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Ssshhh… hablemos de libertad de expresión (1)

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Tengo hambre, healing hijos de puta! Esa consigna agónica y extrema, seek que más bien es una declaración pública de impotencia social, la leí en una pared oscura cuando, por cuestiones políticas, estuve preso en el penal de Santa Ana, en 1988, y fue hasta entonces que comprendí –más allá de los libros de sociología y en contra de ellos, muchas veces- qué significa la libertad de expresión, pues tuve el tiempo suficiente para reflexionar profundamente sobre ello, porque en la cárcel el tiempo se mide segundo a segundo, y no por días o meses… y menos aún por años; porque en la cárcel la única luz de la que se dispone para imaginar metáforas de lo social es la de las luciérnagas, y entonces comprendemos qué es la cotidianidad y en qué consiste el hecho sociológico. En este país del semen sin remitente y de ciudadanos de distintos niveles y olores en el que todos los pobres asalariados somos ladrones, todos los pobres somos “los siempre sospechosos de todo” y, para terminar de joder, todos “semos malos” mientras no demostremos lo contrario (así lo aseguran, engrapadora en mano, los rígidos vigilantes de los grandes almacenes; así lo intuyen, registro minucioso a los médicos, los vigilantes del Seguro Social… en este país, les decía, la palabra carece de sonido y de cuerpo, así como la protesta social carece de dientes y destinatarios. Sin embargo, nos dicen que, por el hecho de ser ciudadanos de un país capitalista de feliz dependencia e infeliz consumo, gozamos de libertad de expresión y de protesta, ya que esas son las facultades que nos alejan de los animales y de las asambleas legislativas con fuero.

Pero, en términos sociológicos, se nos niega consuetudinariamente la calidad de ser seres humanos, se nos cosifica, se nos titeriza porque se nos impide hablar con nuestras propias palabras (mecanismo inequívoco de reproducción tutelada de la cultura); y porque no se escuchan ni resuelven nuestras peticiones más básicas, para las cuales no existen tratados temporales de protección, porque eso sería declarado como anticonstitucional por la tétrica, senil y jocosa sala de lo constitucional, la que en el fondo es, más bien, la sala de lo capitalista.

Entonces, si la palabra pública de los pobres carece de sonido, de cuerpo, de significante y significado (lo cual le puede suceder también a la teoría social), la libertad de expresión se convierte en libertad de lamento funerario (y la teoría social se troca en simple pavoneo conceptual), debido a que, sin importar lo fuerte, nutrido y sincero del quejido vocinglero, el muerto no se conmueve -no hay que esperar que se conmueva- si no se quiere caer en un ilícito penal. De modo que, a lo sumo, la libertad de expresión de la que gozan los salvadoreños pobres -y los pobres salvadoreños, que no son los mismos, necesariamente- es un reclamo dirigido a sordos; un grito unidireccional que, por anticonstitucional, no logra cruzar la calle pavimentada que separa al centro comercial posmoderno del tugurio medieval; una comunicación sin interlocutor; un soliloquio frente al espejo trizado, pues aquí la libertad de expresión está ligada a la libertad de elección de marcas, y ésta depende de la libertad de producción y de ahorro bancario, tal como está estipulado, artículo pétreo tras artículo pétreo, en la constitución económica de la República, que es la única carta magna que se respeta y se hace respetar al pie de la letra, una letra que tiene como sus caballeros templarios a los abogados constitucionalistas.

La libertad de expresión capitalista de la que gozan, a sus anchas, los pueblos descapitalizados por el capital, es directamente proporcional a la capacidad de memorizar el himno nacional y los anuncios comerciales, o sea que los pueblos son libres de expresar todo aquello que concuerde con: lo dicho por los políticos vitalicios, la cual es, de por sí, una condición definitivamente obscena que por su propio peso frena cualquier intención de cambio; lo querido por los empresarios, que son los únicos que gozan de la libertad de opinión y son los únicos que han tenido y tienen derecho a ser consultados si están de acuerdo o no –pongamos por caso- con los nuevos impuestos; y, finalmente, que concuerde con lo preguntado por los entrevistadores amarillos de la televisión local (casi siempre personajes de derecha), y eso convierte a la gente en rehén de la palabra y en ciudadano del desamparo.

Es una ironía macabra de la historia y sus revueltas sociales, que el sistema que se fundó y refundó sobre la libertad de expresión derivada de las ideas de todo signo -según consta en las anécdotas eróticas de la revolución francesa- hoy le tema a aquella como a su peor enemigo y, por eso, la criminaliza, ridiculiza o sataniza y, al hacerlo, crea criminales, duendes y demonios. Por ejemplo: el que haciendo uso de la libertad de expresión (de la libertad de cátedra) reivindique el nombre de Marx es un fósil viviente, es un terrorista de la teoría, es un sociólogo peligroso que, por no poder olvidar, añora y quiere aplicar ideas de más de cien años de edad; pero el que alabe la fascista palabra de Platón –que tiene más de dos mil quinientos años- o haga suyas las falacias del fin de la historia y de la ideología es un erudito a tomar muy en cuenta.

Cuando alguien, por irreverente o por incompetente, le da un significado concreto a la libertad de expresión (esperar que sus palabras sean oídas y que sus peticiones sean resueltas) se convierte, de oficio, en un peligroso enemigo social a quien hay que quitarle, incluso, la libertad de visión, imponiéndole las cadenas de televisión por las que nadie protesta airadamente: los comerciales. Los apolillados constitucionalistas y la voraz gran empresa privada tiemblan de miedo, primero, y se ruborizan, después, cuando alguien se declara antisistema; y ambos callan cuando el sistema se declara antipopular con sus acciones. De hecho, si leemos la Constitución nos daremos cuenta, sin ser abogados, de que el país es anticonstitucional, pero eso jamás lo dirá la sala de lo constitucional.

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