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Sauce llorón (la utopía es una mujer) (1)

René Martínez Pineda *

Un sauce llorón de hojas anaranjadas que invita a leer poemas bajo su sombra, con morboso placer; un sorbo de agua fresca en el hueco de un beso clandestino que augura buenas nuevas en el momento en el que algún familiar vacíe mis bolsillos; una consigna desgarradora y aguda en un barranco sin escuelas, ni columpios; unos cabellos de satín que el viento troca en celajes sólo porque les rebalsa la luz; una flor plantada en la pradera de una mirada enigmática y felina que se fertiliza con la lluvia torrencial de noviembre; una sonrisa amplísima en un niño sin techo, ni lecho, ni pechos a la mano para saciar su sed innata; un tropel de río salvaje y caudaloso que se curva siguiendo las riberas de su cuerpo que crece, que se acerca, que recula, que da un rodeo mortal y llega siempre al delta de la divinidad axiológica de arenas rojizas y pregoneras de la justicia social y que, por húmedas, gestionan mi naufragio y urden insurrecciones más allá de los libros y los códigos ocultos que son voceados en el pueblo.

En medio de mi desierto purificador de almas circulares, un reptar sosegado de estrella fugaz; un hilo de agua blanca que por tenaz rompe la roca y la sed peregrina; el busto detallado de la diosa descalza y emancipadora de la utopía social que, con su boca de delirio radical, promete profecías insurgentes y cruces de metal en los funerales; diosa de diminuta presencia y de unánime ausencia en el fuerte y espumoso oleaje del deseo que, con premura indecible, se disfraza de ruidos nocturnos montados en la acuarela de las ilusiones que se paren en la vecindad de la esperanza sin cárcel.

Un maremoto social que invade hasta invadirlo todo; una explosiva revolución sin auroras en la nación autónoma de sus piernas perfectas torneadas con milenaria maestría; obsesión maniática por sus pechos musicales cuando bailan para avivar la cosecha de naranjas jugosas y, sobre todo, cuando se abren en la mitad de mi purgatorio. Minuteros de sol refulgente como luces de bengala que pican en el panal de su entrepierna que reza un padre nuestro y que dice que: a rey muerto, rey puesto; segunderos ansiosos que compran flores para apurar la venida de otro país, de un país bonito y bien perfumado y bien comido, donde todos muramos de muerte natural; presagios que huyen de la mano por temor a su magia metafórica; espectro noctámbulo como trova intrépida que nos habla entre sollozos; huracán imprudente que silba en el incendio y nos besa los ojos para heredarnos su luz; mirada sostenida en el aire por el disimulo que se pone nuestro suéter; silueta depurada por el criterio artístico de un lapislázuli sin expropiación ni plusvalías que no brindan a nuestra salud; nalgas hemisféricas, dulcitas, firmes y tersas como un durazno en plena madurez; vientre como pradera inmensa cubierta con pelo de ángel; bahía abierta para que atraque el buque fantasma que trae la provisión de besos frescos y de leche cuantiosa…; justicia insobornable y oportuna como irrompible roca lunar; piel desnuda color de música de saxofón; calendario que se salta las hojas en busca de fechas cabalísticas como el 1 de mayo y sus calles; el 26 de julio y su audacia; el 11 de noviembre y su coraje a toda prueba; o el 14 de febrero y sus misivas de amor tigre; la urgencia original chispea y tiene carne y huesos y espíritu; el mundo es un tangible territorio debido a su bioluminiscencia.

Goteo entre los lirios lunares que son figuras indecibles del pan recién horneado en el adobe de la pobreza para inventar una excusa que me haga reinventar su cuerpo; voy por la agreste cafeína de los poros como un invidente evidente; un destello de grafito me dibuja para que nazca en otro tiempo o en otro año en que el fusil no esté divorciado de sí mismo, ni agonice en los pasillos del otoño de las luchas laborales.

Vago por su cuerpo como por la ciudad dormida en un portal; deambulo por la plaza soleada de su espalda inexpugnable y pulcra; sus labios: el cerro donde anidan celajes; sus pechos: la catedral donde confieso de rodillas el pecado original y comulgo la sangre derramada con saña e impunidad; mis ojos la devoran como tormenta tropical; su cuerpo es la playa misteriosa que el mar embosca; es un prisma que convierte en luz todas las miradas; es un paraje de gritos y ritos inexplicables de iniciación reiterada hasta el cansancio.

Su acuarela espiritual tiene todos los colores de mis deseos carnales; emulando mi imaginación está desnuda, porque anda en busca de ropita nueva para los niños de la calle; navego por sus labios como por el océano; me vuelco sobre su cuerpo como catarata; los lirios se alimentan de sus ojos y en ellos se reflejan; el Torogoz arde en las llamas de sus jadeos lácteos; voy por sus pies como por la Amazonía y como un rayo fulminante por sus malos pensamientos; voy en medio de sus piernas como barquito de papel que esconde un largo mensaje en clave que habla de seguridad social y de salarios mínimos al máximo.

Camino por su silueta inenarrable como por una cordillera piadosa que anida campamentos guerrilleros; me pierdo en los rayanos de su cuerpo milimétrico como en un laberinto que en lugar de centro tiene un abismo embrujador que es propicio para montar emboscadas contra la tiranía y la explotación diaria; mi mano se destroza en el acantilado de sus nalgas trazadas con precisión geométrica, y esa es la mejor forma de quedar manco y, sin embargo, seguir luchando por otra América Latina posible y apetecible. Pasadizos de la memoria son sus caricias; la sed es una corona en el imperio de sus labios; imagen inmune al olvido; arco iris que se desvanece si no lo señalo o le busco el origen; utopía social que regresa si la nombro, porque es la sensación que nutre a todas las sensaciones humanas, así como la lucha diaria nutre a la conciencia social y forjar al nuevo ciudadano del mundo.

*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales

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