Viento de ceniza (3)

Carmen González Huguet

Tres

Fue hasta la mañana siguiente cuando Jaime Soto por fin pudo llegar a su casa, ducharse y comer algo. Durmió un par de horas. Estaba agotado por completo, pero de tan agradable sueño lo sacó el timbre del celular.
—Diga.
—No has visto tus correos, ¿verdad?
La voz de Morrison era inconfundible.
—¿Qué pasa?
—Te veo a las mil doscientas en el mismo lugar.
Sonó el tono intermitente. Jaime colgó. Maldijo por lo bajo, pero cuando vio la hora en el teléfono, se sacudió la modorra. Se lavó la cara, se vistió y condujo hasta uno de los hoteles más conocidos de la ciudad. Un sol tímido se filtraba por entre las nubes. Vaya, se dijo. Por fin. Ya era hora de que dejara de llover. Recogió un sobre en la recepción y caminó hacia los ascensores. Entró y oprimió el botón número seis. La puerta se cerró. Cuando la caja metálica se detuvo, Jaime salió al pasillo. Llegó hasta la habitación 257 e introdujo la llave electrónica en la ranura. Bajó el picaporte y entró. Dean Morrison en realidad debería llamarse Míster Grey, pensó el policía, porque sus ojos eran grises, lo mismo que sus cabellos, muy cortos y muy finos. Era un hombre de sesenta años, de uno ochenta de estatura y unas doscientas libras de peso. Tenía los ojos transparentes. Vestía un traje gris pizarra, camisa blanca y corbata gris perla. En aquel momento estaba sentado ante la mesa redonda y escribía de modo compulsivo en su computadora portátil. Las cortinas estaban cerradas y en el aire flotaba el aroma del café recién hecho. El inspector lo saludó y se sirvió una taza.
—Dame tu memoria USB —pidió Morrison.
Jaime obedeció. El gringo enchufó el pequeño objeto a la computadora y comenzó a guardar una serie de archivos. Mientras ocurría esto, explicó:
—Hay un caso en el que necesito tu ayuda. Haré los arreglos para que te den una licencia especial. Colaborarás con nuestro enlace en Guatemala. No confío en ninguna otra persona.
El inspector lo miró sorprendido, pero, conocedor de los métodos de Morrison, decidió esperar a enterarse de lo que estaba pasando y calló. El gringo siguió hablando al tiempo que mostraba las imágenes. Había conectado la computadora al monitor LCD de cuarenta y dos pulgadas que había en la habitación. En aquella pantalla era más fácil apreciar las gráficas. En resumen, un norteamericano llamado Trevor Anderson había recibido un trasplante de hígado en Guatemala hacía dos meses. Pero a raíz del procedimiento, había desarrollado un cuadro de hepatitis E. La clínica donde se efectuó el trasplante era propiedad del doctor José Rojas, militar retirado. En el establecimiento se efectuaban trasplantes legales, pero existía la sospecha de que el equipo de médicos de Rojas conseguía que la gente más pobre le vendiera sus órganos. Morrison quería que Jaime, junto con su gente en Guatemala, investigara todo aquel tinglado.
—Rojas tiene un dossier más extenso que el de Al Capone —señaló.
Y a continuación expuso a grandes rasgos lo que sabían sobre aquel sujeto. Cuando terminó, Jaime le contó su hallazgo en la frontera, así como el resultado de la autopsia del doctor García.
—Mmm… Podrían estar relacionados —admitió.
—Mientras vos tramitás mi licencia, yo necesito primero averiguar algo —afirmó Soto.
—Perfecto —dijo Morrison—. Esta noche te envío los detalles. A las dos mil en el lugar de siempre.
Se despidieron. Jaime abordó el pícap en el parqueo subterráneo y se dirigió a la ciudad portuaria de Acajutla. Llegó una hora después. Los estragos de la tormenta eran evidentes por todas partes, pero poco a poco las personas intentaban retomar el ritmo cotidiano. Un grupo de mujeres barría escombros y basuras frente al mercado municipal. Se acercó a una de ellas y le preguntó si no conocía a algún tatuador en la zona.
—Aquí la mayoría de los que se hacen tatuajes lo hacen como pueden.
—Sí —admitió Jaime.
Pero por la posición del tatuaje en la pantorrilla, no creía él que la difunta se hubiera tatuado a sí misma. El ángulo era demasiado difícil. Debió de ser otra persona, concluyó: Otra persona escribió el nombre del puerto en la piel de la muchacha. Le mostró la foto a la mujer, que no tenía idea de quién podía haber realizado el tatuaje. Sin embargo, un niño que iba pasando se acercó y alcanzó a ver la imagen en el celular de Soto.
—Esa es la letra del Chicano —afirmó.
—¿Y ese quién es? —preguntó Jaime.
—Es un mexicano. Un surfer. Vino a un campeonato y ya nunca se fue.
—¿Y dónde vive?
El niño lo guió hasta una cabaña de tablones mal clavados. Las aguas servidas iban a dar al mar sin cañería de ningún tipo, formando charcos nauseabundos a lo largo del sendero. Tocó la puerta de lámina y una voz contestó desde adentro. Al ver el uniforme entre las rendijas, se asustó y comenzó a gritar que no había hecho nada malo, que para qué lo andaban buscando, pero Jaime intentó calmarlo. Por fin consiguió que abriera la puerta desvencijada, y dentro, en la penumbra, distinguió una hamaca percudida antes de que el Chicano cerrara la puerta y los dejara a ambos afuera.
—¿Hizo usted este tatuaje? —preguntó Jaime, mostrándole la pantallita del celular.
El hombre asintió.
—¿A quién se lo hizo?
—La Candita me pagó cinco varos por mancharla.
De pronto, el oficial pensó que necesitaba un traductor de surfer-castellano, castellano-surfer.
—¿Sabe dónde vive?
—Su mamá tiene un comedor en el barrio Las Atarrayas. Se llama Lidia. Lidia Bermúdez. Todos la conocen.
Jaime Soto le dio las gracias y se despidió. No le costó orientarse por el laberinto de calles del puerto. En pocos minutos paraba delante del comedor. Eran las dos de la tarde y el local estaba abierto. Preguntó por Lidia y a los pocos segundos apareció una mujer morena, menuda, secándose las manos con el delantal. Estaba lavando los platos del almuerzo mientras su marido, conocido como el Tamagás, barría y trapeaba el piso. Los dejó solos y el inspector se sentó ante una de las mesas. Lidia hizo lo mismo. Jaime trató de prepararle el ánimo para la mala noticia, pero desde que lo vio entrar, con el uniforme de fatiga de la PNC, a la madre el corazón le dio un vuelco. Solo podía tratarse de su hija Candelaria. Cuando vio la foto del tatuaje, no le quedó duda. Sí, era de ella. Lo que Soto sacó en limpio, entre lagrimones, sollozos y lamentos, fue que al comedor había llegado una mujer llamada Samanta. La conocían porque contrabandeaba cigarrillos a cada lado de la frontera y abastecía al comedor de ese y otros productos. Cuando conoció a Candelaria, trató de convencerla de que se fuera con ella al otro lado. Allá, dijo, la pondría a servir en casas grandes, a cuidar niños… ella sabía cómo pasar seguro, sin papeles, ni nada. Ya en Guate le sacaba papeles de chapina y no había problema. Ganaría muchos billetes para mandarle a la familia. Al principio Lidia no quería dar su brazo a torcer. La cipota no ajustaba los dieciséis años. «Exacto», le remachó Samanta. «¿Ya viste cómo la mira tu marido?», preguntó, con un tono insidioso. Sí, esa era la peor pesadilla para la madre: que el padrastro fuera a abusar de su hija. Y es que el Tamagás no era ninguna buena pieza. Al fin había logrado salir de la cárcel. Allá se hizo cristiano, y en verdad, no tenía queja en los últimos meses: trabajaba, ayudaba en el comedor, salía a pescar… no bebía ni le daba mala vida. Pero antes…
Lidia perdió la cuenta de las palizas, las borracheras y las infidelidades que le aguantó al Tamagás. Incluso, sus compañeros de pesca le huían porque con él cada cosa que no estaba bien amarrada desaparecía sin dejar rastro. Pequeños hurtos: una herramienta, un carrete de hilo náilon, cosas así. Cuando lo metieron preso por una riña en un bar cercano, dejaron de perderse cosas. La Lidia lo extrañó, porque cuando ayudaba, trabajaba en serio. Pero el costo de aguantar tanto problema era demasiado alto… Menos mal que regresó más calmado. En resumen: la Candita se había ido con la Samanta hacía dos meses. Desde entonces, ni una carta, ni una llamada: nada. El inspector le advirtió:
—Va a venir a buscarla el doctor Mario García, de Medicina Legal. Anote el nombre, por favor. Con él se va a entender para que le entregue el cuerpo de su hija… Lo siento mucho, señora, de verdad.
Lidia volvió a llorar, pero Jaime intentó regresarla al presente:
—¿Cómo es Samanta? ¿No tendrá una foto o algo?
—Fíjese que de casualidad me acabo de acordar: antes de que la Candita se fuera, les tomé una foto. Espérese…
Lidia sacó el celular y oprimió varios botones para mostrarle la foto.
En primer plano aparecía una adolescente menuda, delgada, morena, y a su lado una mujer exuberante, de unos veinticinco a treinta años, caderas y senos protuberantes. Vestía una blusa corta y un jeans muy ajustados que dejaban a la vista un bien formado ombligo. El pelo era de un brillante color zanahoria. Le sobraba maquillaje y la sonrisa amplia tenía un aire funesto. Era una zorra de cuerpo entero, concluyó el inspector.
—¿Me permite? —dijo.
Oprimió botones y envió copia de la foto a su propio teléfono gracias a las maravillosas posibilidades de la tecnología digital.
—Si esa mujer aparece de nuevo por aquí, no diga nada, no haga nada. Solo llame a este número. Grábelo en su teléfono y apúntelo en un lugar seguro. Y otra cosa: no le diga a nadie que Samanta se llevó a su hija. Invente que Candelaria estaba sirviendo en una casa en San Salvador y que murió ahogada durante la emergencia. Yo me encargo de que el doctor García haga los arreglos para trasladar el cuerpo. No se preocupe.
Vio el temor reflejado en el rostro contrito de la madre. Ella asintió y guardó el número de teléfono.
—¿Usted cree que ella mató a mi hija?
—Con franqueza, señora, no lo sé. Pero si no la mató, puede ser que conozca a quien lo hizo. Y esta gente podría ser peligrosa. El doctor García vendrá por usted. Vaya y haga lo que él le diga. Y si puede, mejor aléjese una temporada de todo esto. No sabemos lo que esa gente puede tratar de hacer.
Jaime se despidió, subió al pícap y enfiló a toda velocidad de regreso a San Salvador. Eran las cuatro y media de la tarde cuando cruzó la puerta de entrada del cuartel central. Se dirigió de inmediato a la oficina de Gabino Morente. El escritorio de Flavia Rossi estaba junto a la entrada.
—¿A quién anuncio? —preguntó, sin dejar de escribir en el teclado de la computadora.
No importaba la cantidad de años que llevara como secretaria de Gabino, Flavia siempre gastaba ese tipo de bromas sarcásticas que solo el inspector Soto parecía capaz de disfrutar.
—Por fin se llevaron tu amada Olivetti, ¿verdad, Flavia?… Y te está costando un ojo y una mano acostumbrarte a este bolado moderno.
—Un día voy a bailar en tu entierro, Jaime —repuso, por toda respuesta.
—Sí, Flavia —dijo el inspector, con tono sumiso—. Lástima que no sea esta noche. Bien sabés que soy el único que te sacaría a bailar…
Flavia lo anunció sin darle la satisfacción de que comprobara su enojo. El inspector giró el picaporte y empujó la puerta. Gabino escribía algo en uno de los papeles sobre el escritorio. Llevaba unos lentes con montura de imitación carey y tenía una cara innegable de bulldog. Los cachetes le colgaban a cada lado de las comisuras de la boca y los dientes sobresalían entre los labios gruesos. Tenía la piel muy morena, una figura alta y corpulenta, cargada de hombros, y el pelo cortado recto por arriba, como si fuera un cepillo. Al oír el ruido de la puerta, alzó la vista, se levantó de la silla giratoria y se quitó los lentes.
—Pase y siéntese —invitó.
El inspector obedeció y ocupó un sillón delante del amplio escritorio después de cerrar la puerta.
—He firmado los papeles. Va a hacer un curso de especialización en Virginia por cuenta de la embajada.
Gabino puso su índice contra los labios, ordenándole guardar silencio. Jaime obedeció. El Jefe se acercó y Soto hizo lo propio. Le estrechó la mano y dijo en voz alta:
—Le deseo mucha suerte.
Jaime agradeció el gesto y se despidió. No le pareció paranoica la actitud de Gabino. Pero sí lo preocupó que hubiera micrófonos en la oficina del Director de la Policía. Si podían infiltrar hasta ahí al gobierno, eso significaba que el crimen organizado podía conseguir casi cualquier cosa. A la salida, Flavia le tendió un sobre manila grande. No hizo comentarios. El inspector lo guardó en su portafolio y se dirigió a la salida. Hizo una última visita a Mario, que continuaba trabajando en la morgue con ayuda de Torres, el investigador forense de la Fiscalía. Este se encontraba exhausto, luego de llevar otros tres cargamentos de diez barriles cada uno en menos de veinticuatro horas. Morente había movido teclas, concluyó Jaime, porque Mario le informó que, a pesar de estar tan cortos de personal, el ejército había acordonado el área. En el parqueo de Medicina Legal, lejos de posibles escuchas indiscretas, Jaime le dio la información para localizar a Lidia, le dejó una cantidad de dinero y le pidió que la ayudara con el sepelio de su hija. El Director de Medicina Legal se limitó a asentir.

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