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San Salvador matinal IX

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

Si no pensara el mundo sino lo viera con sencillez, me llamaría F. V.  Camino por el mundo con la mirada aguda anotando en los sentidos la figura de las cosas y personas que me cruzan.  No me hace falta una página en blanco.  “El mundo no se hizo para que yo lo pensara”.  Fue creado para “verlo y armonizar con él”.  Me siento a la vera de un camino a observar la explanada árida del desierto que palpita en su resequedad implorando lluvia.  Con la tranquilidad de la planta y de la piedra, obtengo la riqueza del simple estar.  En mi estancia sin nombre ni misterio, persisto en un sitio que ignora su nombre.  Lugar desconocido sin atributos ni fama que me socorre en el vivir.  Ando de arriero guiando rebaños de sensaciones.  “Pienso con los ojos y los oídos.  Y con las manos y los pies y la nariz y la boca”.  No examino en un laboratorio la consistencia ni el metal.  Dejo que mi cuerpo yazga flácido sobre la arena caliente como los nopales se arraigan en los pedruscos sin fragancia.  Broto erguido como la flor del agave cuyo color y perfume le otorgan un ser exterior que revolotea al viento.  Soy tan distinto de lo que verdaderamente soy.  Aún yo ignoro lo que podría ser de llamarme F. V.  Acaso siento el mundo como algo nuevo, reencarnado en un “recién nacido” y materia extraña.  No me atrevo a pensar lo que es el mundo.  Saboreo sus aromas terrosos, subterráneos de guijarros que se hunden en la ceniza, y me deleito de la sazón ácida de fruta verde sin madurar, asida a ramas llorosas que se doblan al sol.  Acepto que la alegría y el dolor expresan ciclos tan naturales como la noche y el día, “las montañas y planicies”.  Lo feliz y lo triste son símbolos de las estaciones, verano e invierno, que alternan como las fases de la luna y el movimiento de los astros, según reglas ajenas a mi arbitrio.  Sólo lo sensible tiene sentido por su “forma y color”, sin nombre ni más belleza que la gratificación diaria que me concede este árido desierto.  El que atravieso sin reclamo pedregoso ni vocación de laja.  Percibo que la existencia de las cosas proviene de sí, alejada de toda lengua humana que la interprete.  Sin alma ni calificativo, la naturaleza se explaya como sustancia que no piensa.  Se dilata como lo que es, el Hogar de todos los seres, vivos y muertos, en su imperfección necesaria para que nada le falte al mundo.  A este mundo que perdura en lo simultáneo infinito sin recuerdo de lo que un día fue.  Subsiste en un arte anterior al lenguaje, dado por la llana permanencia de las cosas, de las que baten sus hojas al viento y de las que se hunden en la arenisca sonrojada.  Así la escritura transcurre como simple flujo de musgo sobre la piedra que tiñe lo sólido de emoción y descubre la naturaleza en su verdadera ternura antes de todo pensar.  Lleno hojas sueltas que vuelan como pétalos en la primavera y marchitas en el otoño.  Fluctúan al ciclo universal de dicha y desventura que las sostiene.  Que las mantiene libres, sin atadura, entre los dos extremos opuestos que limitan su transcurrir, nacimiento y muerte, retoño y ocaso.  “Paso y permanezco en el universo” como los ríos en su cuenca sin advertir que el silencio de las piedras remeda el reposo de Dios cuyo amor, como el de ella, me obliga a pensar antes de sentir.  Sólo eso temo, levantar la guardia, mi quehacer de “centinela de la realidad”.  Alzar “las cortinas de los sentimientos”.  Cerrar “las puertas de la percepción”.  No intento modificar el mundo, pese a la injusticia reinante, ya que no poseo la clave de una “máquina de la felicidad” ni la de sembrar flores más bellas,  ni la de hacer un sol más resplandeciente.  Sólo gozo y sufro mi derecho de vivir la vocación del mundo que me rodea en este instante, sintiéndolo como el agua fresca que colma mi sed en el desierto.  Antes incluso de llamarla de alguna manera humana, agua.  Me adecuo a las cosas que me son ajenas como me arropo de lana en el invierno y de lino en el verano.  Sin la equivocación de entender su esencia, sino en la experiencia misma de sentirlas con mi cuerpo al desnudo.  He ahí su primacía física sobre el alma, la cual siempre se manifiesta por lo que se halla afuera y aparte de mí.  Por lo material y lo real que le sirve de asiento.  “Soy místico con el cuerpo”.  En esta “licencia sin metafísica”, insisto en que “vivo antes de filosofar”, antes de escribir, y que el universo entero existe antes que nadie lo sepa.  La naturaleza nace.  Las estrellas rotan.  Los árboles florecen sin opinión racional ni mística que los afecte.  Porque sin verbo, poseen una verdad en sí, más científica y religiosa que rebasa toda la ciencia y la fe.  Ver, palpar, saborear definen mi destino más allá de toda cuestión del tiempo y del espacio.  Esta tarea es la única certeza sensible que aprendo de los arbustos ceñidos a la arena y a la piedra, y de la roca misma que se resquebraja de tanto encarar el sol.  Como yo, me agrieto de tanto contemplar el mundo y abrirme a sus impresiones terrestres.

 

Al florecer el guayabo en mi tumba

Sus frutos serán emblema de mi silencio.

Como la naturaleza es hermosa, carece de memoria.

Si la historia archiva el guayabo de mi tumba,

Que afirme su simple verdecer y natural olvido. Apócrifo,  F. V.

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