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Tarjeta de cumpleaños

Julio César Orellana Rivera/

Escritor

 

Para José Alfredo Cruz, economista 

de profesión, docente por vocación. 

Para Pedro Ercides Martínez,

monje de partidas, debes y haberes.

 

El veinticuatro de junio envié a través del servicio postal una tarjeta de cumpleaños a mi colega Cristino Díaz. No obtuve respuesta, pero me contestó un amigo suyo y mío. Cristino Díaz era auditor interno de la empresa que yo fiscalizaba. Juan Cabrera me decía que Cristino se ahorcó a las nueve de la mañana, precisamente el día que yo había remitido la tarjeta, y que al parecer, el motivo de su muerte voluntaria se debió a una decepción amorosa. ¿Cómo es posible, le decía a Cristino, que ustedes como auditoría interna no hayan detectado el hurto por parte del gerente general, el contador y la cajera? Juan era asistente de auditoría y  Cristino, su jefe. Me hice tan amigo de ambos, que hasta salíamos a almorzar juntos. El resto de empleados podría pensar que Cristino ya me tenía comiendo en su mano, y con justicia el modo de pensar tenía validez, porque un halo de profesional sagaz cubría la personalidad de éste; pero todo está en saber quién es quién, en qué posición uno se encuentra y qué papel desempeña en esa jerarquía; porque cuando una observación dejaba vulnerable al más poderoso, lo hacía y punto: una cosa es la amistad y otra el trabajo profesional que me da de comer.

«Marta, su única novia, lo engañaba desde el principio de la relación. Era una chica guapísima y muy astuta. Claro, ella tenía veinticinco años y en su haber tres divorcios; había tenido amantes a montones, desde gerentes hasta presidentes de compañías. Ella lo exprimía sacándole el último centavo; lo mangoneaba con sus cariñitos de niña boba; lo reprimía con dureza». El agua y el aceite no combinan.

Si no detectamos el latrocinio fue porque en el departamento necesitamos más personal, ya que la sociedad ha crecido a pasos agigantados, pero la gerencia general se empeña en no aceptar mi requerimiento. Sólo a nosotros dos se nos hace bien difícil examinar todas las áreas del balance.

Eso de que la motivación de su muerte fuera una decepción amorosa, me parecía algo así como una justificación sin fundamento; no podía concebir que una mente tan clara y tan brillante llegara a extremos de quitarse la vida por una mujer, si mujeres hay muchas, mejores  y con deseos de ser abnegadas esposas. Nunca, pero ni psicológicamente percibí en él una torcedura mental; la vida era para Cristino Díaz una dádiva sagrada, la cual había que cuidar con muchísimo esmero. Pero quién soy yo para bucear en la mente ajena: ¿acaso Freud o un demiurgo omnisciente? No, no soy nada ni nadie que pueda conocer la conducta humana con antelación, incluso, ni yo mismo sé qué actitud tomaría en una situación igual o parecida a la de mi amigo Cristino Díaz. «Al parecer, la noche del veintitrés de junio Cristino vio a Marta, junto al gerente general dándose besitos en un restaurante de la metrópoli. (Como ya sabes, Marta era la secretaria  de don Arnulfo, y en esa posición se escudaba para salir a altas horas de la noche del cubículo de éste). Tal situación puso de muy mal humor a Cristino que fue a reclamarle a ambos, pero aquél se defendió de las acusaciones proferidas por mi pobre y malhumorado amigo, diciéndole que eso sólo era parte de la celebración del Día de la Secretaria (¡qué excusa más estólida, porque el  mencionado día ya hace mucho había pasado!) y que como excelente secretaria que es  lo tenía bien merecido. Pero Cristino, más encolerizado que diablo encerrado en sacristía siguió con sus reclamos, y  el viejo Arnulfo, rojo de furia,  ya no pudo aguantar  más tanta acusación y descargó  toda su cólera con un par de puñetazos en el rostro de mi pobre y desesperado amigo». Tras corneado, apaleado.

Puedo aceptarte que no cuentes con  suficiente personal para examinar todas las áreas o rubros del balance, pero que descuides la disponibilidad es algo inaceptable. Bien sabes que la disponibilidad, los ingresos, las cuentas por cobrar, son rubros que obligadamente no deben dejarse de verificar (y sustentar) a través de pruebas de auditoría, sin importar a qué se dedique la empresa. Ese día hubo una reunión: el presidente de la empresa, el socio de la firma Monet Kandinsky & Compañía, mi amigo Cristino y yo. El socio de la firma ya estaba enterado de la situación, sólo al presidente de la empresa había que darle una explicación circunstanciada acerca de la irregularidad. Del susto de los golpes ya no mastiqué palabra, me levanté del piso y con vergüenza, di carrera ciega hacia la salida. Cuando traspasé el umbral, sentí en mi espalda los puñales fríos de las miradas ajenas. Corrí de prisa  para alejarme lo más pronto posible del viejo idiota de mi jefe; maldije dentro de mi cabeza, como queriendo proscribir de mi mente los fantasmas verbales de don Arnulfo; hubiese querido tener una pistola para coser con balas el cuerpo de aquél que como un dios me había tratado con respeto, pero también con dureza de demonio. «Esto que te narro lo supe porque él dejó una carta, confesando los motivos de su muerte por mano propia». ¡Qué desgracia! Y pensar que todo él emanaba un halo de cordura.

Ingeniero Maldonado: El motivo de esta reunión sorpresiva obedece a que, en la compañía que usted, como buen timonel maniobra, se ha detectado el desfalco de cincuenta mil dólares y cuyo hecho económico fue posible en un período comprendido entre los meses de octubre a diciembre del año recién pasado. Hemos realizado las pruebas que sustentan nuestro trabajo con el fin de  obtener la seguridad del hecho verificable y poder así determinar la responsabilidad de las personas involucradas.

Sentía en mi cuerpo el hervor de la sangre. Entré al Sentra, y como loco escapado del manicomio, conduje a ciento diez, que la luz roja parecía no tener importancia para mí. Llegué al apartamento hecho un demonio, puse alta la radio y siendo demonio, escupí una llamarada de palabras soeces, dignas del mejor leperario popular. Redacté un manuscrito y colgué una soga en la mejor viga metálica.

«Puedes llegar a la conclusión que el amor (algunas veces divino, otras veces maldito) lo llevó al foso del que se alzará justo a la hora del Juicio Final, según la creencia cristiana». Si es que logra levantarse del suelo, porque el pecado es grande.

¿Es posible, licenciado Cristino Díaz, que en esta compañía, de la que digo ser buen administrador se haya cometido semejante fraude? Es posible. El caso es que, las personas responsables del «secuestro monetario» son el gerente general, el contador y la cajera, quienes  actuaron en completa confabulación. Es posible: En toda empresa (y en cualquier parte del mundo es así) por muy buen sistema de control interno que tenga, el empleado mañoso siempre estará pensando en cómo quebrantar esos procedimientos que a la sociedad le garantizan un mínimo de confianza en la salvaguarda de los activos. Recomendamos de nuestra parte que la alta dirección tome las medidas administrativas correspondientes y establezca los procedimientos adecuados de control interno, en lo que a disponibilidad se refiere con el propósito que este hecho no vuelva a ocurrir.

El mismo día de la reunión, el gerente general, el contador y la cajera eran depuestos de  sus cargos, sin considerar injusto no darles indemnización.

Era sábado. Desayunaba unos huevos a la ranchera, acompañado de frijoles fritos, cuando mi mujer me interrumpió el masticado, diciéndome:

— Te ha llegado correspondencia.

Abrí el sobre; leí la hoja que su interior contenía: «No he muerto, aún vivo para ustedes».

 

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