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San Salvador matinal III

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

Después de identificarme otra vez, dejar licencia a cambio de pase de entrada, me dirigí hacia la sala de préstamo.  Estaba vacía.  Saqué la carpeta amarillenta y desplegué algunos papeles sobre la mesa.  En una página escrita en la parte superior se asentaba la fecha clave, 1814.  Puse al lado la foto de mi amigo desaparecido y ojeé con atención el lugar.

Había tres mesas largas con sillas, un estante repleto de revistas entre las cuales sobresalía la revista Anaqueles y unas papeletas blancas que debían llenarse con los datos personales del lector antes de cualquier consulta.  De las paredes no colgaba ningún cuadro.  Por el corredor abierto a un hermoso jardín pasaban trabajadores que parecían remodelar uno de los salones vecinos.

Luego de esa inspección, mi mirada se dirigió al fondo de la sala.  A la derecha había una mesita en la cual un señor que parecía uniformado leía con cautela el periódico del día.  A la izquierda, con igual tiento, de manga corta y corbata ancha, otro funcionario escribía en el teclado de una computadora.  Decidí dirigirme hacia el segundo.  Al fondo de ambas oficinas se entreabría un par de ventanas altas y estrechas que daban hacia un patio angosto, la verja verde que protegía el edificio y luego el andén y la calle sobrecargada de vehículos ruidosos y humeantes.

 

—Perdone señor, inquirí, ¿cómo hago para consultar el archivo?

 

—Espere un minuto y lo atenderé.

 

Regresé a la mesa y volví a hojear los papeles que guardaba en la carpeta.  Con insistencia puse la foto del amigo bajo la página medio escrita con la fecha de 1814.  Unos minutos después se me acercó el señor de corbata.

—¿En qué puedo servirle?  Indagó cortésmente al tiempo que se sentaba frente a mí.

—Deseo consultar algunos archivos coloniales sobre 1814 y hacerle algunas preguntas al respecto.

—Para los archivos, en seguida le entrego el listado; para las preguntas, concédame unos minutos antes de platicar con Ud.

Me trajo un folder azul anillado que con mucho detalle describía el contenido del archivo ordenado por años y me advirtió.

—No puede consultar los documentos originales pero podemos proporcionarle copia digital a alta resolución.  Cuesta un dólar el legajo.

—Bien, mil gracias, en un momento le haré saber lo que necesito.

Al retirarse de la mesa y sentarse de nuevo frente a la computadora, comencé a hojear el folder anillado con tal ahínco que parecía que buscaba documentos extraviados por siglos.  Me demoré más de la cuenta para dar la impresión de un interés supremo por el asunto.  Pero en realidad esa tardanza escondía el verdadero propósito de la visita que consistía en indagar más de cerca las pesquisas del amigo desaparecido.  Tras una espera prudente, lo llamé con un ademán de la mano al notar que alzaba sus ojos hacia mí.

 

—¿Encontró lo que deseaba?

—Sí, son estos documentos sobre la revuelta fallida de 1814, aseguré.  Los había identificado por el correo electrónico que llevaba impreso en la carpeta.

 

—Pero antes de solicitarle copia de estos documentos, le señalé la hoja que transcribía el contenido de la Caja 5 y la fecha clave, desearía hacerle unas preguntas.

 

—¿Preguntas, a respecto de qué?

 

—A respecto de un amigo que desapareció sin dejar traza y lo ando buscando.  ¿Lo reconoce?, le pregunté extendiendo el brazo hacia él con la foto de Fortunato entre los dedos.

 

—Déjeme ver, recalcó curioso.  La tomó con la mano izquierda y acercándosela a los ojos la examinó.

 

—Sí, claro que lo reconozco.  Vino unas cuantas veces a consultar recortes de periódicos de 1932 y luego a revisar el contenido de la misma Caja 5 que a Ud. le interesa.

 

—¿Y discutió con Ud. el contenido de su investigación?  Se lo pregunto no por simple curiosidad ni porque sea policía.  Se lo pregunto porque una entrañable amistad me ligaba a él, Fortunato Velado Taddei, si acaso no sabía su nombre, y pensaba que al seguir su itinerario e interrogar a personas que lo conocieron tal vez obtendría alguna pista de su paradero.

—Sí, lo discutió brevemente conmigo.  Quería demostrar la falta de un proceso de independencia.  Por eso el año de 1814 era tan importante, la misma fecha que a Ud. le interesa.  Por cierto, perdone que cambie de tema, su amigo solicitó una serie de fotografías, casi las mismas que Ud. me pide pero nunca regresó a  recogerlas.  ¿Quiere que se las muestre?  Todas están en un solo CD.

 

—Claro, podría pagarle el importe y llevarme el CD si le parece.

Se levantó, se dirigió a su escritorio y de la gaveta inferior sacó un cartapacio.  Regresó y lo puso sobre la mesa.  Había un par de papeles y un CD.

—Por cierto, añadió con cara de desagrado, su amigo causó cierto revuelo en el Archivo.  La antigua directora dio órdenes de no permitirle la entrada, pues solicitó otro material que ya no conservo y nunca pagó el costo.  No recuerdo la suma, pero era superior a los treinta dólares de este CD.

—No se preocupe, le repliqué con una sonrisa que acrecentó su desagrado.  Yo le pagaré el CD para disminuir el daño que Fortunato le ocasionó a su antigua directora.  Le solicitaría que me extendiera un recibo.  Ahora cuénteme, había una temática particular que le interesara a Fortunato.

—Por supuesto, estaba fascinado con la independencia, mejor, con la falta de guerras por liberar este país de España.  Quería demostrar que no había un proceso continuo desde el primer grito de independencia en 1811 hasta la declaración de 1821.

—¿Y hay documentación que prueben ese lapso?

—Claro que la hay.  Pero eso no resuelve el asunto.  El problema clave es que en un país como el nuestro hay pocos rituales cívicos que aglutinen a la gente alrededor de causas comunes.  La idea de independencia es necesaria por esta razón.  Crea una identidad que de otra manera quedaría sin arraigo.  El señor Velado Taddei era un nihilista que llevaría al país a la bancarrota espiritual.  Imagínese a El Salvador sin héroes ni gestas heroicas.  Su amigo hablaba de un país dormido y acomodado a la situación colonial.  Esta visión no le convendría a nadie.

El señor que leía el periódico se había levantado de su sitio para atender con dedicación a una lectora recién llegada.  Sobre la mesa contigua colocó dos gruesos volúmenes que parecían periódicos sin fecha precisa.  Mientras de reojo volteé la mirada curiosa para verla, del fondo de la oficina se colaban ruidos incansables de una ciudad en actividad constante.  Trabazones de vehículos, bocinas y gritos de vendedores.

 

—Lea Ud. mismo y convénzase.  Añadió con instancia al alargar su brazo con una página manuscrita que asentaba una larga cita.  Reconocía la letra de Fortunato por su pésima caligrafía.  A media voz la leí para que el bibliotecario me escuchara, pero sin la mesa vecina.  Rezaba así:

 

«Estamos próximos a cumplir cien años de vida independiente, y ¿qué hemos hecho durante tanto tiempo?  Destruirnos mutuamente […] ¿Cuál será el legado que el siglo viejo dejará al nuevo?  El recuerdo de tantas guerras sangrientas en las cuales el hermano mató al hermano, el padre al hijo y el hijo al padre […] Nuestra historia patria [es] reseñas horripilantes de combates que fueron verdaderas matanzas.  En el parte que el general Santiago González comunicó al ministro de la guerra el día 28 de febrero de 1863 se leen estos párrafos: “el campo de Coatepeque, al anochecer del día 24 de febrero era un vasto osario: el campo enemigo cubierto de cadáveres y heridos, el cielo ennegrecido por la pólvora, la desolación y la muerte por todas partes”.  Más adelante dice: “La mortandad que sufrían las tropas guatemaltecas era espantosa” […] causaba verdadero horror el campo de Coatepeque a la vista no sólo del número de muerto, sino también por el estado de ellos: por todos lados se encontraban miembros humanos, ya una cabeza, ya un brazo, una pierna, hombres divididos en dos partes, estragos cauzados por nuestra artillería, que con tanto acierto dirigieron los oficiales Biscouby y Vassel dignos de recomendación”».

 

—Este corto párrafo que me dejó escrito le dará una idea clara del problema.  Sin afán de libertad, aseguraba, guerras y matanzas las había ocasionado la independencia.  Ya se imaginará el escándalo que andaba armando.  Pero nadie le haría caso, por lo que le decía, los rituales que nos mantienen son más importantes que los hechos.

 

—¿Por qué lo ignoraban si rescataría eventos desconocidos?, pregunté mientras veía a la lectora de al lado sorprendida por un hallazgo que no lograba cernir.

 

—Le insisto que el asunto no es sólo el rescate.  La cuestión es la contribución de ese rescate a la identidad y su amigo no la apoyaba en absoluto, como le dije.  Por lo contrario, la disolvía en matanzas sin sentido.

 

—¿Y sucedieron o no?  Lo importante es que descubría olvidos bastante arraigados en la historia

 

—No sea ingenuo, me reclamó con cierto malestar, si lo menciona por las víctimas, esas víctimas a nadie le interesan.  El próximo año que se celebre el bicentenario le aseguro que no habrá mayor mención.  Nunca la ha habido. La pompa oficial no admite esos deslices.  Entre las galas de la conmemoración, sus ideas sólo cabrían en publicaciones marginales sin mayor relevancia.  ¿En que mente cabe que una autoridad va a desprestigiar el nacimiento del país?  Sólo en la de un loco.  Aquí vienen muchos investigadores de distinta tendencia, pero a nadie se le ocurriría documentar la falta de héroes.  Fíjese, los más tradicionales siguen obsesionados con José Matías Delgado como padre de la patria; los radicales, comunistas les dicen aquí, lo denuncian por su amistad con la autoridad española.  Era amigo del intendente Peinado.  En su lugar buscan figuras del pueblo.  El más conocido es Pedro Pablo Castillo.

 

—¿Pero de Castillo no se sabe mucho?  Nunca escribió y a la época lo acusaban de cometer desmanes y saqueos en su borrachera a la hora de la revuelta.

 

—Todo eso no importa.  Con o sin documentos, ya encontraron con quien identificarse en el pasado.  Hay para todos los gustos.  Hombres y mujeres, aristócratas, curas y laicos.  Hasta existe un alcalde de origen africano en Metapán en un país que niega su calidad negra.  Lo esencial es mantener el acuerdo común de lucha gloriosa por fundar un país independiente.  Ese fue el error de su amigo, violar el punto de encuentro.  Se lo repito, ya va a ver al momento de la celebración, nadie se atreverá a hablar de vacío, de acomodo a una situación colonial y falta de luchas.

 

—Es obvio.  Donde hay pocas figuras notables la gente se aferra a lo que puede para validar el presente en un pasado a veces ficticio, concluí notando la severa mirada que me dirigía.  Pero esa denuncia de una ilusión liberadora no explica su desaparición.

 

—Por supuesto que no.  Ese departamento de objetos perdidos no está localizado en este archivo.  Para esa investigación diríjase a la policía.  Ahora discúlpeme, ya hablé suficiente con Ud. y debo atender a otros lectores.  Se despidió con apatía.

—¡Ah!, pero mire —se volteó— no crea que lo trato con desprecio —agregó extendiéndome la mano con un sobre cerrado.  Esta carta la olvidó su amigo en un libro que consultó.  Note que nuestra ética profesional nos impide abrirla, ya que al frente se lee una dirección en Nuevo México, EEUU.

—Mil gracias, se lo agradecí, mientras la guardaba en la carpeta con los otros papeles y el CD.

 

La persona de al lado que revisaba gruesos volúmenes de periódicos sin fecha visible lo llamaba para señalarle las páginas que debería fotografiar.  El otro señor que atendía se encogía de hombros admitiendo que esa tarea no era de su competencia.  Pagué lo del CD y me dispuse a salir.  A navegar por un mar de gente, a esta hora más revuelto que el anterior.

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