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Una palmada en el hombro

Mauricio Vallejo Márquez

Escritor y coordinador

Suplemento Tres mil

 

Recuerdo bien con cuanta insistencia seguía a mi papá Mauro para decirle: “hacele el dibujo”. Desde pequeño escribía, pero como veía en los libros infantiles que los cuentos tenían ilustraciones, yo también quería ilustrar los míos, así que si mi abuelo sabía dibujar debía aprovechar su talento.

Mi abuelo era mi cómplice, pasaba muchas tardes con él, y a pesar de que podría querer hacer cualquier otra cosa (leer el diario, oír radio) se tomó el tiempo de ilustrar todos los cuentecitos que escribía cuando era niño. Definitivamente los abuelos marcan la vida. No me puedo quejar de los cuatro que la vida me dio, cada uno me brindo enormes lecciones.

Sin saberlo, creo que también me apoyaba a escribir. Él murió cuando yo tenía nueve años, pero hasta la fecha sigue presente en mis recuerdos ese hombre de cejas pobladas y lentes de aro negro leyendo el periódico. Solo veía al niño que se divertía escribiendo cuentecitos, quizá no se imaginó que sería escritor, o quien sabe porque aún es una plática que tenemos pendiente.

Mi abuela Josefina tiene la costumbre de regalarle libros a sus nietos, y fue conmigo que comenzó esa tradición. La mayoría de mis primeros libros fueron seleccionados por ella, incluso llegué a tener varias versiones de La Odisea de Homero. Cuando se iban las luces en la época de la guerra civil me quedaba junto a ella conversando de la mitología griega. La luz de la vela y ella derritiendo los rizos de la vela perduran en mi mente como ambientación de su voz contándome porque Vulcano o Hefesto hizo esto o aquello. Gracias a Dio, sigo disfrutando la compañía de mi abuelita y me siento tan alegre cuando me comparte sus liras perfectas, su poesía como ahora se puede ver entre las páginas del suplemento.

En un país como el nuestro, escribir es un esfuerzo de titanes. Nuestro sistema nos encamina a olvidarnos si queremos ser artistas, porque no es práctico. Y algunos de los que escriben y tienen pobreza de alma se encargan de ponerle diques a los neófitos. Pero no existe excusa para dejar de hacer lo que amamos, sin importar lo duro que se muestre el camino. Lo importante es continuar y ser lo que anhelamos ser.

Vuelve a mi mente aquella estrofa de León Felipe que nos llama a ser pacientes y continuar nuestro proceso:

“Sistema, poeta, sistema. 

Empieza por contar las piedras, 

luego contarás las estrellas”.

Todo llega a darse en su tiempo, y con sistema. Que hermoso es ver cuando se apoya una vocación, sin importar si a los ojos de los otros es práctico o no. Sólo apoyando lo que será la felicidad de ese niño o niña que tenemos junto a nosotros y amamos, sin importar que nos parezca difícil porque está en juego el futuro.

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