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El suéter negro (2)

René Martínez Pineda *

Otra vez lo trivial en lugar de lo importante, no hay mejor cortina de humo. Hay que reanudar la puesta del suéter, pero esta vez bien, de forma que no quede trabada y con la cara ahorcada, como hace un rato. Total, lo único que puede hacer es eso, volverse a poner el suéter negro con cristiana resignación evitando trabar las uñas en los encajes fiscales del cuello, evadir con contorsiones las costuras de las mangas constitucionales que frenan su mano izquierda y abrirse paso a toda costa y rápido, respirando desde el fondo del pecho y dejando escapar el aire átomo a átomo, aunque esa es una estupidez ya que, si quisiera, podría respirar como usualmente lo hace, con la única diferencia de que el aire olería a suéter negro, a sociedad negra, lo cual es una calamidad que le dejaría cicatrices en la cara. Para facilitar la acción cierra los ojos para no hacer de las pestañas garfios que lacrimosamente se prendan de la tela y frenen su zambullida en esa metáfora negra.
Ponerse el suéter sigue siendo tan complicado como deambular por el laberinto de la sociedad. Tiene áridos los labios; las fosas nasales son ventanas abiertas de par en par; la quijada: una inamovible ancla, y al juntarlo todo bajo el suéter se angustia. Son las 10 y él no asoma, y entonces pone en evidencia su impaciencia ejecutando una sinfonía para piano en la mesa. Vuelve a comprobar que la mano derecha es más hábil para ponerse el suéter negro, como si tuviera una pericia centenaria. Y aunque ya se lo puso y acomodó lo mejor que pudo, siente todavía como si lo tuviera enroscado en el cuello, y de nada sirve sentir el aire frío de la noche cabalgando por su cara como por Tierra de Fuego; de nada sirven las llamas del comal o zambullir la cara en el pecho, eso último suele hacer cuando no quiere ver la cruda realidad que le expropia su identidad, su memoria, su salario, su dignidad… sus cositas, dice la gente.
La pupusería está vacía, sólo ella permanece sentada, jugando con una taza de café, viendo a las muchachas guardando las cosas de tal forma que estén a la mano en la mañana para preparar el desayuno. Mira su Casio –las 10:09- y a la esquina de la Farmacia La Salud, alternadamente, y ese acto maniático explica que tenga la cabeza en posición de cobra a punto de atacar, un poco tirada hacia el sur, del lado donde el suéter negro está descompuesto y mal puesto; y eso explica que sienta que la cara sigue prisionera en el cuello y que sólo las manos están libres y a merced de un aire frío que está cada vez más frío. Si él estuviera aquí me arreglaría los renglones torcidos del suéter, piensa, con un tono de nostalgia y ansiedad. No sabe si es por el frío, por el esfuerzo realizado para ponerse el suéter, o por la angustia de no verlo llegar –¡son las 10:17! le grita, el Casio- pero se siente perdida y mareada como si se acabara de bajar del juego mecánico más demente y gimnástico cuyos giros mortales son idénticos a los malabares circenses que hizo para ponerse el suéter negro, pero nadie puede reírse de eso porque el fin coreográfico justifica los medios corporales.
Ya como medida desesperada, si valoramos el frío depredador, todo terminaría de una vez si se saca el suéter negro que siente mal puesto… -¡A la mierda! El lado izquierdo del pecho, como si no tuviera un mapa, sigue yendo y viniendo como rata atrapada en el laberinto de la tubería de aguas negras, pero no logra descifrar el rumbo dentro del suéter y más parece que acata sus designios sin que pueda intuir que esa prenda de vestir se le ha soldado, dolorosamente, en los ojos, con esa gelatina pastosa del resuello hervido con lo negro del tejido. Lo mejor es quitárselo y buscar otro de un color menos represivo –uno rojo, blanco o amarillo, tal vez- y de seguro no tendrá problemas para ponérselo porque podrá ordenar la entrada de las manos teniendo como guía la izquierda. Quizás por el frío intenso que la sigue mordiendo como si fuera aquella rata atrapada, de súbito le duele la mano izquierda, en la muñeca exactamente; el dolor es tan agudo que parece que ella quiere resignarse a dejarse puesto el suéter negro y dejar que se haga su voluntad dentro y fuera de él ahora que está a merced del frío… y del suéter negro.
Son las 10:32 y él no aparece y entonces recapacita en que es peligroso que esté en ese lugar, a esas horas, así que piensa retirarse para no seguir girando a ciegas en el frío y dentro del suéter negro, y para no seguir soportando el dolor agudo de su mano izquierda; a cada minuto le duele más, como si hubiera llegado otra rata a morderle la muñeca –ahora son dos- pero todavía puede ejercer cierto control sobre esa mano, así que hay esperanzas. Abre y cierra la mano pensando en que el calor generado disminuirá el dolor y le cambiará el color al suéter, pero le duele mucho y no hay aspirina que ayude, ni siquiera la preocupación que siente es un analgésico efectivo. El frío es una buena coartada para taparse la cara y jugar al escondelero; piensa que al destapársela él estará frente a ella igualmente doblegado ante esa masa fría… deja pasar un minuto, tres minutos, para que el tiempo fuera del suéter sea otro: el tiempo de ambos en un suéter de otro color.
Levantando una pestaña a la vez, abre los ojos liberándose de la saliva negra de la lana y ve el rostro tan ansiado –ya son las 11:00 y es noviembre- y el éxodo está con él; y le toca la boca con la mano izquierda que parece recuperar la fuerza que la defendía cuando estaba sometida a lo negro. Se levanta y lo abraza. Estás congelada ¿Por qué no te pusiste el suéter? Es que no me queda, respondió, tiritando en sus brazos. Tienes razón, ese suéter negro nos aprieta demasiado. Te pedí un café, pero ya está frío. No importa, dijo él, mientras se oía a lo lejos wish you were here… y entonces suspiró profundo y con amor para engullir todo el frío que la atormentaba.

*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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