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San Salvador matinal final

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

 

XXII
Adormitado escuché el anuncio. “The flight of Continental Airlines number 231 with destination to Houston Texas is ready to board at gate 5. Please have your boarding passes and passports at hand”. Me levanté por automatismo. Pasé el control de entrada y me senté. Al menos tenía asegurada una ventanilla, el mejor sitio para dormir. Pensaba que Lucania tenía razón. Debía escribir un ensayo que recogiera algunas escenas importantes de mi pasado, que me producían cierto escozor. Al cabo, reflexionaba, quién era Fortunato sino una parte muerta y olvidada de mi pasado con la cual seguía soñando y, por tanto, debía extirpar, podarla, por medio de las letras para que desapareciera esa estancia triste que me absorbía como esponja hacia su desierto de piedras.

De reojo, veía la arena negra, volcánica y magnética que se extendía en casi todas las playas de ese país del cual emigraba y en una de ellas con una letra de molde blanquecina se leía: “derrama tu vida en el viento, como yo la derramé en las olas y embriágate de mundo como yo, de mar y arena negra”. Al final, en lugar de firma, observé el cuerpo de Fortunato ahogado, lleno de algas y coronado de estrellas de mar, como si su nombre fuese Alfonsino Storni con idéntica inquietud de sirena.

XXIII
Haga todo…, hasta pegarse un tiro. Todo. Menos volver a El Salvador. ¿Oye? Arturo Ambrogi
Apostado frente a su computadora escribía, mientras respondía correo electrónicos que cruzaba con amigos lejanos. De reojo entreveía la luz verde en el Skype de otras amistades también distantes. Entretanto apuntaba, paradójicamente, que tenía años de no viajar a El Salvador, salvo en sueños y ensueños que recreaba a veces en escritura.

Hacía décadas que no visitaba San Salvador y, de seguro, pasarían otras cuantas más antes de que volviera. Pero esa ausencia no lo afectaba en lo más mínimo. Con certeza sabía que para todo ese ambiente él ya estaba muerto, tan muerto que sólo el olvido daría cuenta de su memoria. Así creía, imitaba la historia del país, recortada y extraviada en archivos ajenos.

 

Además nadie lo conocía como tal; sólo recordarían sus máscaras o heterónimos, demasiado extranjeros para usarlos en este país en le cual vivía ahora: Fortunato Velado Taddei, Alejandro Martínez, etc. Lejos de toda cuenca del Mediterráneo, su suerte la cifraba un heterónimo muy distinto a Ulises que le auguraría el retorno. En los círculos más reacios su origen evocaba el terror, his-Panic, pese a que nadie había visto el cadáver descompuesto de lo que fue. Sólo un cambio de nombre a sílabas cortas y resueltas, Ralph Lauren/Martin por ejemplo, podría atenuar toda sospecha. Acaso de aquí en adelante sería esa nueva máscara mundana que se escondería bajo un nombre.

Pero al centro de esa desaparición corporal, su alma y karma seguían vagando por esas calles con la misma convicción que, en este instante, la Bebita o Margarita se tomarían una cerveza en su recuerdo. Por lo demás, ya nada le importaba. Su memoria de adolescente había quedado plasmada en un papel que casi nadie leería. Nadie lo leería porque se trataba de un diario íntimo en el cual, a vuelo de mariposa y nostalgia, recreaba ideas y personajes tan muertos y ausentes como él. A lo sumo, se lo enviaría a una amiga escritora, C. H., para que lo corrigiera y archivara en algún estante privado. De ella, nunca recibiría respuesta ni constancia de recibo.

 

Ya vivo “esa eternidad que es olvido”, “arrastrado por las formas del silencio que componen el recuerdo”, se repetía a alta voz. En esa soledad que sólo conocían las piedras del desierto, sin más contacto que lo virtual, pensaba que la “vida era un hotel de paso barato, como el del centro de San Salvador, en el que uno vivía hasta que llegaba el taxi a llevarlo a su destino”. A lo sumo, si la suerte lo elegía, se habitaba en el Sheraton por una corta temporada. La vida fluía como un torrente que producía inundaciones, cárcavas anímicas, aludes corporales y cambios topográficos impredecibles.

Casi todos sus conocidos habían pasado por la vida como el polvo que durante la primavera azotaba en este instante el desierto sin dejar huella. Sin más huella ni rastro que el simple instante de su existir hasta perderse en una Nada sin pátina ni lustres. Ese horizonte vacío descomponía a todos los cuerpos, pese a la trascendencia que buscaban antes de extinguirse. La esperanza que algún día fue verde se había vuelto espuma. Hueso, grano y roca se extendían como la mancha que el olvido deja sobre el recuerdo. Sólo permanecía la ilusión que palpitaba a través de las letras negras sobre blanco. En esas letras latían aquellos signos que le habían obsequiado las personas con quienes había hablado durante su última visita.

Polvo y viento, a su alrededor sólo existía la polvareda y el ventarrón. Lo conformaba un poema de Pessoa que traducía al castellano:

“Mientras sienta la brisa fresca en los cabellos
y vea el sol brillar fuerte en las hojas
no he de pedir más.
¿Qué mayor goce podría darme el destino
que el paso sensual de la vida en instantes
de ignorancia como éste?”. Ricardo Reis

 

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