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Tengo tantos años ya

Wilfredo Arriola,
Poeta

Este día ha sido fantástico, he hecho un amigo e hice de dos conocidos, dos desconocidos y de uno de mis amigos gente que ya no quiero conocer. Fue la última conversación de la noche frente al espejo, ese sucio de tiempo y de esperanzas en blanco y negro. A pesar de que vivo sólo, siempre cierro la puerta del baño; sé que aun estando así puede existir otra soledad. Una soledad más depurada. A cuatro paredes pareciera que nuestro nombre significa algo diferente a lo que saben los demás.
Me veo y a juicio personal considero que, no he conocido mejor foto que me retratase que pasar inadvertido. Esta noche hay un silencio de hospital, dos mensajes en la bandeja de entrada sin querer responder, una nota de voz en mi celular dudosa de alguien que no suele entablar conservación. Hoy tengo dieciocho años y es de noche, los de mi edad olvidamos lo vital, la muerte no es una palabra que aparezca en nuestro diccionario, otras más afines si, que desde luego no nos importa saber. A esta edad somos de las personas más peligrosas del mundo, las que creemos tener todo claro y a cualquier pregunta nos salta la más precoz de las respuestas, firme e innegociable como respirar. Pienso en esto, pienso y sospecho de mí, pienso que de vez en cuando es mejor sentirse triste que culpable, sentirse liviano que buscar la saciedad. Lo dijo Biedma ya, quien del mundo huye raras veces la vida le perdona, y sospecho de él, de mí del último gramo de pasta que está por salir a desmoronarse en mis dientes.
Recuerdo y apunto con la flecha de mis ojos con el filo de la mirada, que las personas se alegran de que los quieran pero generalmente uno quiere a los débiles a los que dejan entrever su herida para ser amados. Cada día es una respuesta al convencimiento, restauro la mirada, me doy por notificado, no hay puntada sin hilo en este afán de pasarse la toalla húmeda de la rutina.
Tengo veinticinco años, es de noche y tengo la misma soledad. Con el agravante de siete años, ladrones de lo que no sé responder. Necesito apelar a que alguien pregunte por mí, aunque ser bueno eligiendo y no tener nada que dar lejos de ser una virtud es un defecto. Me lo repito hasta la saciedad. A esta hora mi cuerpo es un laberinto y mi mente un atleta del resentimiento, de vez en cuando ser tolerable es traicionarse, dice la última afeitada que deja al descubierto la piel tocada de años. A los veinticinco se alejan cada vez más lo atajos de la felicidad, el inventario crece y no sé qué estadística despunta más, otra vez la toalla, otra vez el enjuague de lo permisible. Necesito que alguien apele por mí, y sucede, pero aunque me preguntes y yo te responda, a veces lo bello no tiene palabras sino emociones y actos, déjame actuar ante lo que no conozco y vivir la vida sin comprender porque no todo es certeza y porque no todo merece la intelectualidad de una respuesta, yo me conformo de vez en cuando con tu mejor no sé, que te hace humano y a mí un admirador de tu sencillez. Me lo repito otra vez más.

Tengo treinta tres años es de noche y sé aceptarme mejor, mi pupila lo admite, grande y con un nuevo tic. Justo ayer pasaron nuestros últimos cumpleaños y ninguno se saludó. Cada quien lo peno en silencio, absurdo recuerdo que me trae el hábito de no olvidar lo olvidable. Absurdo como dar una explicación a quien no la ha pedido, pienso en redactar una carta a quién tengo mucho de no escribir donde empiece: ¿Me das permiso para no mentirte? Y le diga lo que quiero responder y nadie me pregunta, cada vez más la reciprocidad se va pareciendo a la utopía.
Por otra lado hay noticias que se filtran por grado de interés, como otro correo, donde inicia de esta forma: «¡Que liberador resulta perder!» escribe mi amiga y no he sabido como considerarlo, no le he respondido todavía, pero se ha quedado dando vueltas en mi cabeza y pensé en el salmón que sabe orientarse a tantos miles de kilómetros de océano para volver a su lugar de origen, volver como la vuelta del Samsara. Perder para continuar nuestro camino, para comprendernos mejor.

Tengo cuarenta y siete años y me pesa lo que no supe terminar. Es de noche y los relámpagos cerca de mis ojos tiemblan cuando me miro, todos los días aprendo a olvidar cosas que no valen la pena recordar y demando ya no aprender, sino solo seguir todos los consejos que algún día otorgue para que los ignoraran. Quienes espero que pregunten por mi buscan razones para hacerlo, no sé si en algún momento yo no supe preguntar algo que les ayudara a conocerse mejor, no lo sé. Cambio mis rutinas, llamo hermoso a lo que nadie nombra y pido caridad transformada en atención cuando no sé comprender algo.
Tengo cincuenta y cinco años de edad, limpio el mismo espejo de noche y lloro a quienes se han sabido largar, los que me han dejado el cumulo de las mismas historias puestas en otros cuerpos ignoradas por otras mentes. En algunas ocasiones necesitamos otros ojos para saber ocupar los nuestros… abro mi puerto y son mis manos, tomo la toalla, enjuago la mirada después de quitarme mis renovadas gafas por tercera vez ya. Sostengo la mirada a tono de genuflexión, algo hice mal o lo estuve haciendo bien con las personas equivocadas, yergo la mirada, concluyo que las cosas que uno pide a Dios para que sucedan, a menudo son las mismas que uno pide luego para que se acaben.
Tengo tantos años… buscando que alguien pregunte por mí.

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