Viaje a la cumbre

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, for sale  

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Desde Comala siempre…

 

La madre de F. T. provenía de un pueblo cafetalero en la cumbre.  Hacia la época, ya no se viajaba en caballo desde las afueras de la capital, como ella solía hacerlo de niña.  El vehículo atravesaba la ciudad aledaña.  De nombre que evocaba la escritura a máquina y la música de piano.  Al sureste, la colonia del fondo remedaba el deleite de las brisas que recibía en verano.  El azote de los vientos removía las colinas que cobijaban las casas, pequeñas pero estables.  Recién construidas en asbesto armado contrastaban al tejado de la tradición.  Se proseguían en serie al fondo de una montaña que limitaba la urbe.  Por el declive, la calle ascendía bruscamente, hasta entregar una vista maravillosa del poblado en tejas y del estadio que la bordeaba.  Se percibía que el comercio desplazaba las viviendas al margen.  Al centro, en cambio, bullían vendedores ambulantes y canastos de verdura que excedían el reducido espacio del mercado.  La ciudad se entregaba al comercio bullicioso; la residencia tranquila, a sus bordes.  Al ascender la montaña, la vegetación se volvía más tupida.  Ya no se notaba la flora natural, sustituida por los sembradíos de café que la habían alterado.  Sin pavimentar, la calle se ondulaba por los cerros de madrecacaos.  Despojados de su maternidad previa, cuidaban arbustos ajenos a su origen.  Tal destino extraño surcaba la montaña donde sólo los pájaros en su trino milenario guardaban el secreto del pasado.  Quizás también las parásitas cuyo ardor en flor de orquídea gemía dolencia.  “Dichosofuí” se escuchaba en sollozo, “Porque-ya-no-lo-soy”.  Y el grito de La Llorona anunciaba el furor sinfín en el que se debatía la cumbre.  La cima ahora huérfana de su flora inicial.  Acaso sucedía lo mismo entre sus habitantes en su trabajo diario.

 

Había que adorar el polvo y el lodo, según la temporada.  En los árboles se reflejaban la ceniza y el rocío.  Oscurecían las hojas o realzaban en lustre.  El mismo tono lo adquiría el transeúnte.  Las carretas tiradas por bueyes casi no viajaban del pueblo a la ciudad.  Los autobuses transportaban pasajeros y los camiones, la mercancía y el grano de café.  A vidrio abierto por el calor, el polvo inundaba el interior y se respiraba como perfume de flor.  Durante las lluvias, los atascos obligaban a bajarse y empujar hacia fuera de los baches.  Tan hondos que llegaban a la rodilla.  La aventura del viaje la completaba la ayuda apurada por llegar al destino.  Al alcanzar cierta altura de la montaña, la vista se despejaba a ambos lados.  Hacia la mar y el valle.  Al sur los cerros bajaban sedientos a tropel hasta diluirse en el litoral.  Los ríos no se derretían en sal sin la ayuda de las lomas taimadas que se ondulaban hacia el oleaje.  Esa línea blanca se divisaba al fondo, antes de disiparse en el horizonte azul del infinito.  Al norte, la montaña caía abrupta.  Sin escala, la cumbre se precipitaba al risco.  Desembocaba en un valle cuadriculado por los cultivos.  Y al fondo, los volcanes siempre ariscos escondían sus cráteres irritados.  Sajaban la lejanía.  Los pobladores proseguían el dictado natural del entorno.  Hacia la costa, conciliadores y vivarachos; hacia el interior, a carácter áspero y reservado.  La discrepancia entre el pez y la carne, como en el pueblo.  Pese a su cercanía al mar, los productos le llegaban resecos y salobres.  Pese a su cercanía de la ciudad, persistía en su pasado.

 

Luego, la calle la encubrían los cerros cada vez más tupidos.  Corvos y  encubiertos.  Por una tierra de barro rojo en espejeo del quehacer jornalero.  Bajo el sol y la lluvia limpiaba el sendero y su cima.  Curvos y tapados.  Por una flora teñida en verde de las haciendas ocultas a la vista del viajero.  Salvo en el verano cuando el olor fétido de la pulpa podrida al sol anunciaba el grano en oro.  Preludio de la ganancia.  Maleficio y beneficio del café aunado en el trayecto, cuyo serpenteo calcaba los contrastes.  Hasta llegar a la cuesta conclusiva, riachuelo arriba.  La entrada al pueblo de calles empedradas en memorias de cascajo.  Los fragmentos de laja los desprendía el peso de los camiones cargados.  Se entraba por el rastro donde el bramido de los reses denunciaba el borbotón de sangre eructando de la aorta zaherida por el cuchillo. La navaja, el emblema de la cocina y del destace.  El berrido de los cerdos más agudo y trágico aún.  Así se llegaba al pueblo.

 

II.

La casa era amplia, acaso más antigua que el abuelo.  Albergaba varias familias, además de la servidumbre.  Se escalonaba en tres pisos en remedo del terreno.  La loma que la afianzaba y la estirpe que residía.  En lo alto, los dormitorios principales, anchos, como les correspondía a quienes hospedaban. El piso y las paredes construidos en madera de una oscura elegancia.  Un amplio pasillo semi-abierto le otorgaba una vista sin igual hacia las colinas del sur que emigraban bajando al mar.  La más inmediata una cancha de fútbol al ras del risco y, hacia dentro, el camposanto en flor.  En la primera planta, las habitaciones se diversificaban.  Al extremo oriente, junto a la escalera también de madera, se encerraba el comedor bajo una sombra de intimidad, a la hora del almuerzo conjunto.  Al otro lado de la escalera, el baño y una terraza abierta.  En seguida, hacia la calle, dos dormitorios reservados a los invitados o los niños que se aglomeraban en las vacaciones.  Su privacidad la limitaba una oficina de pago y un pasillo abierto que conducía a varias estancias adicionales.  Al frente, un enorme cuarto a doble puerta hacia la calle le servía de tienda a la abuela.  Completaba la economía doméstica, vendiendo en menudeo la mercancía que compraba al por mayor.  Hacia atrás, la cocina aún de leña, oscura, entiznada por el uso.  Sólo una pequeña ventana la iluminaba el declive empedrado que los niños utilizaban de deslizadero montados en pencas de árboles.  Una escalera de madera rústica conducía a los establos y talleres del último nivel.  Algunos frutales y hortalizas se sembraban al lado.  También se horneaba en leña, mientras las aves de corral circulaban libremente picoteando el alimento regado.

 

Esa noche de la llegada, a los niños los instalaron en los cuartos de abajo.  Los varones, al lado de la oficina; las hembras, al del comedor.  Dormirse resultaba difícil a varios en una misma alcoba.  Una pequeña puerta de madera, con pasador a ambos lados comunicaba ambos cuartos.  El cuchicheo se oía constante.  Mientras las unas debatían si existía una brujita que le ayudaba a Santa Claus a distribuir los regalos, los otros peleaban por montar el caballo más arisco de la hacienda.  Si las hembras descubrirían la respuesta al día siguiente, los varones habían demostrado ya su valentía.  Una vez montaron novillos reacios con la ayuda de un campisto leal.  La hazaña les había costado el castigo corporal del abuelo quien, no menos brutal que con las bestias, los azotó a punta de rienda.  Las correas imprimían su huella de obediencia en los novatos, como el fierro la pertenencia en las reses y los golpes en los indisciplinados.  En el pueblo, el reglamento doméstico era tan severo como los pisos de la casa.  Sus escalones no se infringían fácilmente, sin sanción.  En tatuaje más indeleble que el grabado que estamparía la mara.  La pandilla de primos alzaba los ánimos.  Se enardecían a gritos y almohadazos.  Hasta tirarse una bacinica que evitaba salir al pasillo abierto al viento de las noches frías.  Bajo sus tinieblas aún las piscuchas bostezaban.  Y el hedor carcomía la cama de quien lloraba la ingestión de un crotón, dizque en ponzoña mortal.  “Déjenme morir en paz”, reclamaba ante la risa de los demás sin misericordia.  Durmió en el suelo sobre el ladrillo cuadriculado en tablero.  El piso calvo lo rescató del hedor hasta la mañana siguiente, día de nueva tunda.  El abuelo ejercía su obligación de jerarca en los varones.  Imprimía la ley en el trasero del aprendiz.

 

Luego del suculento desayuno, en la cocina entilada, bajaron a azuzar las bestias.  Relinchaban y mugían por la vara que les hincaban en las ancas sin piedad.  En seguida les tocaba a las gallinas que cacaraqueaban asustadas en un barullo infernal.  Sólo un chompipe, adulto y enojado, se infló levantando la chorcha roja encendida de cólera.  Picó al mayor quien más había sufrido la paliza matutina.  La algarabía exaltó el enfado del abuelo.  Bajo amenazas de otra nalgueada, los despachó en regaño.  “Váyanse a dar una vuelta y regresan a almorzar.  Ya no aguanto las porquerías que han hecho.  Ni que fueran políticos con sus m…”.  salieron calle abajo por el zaguán de entrada al establo.  A risotadas y empujones se debatían si encaminarse hacia el cementerio y luego bajar al peñón, teñido de leyendas en musgo y fantasmas.  O mejor subirían a Bellos Celajes donde se sembraban naranjas de todo tipo.  Desde las ácidas hasta las sin semilla.  Y bañarse en la poza del río donde las ilamas vivían a la sombra del refugio.  A carcajada sonante se burlaban.  “¿Dónde te picó el chompipe, Pizcandito?  Enseñanos”, le indicaban al pobre, el mayor.  Se sobaba la parte trasera del muslo.

 

Llegaron a la cantina cercana que limpiaba la mugre de la noche anterior.  Llena de aserrín absorbente de todo líquido y tufo.  Se movía al ritmo vanguardista pueblerino de “llegó borracho el borracho.  Pidiendo cinco tequilas”.  A punta de “taconazo”, “una idea del norte” resonaba en la cima.  Sin narco que corriera ni gente que emigrara.  El grito no despertaba los ronquidos en la acera, casi en pleno sol.  Al lado, se encontraron con Chepe, un viejo peón de confianza, brazo derecho del abuelo.

—¿Adónde van, niños? , los interrogó, amable siempre.  Acabo de cortar zapotes; vengan a mi casa y les regalo.  También caña para que chupen.  Se acuerdan de la misma que les regala su abuelo en el naranjal.

Lo siguieron.  Bajaron la empedrada que se perdía en el polvo sereno, al salir del pueblo.  Y luego viraron hacia veredas curvas y estrechas.  Entre ranchos de bajareque, simple barro untado a una cuadrícula de varas.  La lluvia lo desmoronaba.  Techos de paja o de lámina goteaban bajo el torrente.  Piso en tierra apelmazada.  Se sentaron en bancas rústicas a pelar la fruta y embadurnarse de su color naranja oscuro.  Le contaron el incidente del pavo encabritado y les propuso llamar a la vecina curandera.  Ella lo examinó; le colocó una hierba, repitiendo.

—Yuhquimma titotzinti iyequin timota-chopinilia.

Casi al unísono, los primos indagaron.

—Qué quiere decir.  Tranquilos, hijos, les replicó.  Uds. deben saber que las enfermedades las traen dos espíritus, un niño y una niña, iguales a Uds., chelitos y como ése, zarco, señaló a F. T.  A veces también traen regalos, añadió.

—Ya ven que les dije, aseguró la mayor, como la brujita de Santa Claus.

—Así es.  Por eso su primo ha recibido un aviso, continuó la curandera, va a ser el único que se quede por aquí.  Los demás van a viajar y olvidarse de este pueblo que los crió.  Esta hierba del susto le ayuda y le cura la picada.

—¿Cómo sabe que no viviremos aquí?, ni que fuera adivina.  La desafió F. T.

—Lo sé porque lo leo en tus ojos zarcos de pícaro, mirate en este huacal.

Le extendió un morro recortado a la mitad en el que flotaban hojas de cihuapate.

—Mirá cómo se ondula el agua cuando la ojeás.  Te vas a ir lejos, agarradito de la mano, con una tu chelita, como si fueran varicela y sarampión.  Y no sólo eso, sino esa tu casa tan linda de madera agarrará fuego.   Así verás que tu estirpe queda borrada por siempre de esta cumbre.  Sólo la ceniza y el tizne guardarán tu recuerdo.  Nexti taquetza.  La madera quemada contará tu historia.

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