zona diez. Resultó irónico que se llamara «MiOficina», pero nadie pareció notar el chiste. Pagaron la entrada y bajaron por una escalera hasta una especie de sótano.

El local estaba apenas iluminado por luces indirectas. Jaime contó unas dos docenas de mesas redondas, pequeñas, cada una con dos o tres sillas. Al fondo estaba la barra. En medio de las mesas había una tarima de madera de un metro y medio de alto, y cuatro tubos metálicos sujetos al piso y al techo.

A esa hora el local empezaba a llenarse, aunque era temprano. En su reloj apenas eran las nueve y diez. El aire viciado olía a tabaco y a cerveza. En uno de los tubos, una chica ejecutaba su baile sensual. Estaba vestida como la versión porno de una colegiala: el pelo largo recogido en dos trencitas rosadas, una micro blusa blanca y una minifalda negra. Sonaba a todo volumen la voz de Britney Spears cantando aquello de:

Come on, baby, one more time…

Jaime y Rafael ocuparon una mesa muy cerca de la tarima y poco después se les acercó una mesera. Vestía una faldita color cereza, y una camiseta blanca, sin mangas, que dejaba al aire su perfecto ombligo. Debajo se le marcaba el brasier negro de media copa y cuando caminaba era imposible ignorar cómo se le movían las nalgas respingonas.

Rafael puso cara de lelo y se le quedó viendo a las tetas con total descaro, mientras el inspector pedía:

Dos cervezas.

Mmm… Give me a whisky on the rocks ordenó, ignorando la petición de Jaime.

Dos güisquis con hielo tradujo el inspector.

Cuando la chica se hubo ido, Rafael advirtió en voz baja:

Hay que dar la impresión de que andamos mucho dinero para gastar. Nos van a tratar mejor.

En ese momento la bailarina de las trencitas empezó a quitarse la blusa y Rafael aplaudió y silbó con entusiasmo. La pelirroja cruzó la mirada con la del «cliente» y sonrió. Se concentró en él, ya que los demás parroquianos se le antojaron demasiado tímidos.

Zafó los botones y se abrió la blusa. Debajo llevaba un top minúsculo. Balanceándose sobre sus altos tacones de plástico transparente, dio unos pasos de baile al compás de la música. Luego realizó algunas acrobacias con el tubo.

El contacto visual no se rompió, observó Jaime. Los ojos de la «Britney» estaban fijos en Rafael, como si el resto del universo se hubiera borrado. Se acercó y comenzó a quitarse la faldita. Todos sus movimientos eran una provocación. La tanga se le metía entre las nalgas.

En ese momento la mesera les llevó los dos güisquis en las rocas y Jaime le dio un trago al suyo. Pero Rafael ni se movió. La pelirroja volvió a hacer su show con el tubo sin quitarle los ojos de encima. Luego, se despojó despacio del top y dejó que las enormes tetas se movieran, temblorosas, mientras las liberaba de su prisión.

Las tenía demasiado grandes para ser naturales, concluyó Jaime. Pero nadie se estaba quejando por eso. La mujer siguió provocando a Rafael, que parecía hipnotizado por sus movimientos. Dio un primer trago al licor y dejó que le quemara la garganta. Mientras tanto, ella se acercó y fue quitándose la tanga con ritmo lento. Tenía la entrepierna depilada y una especie de banda elástica negra le apretaba uno de los muslos. Rafael sacó un billete de cien quetzales y lo dobló a lo largo. Ella se aproximó aún más y él lo metió debajo de la banda. La chica sonrió por primera vez en todo el rato. Se inclinó como si fuera a besarlo, pero se levantó antes de tocar los labios masculinos. Contoneando sus caderas, se alejó hacia el otro extremo de la tarima. Rafael sonrió, divertido.

Entre tanto, el local se había llenado poco a poco, notó Jaime. Su amigo se limitó a hacer comentarios en inglés, que el inspector respondió con monosílabos. Vieron el show de otras dos chicas y se tomaron tres copas antes de empezar a aburrirse. Ni rastro de Samanta.

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